97
Cuando Call explicó al doctor Morbley que Gus quería ser transportado a Texas para que se le enterrara allí, el menudo doctor se limitó a sonreír.
—La gente tiene sus caprichos —comentó—. Su amigo era un paciente loco. Supongo que si hubiera vivido nos habríamos peleado.
—Me lo imagino —asintió Call—. Pero me propongo cumplir su deseo.
—Lo cubriremos de carbón y sal. Harán falta uno o dos barriles. Afortunadamente hay un salegar no lejos de aquí.
—A lo mejor tendré que dejarlo todo el invierno. ¿Hay algún lugar donde pueda guardarlo?
—Servirá mi cobertizo, donde guardo los arreos —dijo el doctor—. Está bien ventilado y se conservará mejor al fresco. ¿Quiere su otra pierna?
—Sí, ¿dónde está? —preguntó Call estupefacto.
—La tengo yo. Con lo obcecado que era podía haberme pedido que volviera a cosérsela. Es un trasto podrido.
Call salió y anduvo por la calle desierta hasta el establo. El doctor le había aconsejado que descansara y se había ofrecido a localizar al encargado de la funeraria.
La Mala Bestia le miró cuando entró en el local donde la había estabulado. Sintió el impulso de ensillarla y salir al campo, pero le venció el cansancio. Tiró las mantas sobre algo de paja y se tendió en ella. Pero no pudo dormir. Lamentaba no haberse esforzado más para salvar a Gus. Hubiera debido desarmarle al momento y ver que se le amputara la otra pierna. Naturalmente, Gus pudo haberle disparado, pero pensaba que debió haber corrido aquel riesgo.
Cuando el sol inundó el establo le pareció que solo había dormitado un minuto. Call no recibió bien al día. Le parecía que en lo único que tenía que pensar era en sus errores, en sus errores y en la muerte. Su viejo grupo de rangers había desaparecido; solo le quedaba Pea Eye. Jake estaba muerto en Kansas, Deets en Wyoming y ahora Gus en Montana.
Un viejo llamado Gill era el propietario de aquella cuadra. Tenía reúma y caminaba despacio, cojeando. Pero era un viejo amable, con una barba rojiza y un ojo blanco. Poco después de que Call despertara, se le acercó cojeando.
—Creo que va a necesitar un ataúd —le dijo el viejo—. Vaya a Joe Veitenheimer; se lo hará bien.
—Tendrá que ser muy resistente —observó Call.
—Ya lo sé —contestó el viejo—. Hoy no se habla de otra cosa en la ciudad que del tipo que quiere que le cargue hasta Texas para enterrarle.
—La consideraba su tierra. —Call no vio ninguna razón para comentarle lo de los picnics.
—Me parece bien, por qué no, si encuentra a alguien que cargue con él. Me gustaría ser enterrado en Georgia, si pudiera conseguirlo, pero Georgia queda muy lejos y nadie va a llevarme. Así que van a enterrarme aquí, con este frío. —Y añadió—: Este frío no me gusta. Se dice por supuesto que cuando estás muerto la temperatura no te importa, ¿pero quién puede comprobar si es cierto?
—Yo no —afirmó Call.
—La gente tiene opiniones, es lo único que tiene —masculló el viejo—. Si volviera alguien que se hubiera ido, su opinión sí que la tendría en cuenta.
El viejo pinchó algo de heno para la Mala Bestia. Mientras miraba cómo se lo comía, la yegua estiró inesperadamente el cuello e intentó morderle. El viejo saltó hacia atrás y casi tropezó con su propia horquilla.
—¡Qué poco agradecida la condenada! —protestó—. Salió hacia mí como una serpiente y yo solo le daba de comer. Típicamente femenina. Mi mujer hizo lo mismo cientos de veces. La enterré en Missouri, donde está mucho más caliente.
Call encontró al carpintero y le encargó un ataúd. Después pidió prestada una carreta, un par de animales y una enorme pala a un borracho en una ferretería. Le chocó que los ciudadanos de Miles City parecían beber día y noche. La mitad de la ciudad estaba borracha al despuntar el día.
—El salegar está a unos diez kilómetros al Norte —le dijo el hombre de la ferretería—. Lo encontrará siguiendo el rastro de los animales.
Y en efecto, varios antílopes estaban en el salegar y vio huellas de búfalos y de alces. Sudó lo suyo cargando la sal en la carreta.
Cuando estuvo de vuelta en la ciudad, el hombre de la funeraria había terminado con Gus. Era un hombre alto, que no dejaba de temblar. Le temblaba todo el cuerpo, incluso cuando estaba quieto.
