IV
Anna Pávlovna, sonriendo, prometió ocuparse de Pierre, quien, como ella sabía, era pariente del príncipe Vasili por línea paterna.
La señora de mediana edad sentada junto a ma tante se levantó rápidamente y fue al encuentro del príncipe Vasili, alcanzándolo en el vestíbulo. Su rostro no expresaba ahora la simulación de un interés inexistente: aquella faz bondadosa, en la cual habían dejado su huella las lágrimas, denotaba tan sólo inquietud y temor.
—Príncipe, ¿qué me dice de mi Borís?— le preguntó cuando estuvo cerca (pronunciaba Borís con un especial acento sobre la o). —No puedo permanecer más tiempo en San Petersburgo. Dígame qué noticias puedo llevar a mi pobre hijo.
Aunque el príncipe Vasili la escuchaba forzadamente, casi con descortesía, dando muestras de impaciencia la señora le sonreía con ternura y de modo conmovedor. Lo sujetaba del brazo, como para evitar que se marchase.
—Bastaría una palabra suya al Emperador para que mi hijo entrara de inmediato en la Guardia.
—Créame que haré todo lo posible, princesa— respondió el príncipe Vasili, —pero me resulta difícil pedírselo al Emperador; le aconsejaría que se dirigiera a Rumiántsev por medio del príncipe Golitsin; eso será lo más sensato.
La señora de mediana edad era la princesa Drubetskaia, perteneciente a una de las mejores familias de Rusia, pero era pobre, permanecía retirada de la sociedad desde hacía mucho tiempo y había perdido sus antiguas amistades. Había acudido en aquella ocasión sólo para obtener un nombramiento en la Guardia para su único hijo. Con el exclusivo fin de encontrar al príncipe Vasili hizo el esfuerzo de asistir a la velada de Anna Pávlovna, y sólo por eso había escuchado la historia del vizconde. Se asustó al oír las palabras del príncipe. Su rostro, bello en otro tiempo, reflejó la cólera por un instante; pero no duró mucho. Una vez más sonrió y sujetó con mayor fuerza el brazo del príncipe.
—Escuche, príncipe— le dijo, —nunca le pedí nada, ni volveré a pedirle nada más; no le he recordado la amistad con que lo distinguió mi padre. Mas ahora, en nombre de Dios, lo conjuro a que lo haga por mi hijo y lo consideraré mi bienhechor— añadió apresuradamente. —No, no se enfade, prométamelo. Me he dirigido ya a Golitsin y se ha negado. Soyez le bon enfant que vous avez été—[36] concluyó, esforzándose por sonreír, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.
—Llegaremos tarde, papá— dijo la princesa Elena, que esperaba a la puerta volviendo su preciosa cabeza sobre aquellos hombros de hermosura clásica.
La influencia en el mundo es un capital que se debe custodiar para que no se nos vaya de las manos. Lo sabía bien el príncipe Vasili y comprendía que si intercedía en favor de todos cuantos se lo solicitaban acabaría por no solicitar nada para sí. Esto lo forzaba a usar muy rara vez de su propia influencia. Pero en el caso de la princesa Drubetskaia, después de la última exhortación, sintió como un remordimiento de conciencia. Le había recordado la verdad: sus primeros pasos en la carrera los debía al padre de aquella dama. Por otra parte, adivinaba en su modo de actuar que era una de esas mujeres, sobre todo si son madres, que cuando se empeñan en algo no renuncian a su idea hasta verla realizada y, en caso contrario, están prontas a volver a la carga cada día y en todas las ocasiones, llegando a promover escenas. Esta última consideración lo hizo vacilar.
—Chère Anna Mijáilovna— dijo con la acostumbrada familiaridad y con cierto dejo de tedio en la voz, —me es casi imposible hacer lo que pide, pero para probarle lo mucho que la quiero y el respeto que guardo a la memoria siempre viva de su padre, haré lo imposible. Su hijo pasará a la Guardia. Deme la mano. ¿Está contenta?
—¡Amigo mío, mi bienhechor! No esperaba otra cosa de usted, sabiendo lo bueno que es— el príncipe intentó marcharse. —Espere, dos palabras… une fois passé aux Gardes…—[37] se detuvo un instante; —usted tiene buenas relaciones con Mijaíl Ilariónovich Kutúzov, recomiéndele a Borís como ayudante de campo. Entonces estaré tranquila y…
El príncipe Vasili sonrió.
