XI
La condesa estaba tan cansada de las visitas que dio orden de no recibir a nadie más, y el portero fue encargado de invitar a comer a cuantos viniesen a felicitarla.
Deseaba la condesa conversar a solas con su amiga de la infancia, la princesa Anna Mijáilovna, a la que no había vuelto a ver desde que ésta volviera de San Petersburgo. Anna Mijáilovna, con su rostro atractivo, ajado por las lágrimas, se acercó más al sillón de la condesa.
—Seré completamente sincera contigo— dijo Anna Mijáilovna; —ya no nos quedan muchos amigos viejos… por eso estimo tanto tu amistad.
Anna Mijáilovna miró a Vera y se detuvo. La condesa estrechó la mano de su amiga.
—Vera— dijo, volviéndose a su hija mayor, que no era, evidentemente, la preferida, —no os dais cuenta de nada, ¿no ves que estás de más aquí? Vete con tus hermanas o…
La hermosa Vera sonrió desdeñosamente, pero no pareció ofendida.
—Si me lo hubiera dicho antes, maman, me habría ido— y se dirigió hacia su cuarto.
Pero al atravesar el salón de los divanes vio cerca de cada ventana a dos parejas simétricamente sentadas. Se detuvo y sonrió con desprecio. Sonia estaba muy cerca de Nikolái, que copiaba para ella unos versos, los primeros que componía. Borís y Natasha sentados cerca de la otra ventana callaron al entrar Vera: Sonia y Natasha la miraron con caras culpables y felices.
Era conmovedor y divertido contemplar a esas chiquillas enamoradas, pero su vista no agradó a Vera.
—¿Cuántas veces os he pedido que no toquéis lo que es mío?— dijo. —Ya tenéis vuestras habitaciones.
Y cogió el tintero del que se servía Nikolái.
—Un momento, un momento— dijo él, mojando la pluma.
—No sabéis hacer nada a derechas— continuó Vera. —Hace poco entrasteis en el salón de tal manera que todos se avergonzaron de veras.
Aunque lo que decía era justo (o tal vez porque lo era) ninguno replicó, y los cuatro se miraron. Vera se detuvo en la habitación con el tintero en la mano.
—¿Qué secretos puede haber a vuestra edad entre Natasha y Borís y entre vosotros? Todo eso son tonterías.
—Pero ¿a ti qué te importa, Vera?— dijo Natasha con voz dulce como intercediendo.
Aquel día se sentía más bondadosa y cariñosa con todos que nunca.
—Es una gran tontería— repitió Vera, —me avergüenzo de vosotros. ¡Qué secretos ni que…!
—Cada uno tiene sus secretos, nosotros no nos metemos contigo y con Berg— respondió acaloradamente Natasha.
—Creo que me dejáis tranquila porque en mis actos no puede haber nunca nada malo. Le diré a mamá cómo te portas con Borís.
—Natalia Ilínishna se porta muy bien conmigo— intervino Borís, —no puedo quejarme.
—Déjelo, Borís. Es usted tan diplomático…— (la palabra diplomático estaba muy en boga entre los muchachos, que le daban un particular sentido). —Hasta resulta aburrido— dijo Natasha, con voz temblorosa y resentida, —¿por qué no me dejará tranquila? Tú no lo comprenderás nunca— prosiguió volviéndose a Vera —porque nunca has amado a nadie. No tienes corazón, no eres más que una Madame de Genlis (este apodo, que consideraban muy ofensivo, se lo había puesto Nikolái) y tu mayor placer es fastidiar a los demás. Coquetea con Berg cuanto quieras— concluyó rápidamente.
—Seguro que yo no corro detrás de un joven cuando hay visitas…
—¡Vaya, ya has conseguido lo que te proponías!— intervino Nikolái. —Has dicho muchas cosas desagradables y nos has disgustado a todos. Vámonos al cuarto de los niños.
Los cuatro, como una bandada de pájaros asustados, se levantaron y salieron de la estancia.
—Es a mí a quien han dicho cosas desagradables; pero yo no dije nada a ninguno— concluyó Vera.
—¡Madame de Genlis! ¡Madame de Genlis!— gritaron los cuatro riendo tras la puerta.
La hermosa Vera, que a todos producía la misma fastidiosa impresión, sonrió sin parecer ofendida por nada de cuanto le habían dicho. Se acercó al espejo, se arregló el chal y los cabellos. La vista de su bello rostro la tornó aún más fría y más tranquila.
La conversación proseguía en el salón.