—Es una enfermedad nerviosa —explicó—. La contraje siendo joven y la tengo desde entonces. He introducido algo más de fluido en su amigo, porque tengo entendido que tardará en ser enterrado.
—Sí, hasta el próximo verano —aclaró Call.
—No sé qué tal lo soportará. Si no fuera un ser humano podría ahumarlo como un jamón —sugirió el de la funeraria.
—Probaré con sal y carbón.
Cuando el ataúd estuvo listo, Call compró un buen pañuelo de hierbas para cubrir con él el rostro de Gus. El doctor Morbley trajo la pierna que le había amputado envuelta en arpillera y empapada en formol para superar el hedor. Un empleado del bar y el herrero ayudaron a cubrirlo de carbón. Call se sentía muy torpe, aunque todo el mundo estaba relajado y alegre. Cuando Gus estuvo bien cubierto, llenaron el ataúd de sal hasta los topes y lo clavaron. Call regaló la sal sobrante a la ferretería para compensar el préstamo de la carreta. Luego se llevaron el ataúd y lo depositaron sobre dos barriles vacíos en el cobertizo de arreos del doctor.
—Creo que estará bien —dijo el médico—. Se quedará aquí y si cambia de idea respecto al viaje lo enterraremos. Aquí tendrá mucha compañía. Hay más gente en el cementerio que en la ciudad.
A Call le desagradó la indiferencia. Miró severamente al doctor.
—¿Por qué iba a cambiar de idea? —preguntó.
El doctor había estado bebiendo del frasco de whisky durante las operaciones y estaba muy borracho.
—Los que se mueren se vuelven locos. Se olvidan de que no van a estar vivos para apreciar las cosas que han pedido a la gente que haga por ellos. La gente promete cualquier cosa, pero cuando se dan cuenta de que han hecho la promesa a un muerto, suelen debatirse un poco y luego se olvidan de todo. Es propio de la naturaleza humana.
—Tengo entendido que mi naturaleza no es humana —le informó Call—. ¿Cuánto le debo?
—Nada. El muerto ya me pagó.
—Lo recogeré en primavera.
Cuando volvió a la cuadra encontró al viejo Gill bebiendo de una jarra. Le recordó a Gus, porque el viejo tenía un dedo pasado por el asa de la jarra y bebía con la cabeza echada hacia atrás. Estaba sentado en la carretilla, con su horquilla sobre las rodillas, mirando con ferocidad a la Mala Bestia.
—La próxima vez que venga, ¿por qué no caza un oso pardo y llega montado en él? Prefiero estabular un oso pardo que a esta yegua.
—¿Le ha mordido o qué? —preguntó Call.
—No, pero se propone hacerlo. Llévesela para que pueda relajarme. No había estado borracho tan temprano en siete años, y solo por culpa de ella.
—Nos vamos —anunció Call.
—Me pregunto por qué conserva semejante bestia —dijo el viejo cuando Call la tuvo ensillada.
—Porque me gusta estar en caballo cuando voy a caballo —contestó Call.
El viejo no pareció convencido.
—Esperó que le guste estar muerto cuando esté muerto —dijo—. En mi opinión es más peligrosa que una cobra.
—Y en mi opinión habla usted demasiado —replicó Call, dándose cuenta de que cada vez le gustaba menos Miles City.
Encontró a Hugh Auld, el viejo trampero, sentado frente al almacén general. El día estaba nublado y soplaba un viento frío. El viento olía a invierno, aunque el día anterior había sido caluroso. Call sabía que no tardaría en llegar el invierno y que sus hombres estaban mal equipados.
—¿Sabe conducir una carreta? —preguntó al viejo Hugh.
—Sí, y sé atizar a un mulo tan bien como cualquiera —respondió Hugh.
Call compró provisiones —abrigos, chanclos y guantes— y también material de construcción. Consiguió alquilar la carreta que había servido para acarrear la sal, prometiendo devolverla tan pronto como pudiera.
—Está usted impaciente. Adelántese. Yo le seguiré despacio en esta carreta y le alcanzaré al norte del Musselshell.
Call cabalgó en dirección al rebaño, pero no demasiado deprisa. Por la tarde se detuvo y se sentó unas horas junto a un pequeño arroyo. Normalmente se habría sentido culpable por no ir directamente junto a los hombres, pero la muerte de Gus lo había trastocado todo. Gus no era una persona a la que pensara sobrevivir; pero había ocurrido y la diferencia era mucha. Gus siempre había tenido suerte; todo el mundo lo decía, y él también. Pero a Gus se le acabó la suerte. La de Jake y la de Deets también se habían acabado; las dos muertes fueron inesperadas y tristes, terriblemente tristes, pero Call creyó en ellas. Presenció ambas con sus propios ojos, y creyendo en aquellas muertes las apartó de sí.