—Eso no se lo prometo. Ignora cómo asedian a Kutúzov desde que fue nombrado comandante en jefe del Ejército. Él mismo me ha dicho que todas las damas de Moscú se han confabulado para darle a sus hijos como ayudantes de campo.
—Prométamelo; no lo dejaré marchar, mi querido bienhechor.
—Papá— repitió con el mismo tono la bella hija, —que llegamos tarde.
—Bueno, au revoir, adiós. Ya ve…
—Entonces, ¿hará la recomendación al Emperador mañana mismo?
—Desde luego; pero lo de Kutúzov no se lo prometo.
—No, prométamelo, prométamelo, Basile— dijo ya a sus espaldas Anna Mijáilovna con una sonrisa de joven coqueta que debió de serle habitual en otros tiempos pero que ahora no cuadraba con su rostro fatigado.
Olvidaba evidentemente su edad y ponía en juego, por pura costumbre, todos sus antiguos recursos femeninos. Apenas hubo salido el príncipe, su rostro recobró la misma expresión fría y fingida de antes. Volvió al círculo donde el vizconde proseguía sus relatos. Y simuló de nuevo escucharlo, esperando la ocasión de marcharse, porque el motivo de su venida ya estaba cumplido.
Anna Pávlovna decía:
—¿Y qué piensa de esa última comedia du sacré de Milán? Et la nouvelle comédie des peuples de Genes et de Lucques, qui viennent présenter leur voeux a M. Buonaparte? M. Buonaparte assis sur un trône, et exauçant les voeux des nations! Adorable! Non, mais c’est à en devenir folle! On dirait que le monde entier a perdu la tête.[38]
El príncipe Andréi sonrió irónico, mirando fijamente a Anna Pávlovna.
—“Dieu me la donne, gare à qui la touche”— dijo (palabras de Bonaparte en el momento de su coronación). —On dit qu’il a été tres beau en prononçant ces paroles—[39] añadió; y las repitió en italiano: —“Dio mi la donna, guai a chi la tocca.”
—J’espére enfin— continuó Anna Pávlovna —que ça a été la goutte d’eau qui fera déborder le verre. Les souverains ne peuvent plus supporter cet homme, qui menace tout.[40]
—Les souverains? Je ne parle pas de la Russie— dijo desolado y cortésmente el vizconde. —Les souverains, madame! Qu’ont-ils fait pour Louis XVI, pour la reine, pour Madame Elisabeth? Rien— prosiguió animándose. —Et croyez-moi, ils subissent la punition pour leur trahison de la cause des Bourbons. Les souverains? Ils envoient des ambassadeurs complimenter l’usurpateur.[41]
Y con un suspiro de menosprecio cambió de postura. El príncipe Hipólito, que desde hacía tiempo observaba al vizconde a través de los impertinentes, se volvió en ese instante hacia la pequeña princesa y le pidió una aguja, para mostrarle, dibujándolo sobre la mesa, el escudo de los Condé. Gravemente, le fue explicando aquel escudo, como si ella se lo hubiese preguntado.
—Bâton de gueules, engrêlé de gueules d’azur; maison Condé—[42] dijo.
La princesa escuchaba sonriendo.
—Si Bonaparte continúa un año más en el trono de Francia— siguió el vizconde con el aire de un hombre que no escucha a los demás, sino que, en un asunto que conoce mejor que nadie, sigue únicamente el curso de las propias ideas, —las cosas llegarán demasiado lejos. Con la intriga, la violencia, el destierro, las ejecuciones, la sociedad —hablo de la buena sociedad francesa— quedará destruida para siempre, y entonces…
Alzó los hombros y abrió los brazos. Pierre quiso decir algo, porque la conversación le interesaba, pero la vigilante Anna Pávlovna se lo impidió.
—El emperador Alejandro— dijo con la tristeza con que siempre acompañaba sus palabras al hablar de la familia imperial —ha declarado que dejará que los franceses elijan su forma de gobierno. Y yo creo sin dudar que toda la nación, liberada del usurpador, se echará en brazos del rey legítimo— añadió, procurando ser amable con el emigrado realista.
—Lo dudo— dijo el príncipe Andréi. —Monsieur le vicomte cree, y con toda razón, que las cosas han llegado ya demasiado lejos. Pienso que será difícil volver al pasado.
—Por cuanto he oído— dijo Pierre ruborizándose e interviniendo de nuevo en la conversación, —casi toda la nobleza se ha puesto de parte de Napoleón.
