IX

Al día siguiente de la revista, Borís, vestido con su mejor uniforme y acompañado de los buenos deseos de su compañero Berg, se acercó a Olmütz para ver a Bolkonski con el fin de sacar partido de sus buenas disposiciones y colocarse lo mejor posible; le apetecía sobre todo verse ayudante de campo de algún gran personaje. Tal cosa le parecía lo más digno de ambición en el ejército. “Para Rostov, a quien su padre envía miles de rublos, está muy bien eso de que no quiera humillarse delante de nadie y de que no le guste ser lacayo; pero yo, que no tengo nada más que mi cabeza, debo hacer carrera y no dejar que la ocasión se me escape de las manos sin aprovecharme de ella.”

No encontró aquel día al príncipe Andréi en Olmütz. Pero el aspecto de la ciudad, donde estaba el Cuartel General y el cuerpo diplomático y donde se hallaban los dos Emperadores con sus séquitos respectivos —cortesanos y familiares—, aumentó todavía más en el joven el deseo de penetrar en aquellas esferas superiores.

No conocía a nadie y, a pesar de su elegante uniforme de oficial de la Guardia, todas aquellas personas que desfilaban por las calles con sus magníficos coches, plumajes, bandas y condecoraciones, cortesanos y militares, parecían tan por encima de él, simple oficial de la Guardia, que no sólo no querían, sino que tampoco podían darse cuenta de su existencia. En el cuartel general de Kutúzov, adonde fue en busca de Bolkonski, todos esos ayudantes de campo, y hasta los asistentes, lo miraron como queriendo darle a entender que eran muchos los oficiales como él que iban por allí y que todos resultaban igualmente inoportunos. A pesar de ello, o tal vez a consecuencia de ello, al día siguiente, el 15, por la tarde, volvió a Olmütz y, entrando en la casa ocupada por Kutúzov, preguntó por Bolkonski. El príncipe Andréi estaba allí y Borís fue llevado a una espaciosa sala donde seguramente se había bailado en otros tiempos; ahora había cinco camas y algunos muebles desparejados: una mesa, varias sillas y un clavicordio. Cerca de la puerta, sentado ante la mesa, escribía un ayudante de campo, vestido con un batín persa. Otro, colorado y grueso, Nesvitski, estaba tendido en una de las camas, con las manos bajo la cabeza, y reía con el oficial sentado junto a él. El tercero tocaba un vals vienés en el clavicordio. Un cuarto, acodado sobre el instrumento, canturreaba a media voz. Ninguno de ellos cambió de postura al darse cuenta de la presencia de Borís. El que estaba escribiendo, y a quien Borís se dirigió, se volvió con gesto malhumorado y le dijo que Bolkonski estaba de servicio y que entrase, si necesitaba verlo, por la puerta de la izquierda, a la sala de recepción. Borís le dio las gracias y se dirigió a la sala. Había allí una docena de oficiales y generales.

En el momento de entrar Borís, el príncipe Andréi, entornados despectivamente los ojos —con esa especial expresión de cansada cortesía que dice abiertamente: “No hablaría con usted si no tuviese la obligación de hacerlo”—, escuchaba a un viejo general ruso con muchas condecoraciones que, casi de puntillas, estirado, con el rostro enrojecido y una casi humilde expresión obsequiosa, informaba de algo al príncipe Andréi.

—Muy bien… Tenga la bondad de esperar— dijo al general en ruso, pero con pronunciación francesa que empleaba cuando quería expresar desdén; al darse cuenta de la presencia de Borís, dejó de atender al general (que seguía suplicándole que lo escuchara) y lo saludó alegremente.

En ese instante Borís comprendió con toda claridad lo que presentía desde el principio: que en el ejército, además de la subordinación y la disciplina escrita en los reglamentos, enseñada en el regimiento y tan conocida por él, existía otra subordinación más esencial: la que obligaba al general, de rostro cárdeno y abotagado, a esperar respetuosamente, mientras que un capitán, el príncipe Andréi, encontraba más oportuno, para satisfacción propia, charlar con el subteniente Drubetskói. Ahora más que nunca Borís hizo firme propósito de obedecer esa subordinación no escrita, y no la fijada en los reglamentos. Intuyó en ese momento que el hecho de ser recomendado al príncipe Andréi lo hacía superior a ese general que, en otras circunstancias, en el frente, habría podido aniquilar a un subteniente de la Guardia.

El príncipe Bolkonski se acercó a Borís y le estrechó la mano.

—Lástima que no me encontrara ayer. Tuve que pasar todo el día con los alemanes; fui con Weyrother a revisar el cumplimiento de la orden de operaciones, y cuando los alemanes se ponen en plan meticuloso, no acaban nunca.

Borís sonrió como si comprendiera las alusiones del príncipe, pero hasta aquel entonces no había oído hablar de Weyrother ni de la orden de operaciones.

—¿Así pues, amigo mío, quiere ser ayudante de campo? He pensado en usted durante este tiempo.