También había visto morir a Gus, o por lo menos le vio moribundo, pero no lo creía. Gus se había ido definitivamente, pero Call estaba demasiado confuso para sentirse triste. Gus había seguido siendo él mismo hasta el final y no dejó que su muerte fuera un acontecimiento. Había sido algo así como una de sus habituales discusiones que normalmente terminaba a los pocos días.
Esta vez no iba a terminar, y Call se encontró incapaz de adaptarse al cambio. Se sentía tan solo que no quería volver junto al equipo. El rebaño y los hombres ya no parecían tener nada que ver con él. Nada tenía que ver con él, excepto la yegua. Le hubiera gustado cabalgar solo por Montana hasta que los indios se le echaran también encima. Y no era porque añorara mucho a Gus; habían estado hablando hasta ayer, como habían hecho durante treinta años.
Call sentía cierto resentimiento, como siempre que pensaba en su amigo. Gus había muerto y abandonado el mundo sin llevarle consigo, y otra vez le dejaba para que hiciera el trabajo. Siempre había hecho el trabajo; pero de pronto había dejado de creer en el trabajo. Gus le había arrebatado su creencia, con engaños, tan fácilmente como cuando hacía trampas con las cartas. Todo el trabajo que había hecho, sin que pudiera salvar a nadie, ni siquiera retrasado un minuto el momento de su muerte.
Cuando caía la noche volvió a montar y siguió cabalgando, no porque estuviera ansioso de llegar a alguna parte sino porque estaba cansado de estar sentado. Cabalgó con la mente vacía hasta que a la tarde siguiente descubrió el rebaño.
Las reses estaban dispersas por cinco kilómetros en la inmensa llanura, pastando plácidamente. Tan pronto como los hombres le descubrieron, Dish y Needle se le acercaron al galope. Los dos parecían asustados.
—Capitán, hemos visto indios —exclamó Dish—. Hay un montón de ellos pero aún no han atacado.
—¿Qué han estado haciendo? —preguntó Call.
—Han estado sentados en una loma vigilándonos —explicó Needle Nelson—. Nos proponíamos darles dos de esas terneras lentas, si las pedían, pero no han pedido nada.
—¿Cuántos hay?
—No los hemos contado —respondió Dish—. Pero un montón.
—¿Hay mujeres y niños con ellos? —preguntó Call.
—Oh, sí, muchos —contestó Needle Nelson.
—No suelen llevarse a las mujeres para luchar. Probablemente son crow. Tengo entendido que los crow son pacíficos.
—¿Encontró a Gus? —preguntó Dish—. Pea no sabe hablar de otra cosa.
—Le encontré. Ha muerto.
Los hombres estaban volviendo grupas para reunirse de nuevo con los demás. Se detuvieron, helados.
—¿Que Gus está muerto? —repitió Needle Nelson.
Call movió afirmativamente la cabeza. Sabía que tendría que contarles la historia, pero no quería tener que repetirla una docena de veces. Trotó hasta la carreta que conducía Lippy. Pea Eye iba sentado en la parte trasera, descansando. Seguía descalzo, aunque Call vio enseguida que sus pies estaban mucho mejor. Cuando vio llegar a Call cabalgando solo pareció preocupado.
—¿Se lo llevaron, capitán? —preguntó.
—No, pudo llegar a Miles City. Pero tenía infección de la sangre en las dos piernas por culpa de aquellas flechas y murió anteayer.
—No quería que muriera… Me marché y Gus murió —añadió entristecido—. ¿No le parece que debía ser lo contrario?
—Sí, si yo lo hubiera elegido —exclamó Jasper Fant. Estaba por allí y se acercó a tiempo de oírle.
Newt se enteró de lo ocurrido por Dish, que cabalgó alrededor del rebaño y se lo dijo a los muchachos. Muchos se acercaron a la carreta para obtener más detalles, pero no Newt. Se sentía como aquella mañana que vio a Deets muerto… es decir, apartado. Si no se acercaba a la carreta, nunca tendría que oír nada más. Lloró toda la tarde, alejándose hacia la retaguardia cuanto pudo. Por una vez estaba agradecido al polvo que levantaba el rebaño.