—Son los bonapartistas quienes lo dicen— repuso el vizconde, sin mirar a Pierre. —Ahora es difícil conocer la opinión social de Francia.
—Buonaparte l’a dit—[43] objetó el príncipe Andréi con una sonrisa. (Era evidente que el vizconde no le gustaba y, aun cuando no lo mirase, sus palabras iban dirigidas contra él.) —“Je leur ai montré le chemin de la glorie— añadió tras un breve silencio, repitiendo las palabras de Napoleón. —Ils n’en ont pas voulu; je leur ai ouvert mes antichambres, ils se sont précipités en foule…” Je ne sais pas à quel point il a eu le droit de le dire.[44]
—Aucun—[45] respondió el vizconde. —Después del asesinato del duque, hasta los hombres más parciales dejaron de ver en él a un héroe. Si même ç’a été un héros pour certaines gens— prosiguió, volviéndose a Anna Pávlovna, —depuis l’assassinat du duc il y a un martyr de plus dans le ciel, un héros de moins sur la terre.[46]
Todavía no habían tenido tiempo Anna Pávlovna y los demás de apreciar con una sonrisa las palabras del vizconde cuando Pierre irrumpió de nuevo en la conversación. Anna Pávlovna, aun previendo que el joven iba a decir algo incorrecto, ya no pudo contenerlo.
—La ejecución del duque de Enghien— dijo Pierre —era una necesidad de Estado; donde yo veo grandeza de ánimo es precisamente en el hecho de que Napoleón no haya tenido el temor de cargar, él solo, con toda la responsabilidad.
—Dieu! Mon Dieu!— murmuró aterrorizada Anna Pávlovna.
—Comment, monsieur Pierre, vous trouvez que l’assassinat est grandeur d’âme?—[47] dijo la pequeña princesa sonriendo y acercando hacia sí su labor.
—¡Ah! ¡Oh!— exclamaron varias voces.
—Capital!— dijo en inglés el príncipe Hipólito, dándose unos golpes en la rodilla con la palma de la mano. El vizconde se limitó a encogerse de hombros.
Pierre miraba triunfalmente a los oyentes por encima de sus anteojos.
—Digo eso— prosiguió con desesperada decisión —porque los Borbones han huido de la revolución dejando al pueblo entregado a la anarquía; sólo Napoleón supo comprender la revolución y vencerla. Por eso, y por el bien común, no podía detenerse ante la vida de un solo hombre.
—¿No quiere pasar a esa otra mesa?— dijo Anna Pávlovna.
Pero, sin contestar, Pierre continuó su discurso, cada vez más animado.
—Sí, Napoleón es grande porque supo ponerse por encima de la revolución, reprimiendo sus abusos y tomando cuanto tenía de bueno: la igualdad de los ciudadanos, la libertad de palabra y de prensa, y tan sólo por eso conquistó el poder.
—Así sería si al tomar el poder, sin valerse del asesinato, lo hubiera devuelto al rey legítimo— dijo el vizconde; —entonces yo lo llamaría gran hombre.
—No podía hacerlo. El pueblo le dio el poder para que lo librara de los Borbones y porque veía en él a un gran hombre. La revolución fue una gran empresa— continuó Pierre, mostrando con estos conceptos audaces y provocadores su extrema juventud y el deseo de expresar lo más rápidamente posible todo cuanto pensaba.
—¿La revolución y el regicidio una gran empresa?… Después de esto… Pero ¿no queréis pasar a la otra mesa?— repitió Anna Pávlovna.
—Contrat social!— dijo, con apacible sonrisa, el vizconde.
—No hablo del regicidio. Hablo de las ideas.
—Sí, las ideas de saqueo, de matanzas y regicidio— interrumpió de nuevo la voz irónica.
—Excesos fueron, sin duda. Pero la revolución no consiste sólo en eso. Lo importante son los derechos del hombre, la desaparición de los prejuicios, la igualdad de los ciudadanos. Y Napoleón ha conservado en su integridad estas ideas.
—Libertad e igualdad— dijo desdeñosamente el vizconde como decidiéndose por fin a demostrar al joven la simpleza de sus palabras —son palabras altisonantes en entredicho desde hace mucho tiempo. ¿Quién no ama la libertad y la igualdad? Nuestro Salvador predicaba la libertad y la igualdad. ¿Es que después de la revolución los hombres son más felices? Al contrario. Nosotros queríamos la libertad y Bonaparte la ha destruido.