—Sí, yo había pensado— dijo Borís, ruborizándose de pronto —solicitar que me admitieran de ayudante del general en jefe; él ha recibido una carta del príncipe Kuraguin hablándole de mí; lo querría— añadió como excusándose, —porque temo que la Guardia no entre en combate.

—Bien, bien, hablaremos de todo— dijo el príncipe Andréi. —Permítame únicamente que anuncie a este señor y estoy con usted.

Y mientras el príncipe Andréi fue a cumplir su cometido: anunciar al general de rostro colorado, éste, que indudablemente no compartía las ideas de Borís sobre ventajas de la subordinación no escrita, miró de tal manera al atrevido subteniente que había osado interrumpir su conversación con el príncipe Andréi que Borís se sintió embarazado. Se alejó un tanto y esperó con impaciencia a que el príncipe Andréi saliera del despacho del general en jefe.

—Mire lo que pienso— dijo Bolkonski cuando entraron en la gran sala del clavicordio. —Es inútil que acuda al general en jefe; le dirá un montón de gentilezas, lo invitará a cenar— (“no estaría del todo mal, desde el punto de vista de esta subordinación”, pensó Borís), —pero no pasará de ahí. Dentro de poco seremos un batallón entero de ayudantes de campo y oficiales de órdenes. Vamos a hacer lo siguiente: tengo un buen amigo, el general ayudante príncipe Dolgorúkov, hombre excelente; y aunque tal vez usted lo ignore, ni Kutúzov con todo su Estado Mayor ni ninguno de nosotros significamos ahora algo; todo está concentrado en las manos del Emperador. Así que vamos a ver a Dolgorúkov; también yo necesito entrevistarme con él. Ya le he hablado de usted; veremos si hay posibilidad de colocarlo con él o en algún otro sitio, más cerca del sol.

El príncipe Andréi se animaba de manera muy particular cuando tenía la ocasión de orientar y dirigir a un joven a triunfar socialmente. Con el pretexto de esa ayuda para otro que, por orgullo, él jamás habría aceptado para sí, se hallaba cerca de aquel medio social que proporcionaba el éxito, medio por el cual se sentía atraído. Se ocupaba muy gustosamente de Borís y juntos fueron en busca del príncipe Dolgorúkov.

Atardecía ya cuando llegaron al palacio de Olmütz, residencia de los Emperadores y sus séquitos.

Aquel mismo día se había reunido el Consejo Superior de Guerra con asistencia de todos sus miembros y los dos Soberanos. En ese Consejo, contra el parecer de todos los viejos, Kutúzov y el príncipe Schwarzenberg, se había decidido comenzar inmediatamente la ofensiva y presentar batalla general a Bonaparte. Acababa de terminar el Consejo cuando el príncipe Andréi y Borís llegaron al palacio para entrevistarse con Dolgorúkov. Todos los personajes del Cuartel General estaban aún bajo la grata impresión del Consejo, favorable al partido de los jóvenes. Las voces de los que aconsejaban esperar, antes de tomar la ofensiva, habían sido sofocadas con tal unanimidad y sus objeciones rechazadas con argumentos tan evidentes sobre las ventajas de una acción inmediata que la cuestión tratada en el Consejo —la futura batalla y la victoria indudable— parecía no pertenecer ya al porvenir, sino al pasado. Los aliados disponían de todas las ventajas. Fuerzas enormes, que seguramente superaban a las de Napoleón, habían sido concentradas en un solo punto. Las tropas se sentían animadas por la presencia de los Emperadores y ardían en deseos de batirse. El lugar estratégico en que debía darse la batalla era perfectamente conocido por el general austríaco Weyrother, que dirigía los ejércitos (una feliz coincidencia había hecho que las fuerzas austríacas hicieran el año anterior sus maniobras precisamente en el lugar escogido para presentar batalla a los franceses); la región estaba señalada en los mapas hasta con sus más nimios detalles y Bonaparte, visiblemente debilitado, no emprendía acción alguna.

Dolgorúkov, uno de los más ardientes partidarios de la ofensiva, acababa de volver del Consejo, exhausto, rendido, pero rebosando ánimo y orgulloso por el éxito. El príncipe Andréi presentó a su protegido y Dolgorúkov le dio un apretón de manos fuerte y cortés, sin decirle nada: evidentemente era incapaz de contenerse y no exponer las ideas que ocupaban su mente en aquel instante.

—¡Qué batalla acabamos de mantener!— dijo en francés al príncipe Andréi. —Quiera Dios que la que va a ser consecuencia de ella sea igual de victoriosa. Sin embargo, querido— añadió animadamente, con palabras entrecortadas, —debo confesar mi culpa ante los austríacos y especialmente ante Weyrother. ¡Qué exactitud, qué precisión, qué conocimiento del terreno! ¡Qué manera de prever todas las posibilidades, todas las condiciones, hasta los ínfimos detalles! Desde luego, amigo mío, ni aun haciéndolo a propósito podríamos inventar nada más ventajoso que la situación en que nos hallamos. Tenemos la exactitud germana unida al valor ruso, ¿qué más podemos desear?