—Ah, chère— decía la condesa, —tampoco en mi vida es todo color de rosa… ¿Acaso no veo que du train que nous allons[72] nuestra fortuna no podrá durar mucho? La culpa de todo la tienen el club y su tolerancia. ¿Acaso vivimos y descansamos cuando salimos al campo? Teatros, cacerías y Dios sabe qué otras cosas. Pero no hablemos de mí. Dime, ¿cómo lo has conseguido? Con frecuencia me asombro, Annette, de que a tu edad vayas sola en un coche de Moscú a San Petersburgo y de que visites a todos los ministros, a todos los personajes; sabes tratar a todos. Dime, ¿cómo lo has conseguido? Yo nada de eso podría hacer.
—¡Ay, amiga mía!— respondió la princesa Anna Mijáilovna. —Dios no quiera que llegues a saber lo duro que es quedarse viuda, sin apoyo, con un hijo al que amas con verdadera pasión. Se aprende de todo— continuó con cierto orgullo. —El pleito me enseñó. Si tengo que ver a algún personaje, escribo un billete: Princesse une telle[73] desea ver a fulano, y yo misma en coche de alquiler voy dos, tres, cuatro veces, hasta que logro lo que necesito. Poco me importa lo que puedan pensar de mí.
—Pero ¿cómo lo has hecho? ¿A quién has hablado de Borís?— preguntó la condesa. —Ya ves, tu hijo es oficial de la Guardia, mientras Nikolái no pasa de cadete. No hay quien se encargue de gestionarlo. ¿A quién se lo has pedido?
—Al príncipe Vasili. Estuvo muy amable. Accedió sin hacerse rogar y lo recomendó al Emperador— dijo con entusiasmo la princesa Anna Mijáilovna, sin recordar nada de las humillaciones que había tenido que sufrir para alcanzar su propósito.
—¿Ha envejecido el príncipe Vasili?— preguntó la condesa. —No lo he visto desde las funciones de teatro que dimos en casa de los Rumiántsev. Supongo que se habrá olvidado de mí. Il me faisait la cour[74]— recordó la condesa sonriendo.
—Sigue siendo el mismo— replicó Anna Mijáilovna. —Amable, obsequioso. Les grandeurs ne lui ont pas tourné la tête du tout.[75] “Siento no poder hacer más por usted, querida princesa; mande usted”, me dijo. Sí, es un hombre excelente, un buen pariente. Tú, Nathalie, conoces el amor que siento por mi hijo. No sé qué haría por su felicidad. Pero mis asuntos van tan mal— continuó Anna Mijáilovna con tristeza, bajando la voz, —tan mal, que me hallo en una situación verdaderamente terrible. Mi desgraciado pleito consume todo lo que tengo, y no avanza. Puedes creerme, pero à la lettre, no tengo ni diez kopeks y ni sé con qué voy a pagar el equipo de Borís— sacó el pañuelo y rompió a llorar. —Necesito quinientos rublos y sólo tengo un billete de veinticinco: en esa situación me encuentro… Ahora, mi única esperanza es el conde Kiril Vladimírovich Bezújov. Si no quiere ayudar a su ahijado (es padrino de Borís) y asignarle alguna suma, todos mis afanes habrán sido en vano. No podré hacerle el equipo.
La condesa vertió unas lágrimas y reflexionó en silencio.
—Con frecuencia pienso, y puede ser un pecado— continuó Anna Mijáilovna, —pero pienso siempre que el conde Kiril Vladimírovich Bezújov vive solo… con tan inmensa fortuna… ¿Para qué vive? Para él la vida es penosa, y en cambio, para Borís, la vida está empezando.
—Es muy probable que deje algo para Borís— dijo la condesa.
—Dios lo sabe, chère amie. ¡Estos grandes señores son tan egoístas! Mas, a pesar de todo, voy a ir a su casa con Borís y le diré francamente cómo están las cosas. Que piensen de mí lo que quieran, me es indiferente cuando está en juego el porvenir de mi hijo— la princesa se puso en pie. —Son las dos y vosotros coméis a las cuatro, tendré tiempo de ir.
Y con los modales de una práctica dama de San Petersburgo que sabe aprovechar el tiempo, Anna Mijáilovna mandó buscar a su hijo y salió con él a la antesala.
—Adiós, querida— dijo a la condesa, que la acompañaba hasta la puerta. —Deséame éxito— añadió a media voz para que no la oyese su hijo.
—¿Va a casa del conde Kiril Vladimírovich Bezújov, ma chère?— preguntó el conde, que salía del comedor. —Si se encuentra mejor, diga a Pierre que lo invito a comer. Me visitaba a veces y bailaba con las niñas. No se olvide de invitarlo, ma chère. Bien, vamos a ver cómo se luce Tarás hoy. Dice que en la casa del conde Orlov no hubo nunca una comida semejante a la que vamos a tener nosotros.