El príncipe Andréi miraba sonriente, ya a Pierre, ya al vizconde, ya a la dueña de la casa. En un principio, Anna Pávlovna, a pesar de sus hábitos sociales, quedó aterrada ante las acometidas de Pierre, pero cuando vio que a despecho de esas sacrílegas palabras el vizconde no se enfurecía, y cuando se convenció de que no era posible modificar lo dicho, cobró ánimos y decidió hacer frente común con el vizconde y atacar a Pierre.
—Mais, mon cher monsieur Pierre—[48] dijo, —¿cómo califica de grande a un hombre que ha hecho matar al duque, no ya como duque, sino como persona, sin culpa y sin formación de causa?
—Yo le preguntaría— añadió el vizconde —cómo explica monsieur el 18 de Brumario. ¿No es, acaso, un engaño? C’est un escamotage qui ne ressemble nullement à la maniere d’agir d’un grand homme.[49]
—¿Y los prisioneros de África a los que hizo matar?— dijo la pequeña princesa. —¡Es horrible!— y se encogió de hombros.
—C’est un roturier, vous aurez beau dire—[50] sentenció el príncipe Hipólito.
Pierre no sabía a quién responder; miraba a todos sonriente. Pero su sonrisa no era semejante a la de los demás hombres, que se funde con algo distinto de la sonrisa. Por el contrario, cuando él sonreía, desaparecía la expresión seria y un tanto huraña de su rostro dando lugar a otra infantil y bondadosa, quizá un poco ingenua, que parecía pedir perdón.
El vizconde, que lo veía por primera vez, comprendió que aquel jacobino no era tan terrible como sus palabras.
Todos guardaban silencio.
—¿Cómo quieren ustedes que conteste a todos a la vez?— comentó el príncipe Andréi. —Además, en los actos de un hombre de Estado hay que diferenciar entre los del hombre privado, los del jefe militar y los del Emperador. Así me lo parece.
—Desde luego, desde luego— dijo Pierre, alegrándose por la ayuda prestada.
—No puede negarse— prosiguió el príncipe Andréi —que Napoleón, como hombre, fue muy grande en el puente de Arcola y en el hospital de Jaffa, donde estrechó la mano de los apestados, pero… hay otros actos que difícilmente pueden justificarse.
El príncipe Andréi, que evidentemente había querido dulcificar las impertinencias de Pierre, se levantó para salir e hizo una señal a su esposa.
En eso, el príncipe Hipólito se puso en pie, detuvo a todos, les rogó con un ademán que se sentaran y dijo:
—Ah! Aujourd’hui on m’a raconté une charmante anecdote moscovite; il faut que je vous en régale. Vous m’excusez, vicomte, il faut que je la raconte en russe. Autrement on ne sentira pas le sel de l’histoire.[51]
Y el príncipe Hipólito se puso a hablar en ruso, con el acento de los franceses que han pasado un año en Rusia. Y tanta era la vivacidad e insistencia con que solicitaba atención que todos se detuvieron.
—En Moscú hay una señora muy avara, une dame. Tenían que seguirla dos valets de pied[52] tras la carroza, y ambos de buena estatura; así le gustaba. También tenía una femme de chambre todavía más alta. Dijo…
Aquí el príncipe Hipólito se paró a pensar; se veía que tropezaba con dificultades.
—Dijo… sí, dijo: “Muchacha (à la femme de chambre), ponte la livrée y sigue tras la carroza faire des visites”.[53]
El príncipe Hipólito rompió en este punto en una carcajada antes de que sus oyentes encontraran motivos de reírse, lo que produjo una impresión desfavorable para el narrador. A pesar de todo, algunas personas —y entre ellas la señora de edad y Anna Pávlovna— sonrieron.
—Salió la dama. De pronto se alzó mucha ventolera y la muchacha perdió su sombrero. Sus cabellos largos se despeinaron…
No pudo contenerse más y terminó entre risas convulsas:
—Y todos lo supieron…
Así concluyó la anécdota. Y aun cuando nadie comprendía por qué había de contarla precisamente en ruso, Anna Pávlovna y los demás apreciaron el tacto mundano del príncipe Hipólito, quien puso un final grato a las desagradables y poco amables opiniones de Pierre. Las conversaciones, después de la anécdota, se redujeron a breves y dispersos comentarios sobre el baile o espectáculo pasado y futuro, y sobre el lugar y día en que volverían a verse.