—Entonces, ¿la ofensiva está definitivamente decidida?— preguntó Bolkonski.

—¿Sabe, amigo? Me parece que Bonaparte ha perdido su sapiencia. Acaba de llegar una carta suya para el Emperador— y Dolgorúkov sonrió con picardía.

—¡Vaya! ¿Y qué dice?— preguntó el príncipe Andréi.

—¿Qué quiere que diga? Que si esto, que si lo otro y que si lo de más allá; todo para ganar tiempo. Le aseguro que está en nuestras manos. Pero lo más divertido del caso— rió bonachonamente Dolgorúkov —es que nadie sabía a quién dirigir la respuesta. Poner cónsul no venía al caso y, claro, mucho menos emperador; a mi parecer se debía dirigir al general Bonaparte.

—Pero, entre no reconocerlo como emperador y tratarlo de general Bonaparte, a mi juicio hay diferencia— dijo Bolkonski.

—De eso se trata— interrumpió riendo Dolgorúkov. —Usted conoce a Bilibin, ¿verdad? Es un hombre inteligentísimo. Pues bien: proponía que dirigiéramos la respuesta “al usurpador y enemigo del género humano”.

Dolgorúkov rió alegremente.

—¿Nada menos?— observó Bolkonski.

—Bilibin, sin embargo, ha encontrado una fórmula seria. Es un hombre ingenioso e inteligente.

—¿Cuál es?

—Au chef du gouvernement français[225]— dijo serio y complacido el príncipe Dolgorúkov. —¿Verdad que eso está bien?

—Bien sí; pero a él no le gustará nada— objetó Bolkonski.

—Ni lo mínimo. Mi hermano lo conoce, ha comido varias veces con él en París, antes de que fuera Emperador, y según él, nunca vio diplomático más sagaz y astuto, ya sabe: la habilidad francesa unida al histrionismo italiano. ¿Conoce sus anécdotas con el conde Markov? Sólo el conde Markov sabía tratarlo. ¿Conoce la historia del pañuelo? Es estupenda.

Y el locuaz Dolgorúkov, volviéndose bien a Borís, bien al príncipe Andréi, contó cómo Bonaparte, deseoso de poner a prueba al embajador ruso, conde Markov, dejó caer a propósito el pañuelo delante de él y se detuvo mirándolo, esperando seguramente que el conde lo recogiese. Pero Markov dejó caer el suyo casi junto al del Emperador y lo recogió dejando el de Bonaparte.

—Charmant!— dijo Bolkonski. —Pero yo he venido, príncipe, en solicitud de un favor para este joven. Es que…

El príncipe Andréi no pudo concluir; un ayudante de campo acababa de entrar para llamar a Dolgorúkov de parte del Emperador.

—¡Oh, qué fastidio!— dijo Dolgorúkov, levantándose rápidamente y estrechando las manos de Bolkonski y Borís. —Haré gustosamente cuanto dependa de mí por usted y por este simpático joven, ya lo sabe— y estrechó de nuevo la mano de Borís con una expresión cordial, bondadosa, sincera, pero superficial. —Pero ya ve… ¡Hasta la próxima!

Borís estaba emocionado de sentirse en aquellos momentos tan cerca del poder supremo. Se veía en contacto con los resortes que regían todos los enormes movimientos de las masas de la que él, en su regimiento, era una parte ínfima y dócil. Salieron al pasillo detrás del príncipe Dolgorúkov y se encontraron con un hombre de talla poco elevada que acababa de salir de la misma estancia en que Dolgorúkov entraba. El hombre que salía de la cámara del Emperador iba vestido de paisano, tenía aspecto inteligente y su prominente mandíbula, lejos de dar a su rostro una apariencia desagradable, le proporcionaba rara vivacidad y una expresión de astucia. Saludó a Dolgorúkov como a un hombre de la casa y, con mirada fija y fría, avanzó hacia el príncipe Andréi, esperando visiblemente a que éste lo saludara o le cediera el paso. Pero Bolkonski no hizo ni una cosa ni otra; el rostro del desconocido no pudo reprimir una expresión de cólera y, desviándose, siguió pasillo adelante.

—¿Quién es?— preguntó Borís.

—Uno de los hombres más notables y, a mi juicio, más antipáticos. Es el ministro de Asuntos Exteriores, príncipe Adam Chartorizhky. Ésos son los hombres que deciden la suerte de los pueblos— dijo Bolkonski, con un suspiro que no pudo contener, cuando salían de palacio.

Al día siguiente las tropas se pusieron en camino y, antes de la batalla de Austerlitz, Borís ya no pudo ver de nuevo al príncipe Andréi ni a Dolgorúkov; por el momento siguió en el regimiento Izmailovski.

Guerra y paz
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