Le parecía que habría sido mejor que los indios atacaran y les mataran a todos… Que las muertes ocurrieran de una en una era demasiado, y además les ocurría a los mejores. Los que le molestaban y se burlaban de él, como Bert y Soupy, eran felices como cerdos. Incluso Pea Eye casi había muerto, y salvo el capitán y él mismo, Pea era el último que quedaba del viejo equipo de Hat Creek.
Todos los hombres estaban molestos con el capitán porque les había contado la muerte de Gus bruscamente. Había recogido algo de comida y se había alejado a caballo para estar solo, como hacía siempre por la noche. Su relato estaba lleno de misterios, y los hombres pasaron toda la noche comentándolos. ¿Por qué se había opuesto Gus a que le amputaran la otra pierna, ante las reiteradas advertencias?
—Conocía a un hombrecito de Virginia que iba tan deprisa con las muletas como yo con mis piernas —les contó Lippy—. Llevaba dos muletas y cuando las ponía en marcha podía ir a todas partes.
—Gus podía haberse hecho un carrito y conseguido un macho cabrío para tirar de él —sugirió Bert Borum.
—O un borrico —dijo Needle.
—O sus malditos cerdos, si son tan listos —saltó Soupy. Los dos cerdos estaban debajo de la carreta. Pea Eye, que dormía en ella, tenía que soportar sus gruñidos y ronquidos toda la noche.
Solo el irlandés parecía comprender la postura de Gus.
—Bueno, solo hubiera quedado la mitad de él. ¿Quién quiere ser la mitad de sí mismo?
—No, la mitad hubiera sido a partir de las caderas —calculó Jasper—. En la mitad entrarían las pelotas y demás. Solo las piernas no es la mitad.
Dish Boggett no tomó parte en la conversación. Estaba triste por Gus. Recordaba que una vez Gus le había prestado dinero para visitar a Lorena, y este recuerdo prestó otro tono a su tristeza. Había supuesto que Gus volvería a visitar a Lorena, pero obviamente, ahora no podría. Y ella estaba en Nebraska esperando a Gus, que jamás volvería.
A su tristeza se sumó la esperanza de que cuando terminara la marcha podría reclamar sus pagas, regresar y ganarse a Lorena. Aún podía ver su rostro cuando estaba sentada delante de la pequeña tienda en los llanos de Kansas. Cómo había envidiado a Gus porque Lorena le sonreía; a él nunca le había sonreído. Ahora Gus estaba muerto y Dish decidió decirle al capitán que quería cobrar sus pagas y marcharse tan pronto terminara la marcha.
Lippy no pudo más y lloró una o dos veces pensando en Gus. Lo misterioso para él era por qué quería Gus que le llevaran a Texas.
—Tan lejos… hasta Texas —iba diciendo Lippy—. Debía estar borracho.
—Nunca vi a Gus tan borracho como para no saber lo que quería —aseguró Pea Eye. Él también estaba muy triste. Creía que hubiera sido mejor haber persuadido a Gus para que viniera con él.
—Tan lejos… hasta Texas —iba diciendo Lippy—. Apuesto a que el capitán no lo hará.
—Acepto la apuesta —dijo Dish—. Él y Gus fueron rangers.
—Y yo también —dijo Pea Eye con tristeza—. Yo también estuve con ellos sirviendo como ranger.
—Gus no será más que un esqueleto si el capitán cumple su deseo —comentó Jasper—. Yo no lo haría. No dejaría de pensar en fantasmas y me caería en algún agujero.
Ante la mención de fantasmas, Dish se levantó y dejó la hoguera. No podía soportar la idea de más fantasmas. Si Deets y Gus andaban sueltos por allí, cualquiera de los dos podía acercársele y no le gustaba la perspectiva. La idea le hacía palidecer y echó su mantas tan cerca como pudo de la carreta.
Los demás hombres siguieron comentando la extraña petición de Gus.
—Lo de Texas es que no lo entiendo —observó Soupy—. Siempre oí decir que era de Tennessee.
—Me gustaría saber qué tendría que decir sobre lo de estar muerto —rezongó Needle—. Gus siempre tenía algo que decir sobre cualquier cosa.
Po Campo empezó a sacudir suavemente su pandereta mientras el irlandés silbaba con tristeza.
—Nunca cobró todo el dinero que nos ganó a las cartas —recordó Bert—. Esta es la única parte buena del asunto.
—¡Maldita sea! —exclamó Pea Eye, que se sentía tan triste que deseaba morir.
Nadie tuvo que preguntarle por qué estaba maldiciendo.