I
A principios de 1806, Nikolái Rostov regresaba con permiso a su casa. Denísov iba a Vorónezh y Rostov lo persuadió de que lo acompañara a Moscú y pasara algunos días en compañía de sus padres. En la penúltima estación de postas, Denísov se encontró con un amigo, bebió con él tres botellas de vino y al acercarse a Moscú, a pesar de los baches del camino, se durmió. Permanecía tumbado en el fondo del trineo, junto a Rostov, que se mostraba cada vez más impaciente conforme se acercaban a la ciudad.
“¿Llegaremos pronto? ¿Llegaremos pronto? ¡Oh, estas insoportables calles con sus tiendas, sus farolas y sus cocheros!”, pensaba Rostov ya en Moscú, después de haber presentado los permisos en el puesto de guardia de las puertas.
—¡Denísov! ¡Hemos llegado!… Está dormido— se dijo, echado todo el cuerpo hacia adelante, como si en esa posición confiara en apresurar la marcha del trineo.
Denísov no respondió.
—Ya estamos en la esquina donde paraba el cochero Zajar… ¡Y ahí está el mismísimo Zajar, con su caballo de siempre, y la tienda en donde comprábamos rosquillas! ¿Cuándo vamos a llegar?
—¿Dónde hay que parar?— preguntó el postillón.
—Al final de la calle; frente a la casa grande. ¡Cómo es que no la ves! Es nuestra casa— dijo Rostov. —¡Denísov! ¡Denísov! ¡Que hemos llegado!
Denísov levantó la cabeza, tosió y no respondió. —¡Dmitri! Hay luz en casa, ¿verdad?— preguntó Rostov al lacayo que iba en el pescante.
—En efecto, es la luz del despacho de su padre.
—No se habrán acostado todavía. ¿Eh? ¿Qué crees? ¡Ah! No te olvides de sacar en seguida mi uniforme nuevo— añadió Rostov atusándose el incipiente bigote. —¡De prisa!— gritó al postillón. —Vasia, despierta— dijo a Denísov, que de nuevo se había dormido. —¡Venga, corre! ¡Tres rublos de propina!— gritó Rostov cuando el trineo estaba ya a tres pasos de la puerta.
Creía que los caballos no se movían.
Finalmente el trineo torció a la derecha, hacia la entrada. Rostov vio la gran cornisa de la casa, que tan bien conocía, con sus desconchados, el porche y la farola de la acera.
Saltó del trineo aún en marcha y rápidamente corrió al vestíbulo. La casa permanecía inmóvil, indiferente, como si no le importara nada quién era el recién llegado. En el vestíbulo no había nadie. “¡Dios mío! ¿Estarán todos bien?”, pensó Rostov; y con el corazón angustiado, después de un minuto de vacilación, subió de cuatro en cuatro los torcidos peldaños de aquella escalera tan familiar; seguía la misma manilla en la puerta —la que tantos disgustos costaba a la condesa por la falta de limpieza—, y pudo abrirla tan fácilmente como de costumbre. Una sola vela brillaba en la antesala.
El viejo Mijaíl dormía sobre un cofre. Prokofi, aquel lacayo tan fuerte capaz de levantar una carroza por el eje trasero, trenzaba, sentado, unos laptis. Miró hacia la puerta que se abría y la expresión soñolienta y apática de su rostro reflejó de pronto entusiasmo y susto.
—¡Dios mío! ¡El joven conde!— exclamó, reconociendo a su señor. —¿Es posible? ¡Qué alegría!— y temblando por la emoción se lanzó hacia la puerta de la sala, probablemente para anunciar su llegada. Pero cambió de idea y se volvió para besar a su joven amo en un hombro.
—¿Están todos bien?— preguntó Rostov, desasiéndose de Prokofi.
—Todos bien, a Dios gracias. Acaban de cenar. Deje que lo mire, Excelencia.
—¿Entonces todo marcha del todo bien?
—¡Sí, sí! ¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios!
Rostov se había olvidado completamente de Denísov y, sin permitir que nadie lo anunciara, se quitó el abrigo de piel y caminando de puntillas corrió hacia la gran sala oscura. Todo estaba igual; las mismas mesas de juego y la misma gran lucerna enfundada. Pero alguien lo había visto ya, porque apenas penetró en la sala algo así como un huracán le salió al encuentro desde una puerta lateral y lo abrazó y besó. Otra persona y otra más corrieron hacia él, llenándolo de abrazos, gritos, besos y lágrimas de alegría. No podía distinguir quién era el padre, quién Natasha, quién Petia. Todos gritaban, hablaban y lo besaban a la vez. Sólo faltaba la madre, y él se dio cuenta de ello.
—¡Y yo no sabía… Nikóleñka!, querido…
—Aquí lo tenemos ya… nuestro Nikóleñka… ¡Cómo ha cambiado! Encended más luces, que traigan té.
—¡Pero bésame también a mí!
—Querido… Y yo…
Sonia, Natasha, Petia, Anna Mijáilovna, Vera, el viejo conde, lo abrazaban a porfía. Los criados y sirvientes habían acudido todos y llenaban la casa de exclamaciones.
—¿Y a mí?— gritaba Petia agarrado a sus piernas.
Natasha, después de haber saltado sobre él y haberlo cubierto de besos, se apartó, sujetando el borde de la guerrera y comenzó a brincar como una cabra sin moverse del sitio, chillando agudamente.
Desde todas partes, los mismos ojos brillantes, llenos de amor, las mismas lágrimas de júbilo y labios que ansiaban besarlo.
Sonia, roja como una peonía, lo sujetaba por un brazo y su mirada feliz resplandecía buscando los ojos de Nikolái. Había cumplido dieciséis años y era muy bella, sobre todo en aquel instante de exaltación feliz y entusiasta. Lo miraba sin quitarle los ojos, sonriendo y conteniendo la respiración. Nikolái la miró agradecido pero todavía seguía buscando. Aún no había aparecido la vieja condesa. Y en eso se oyeron unos pasos tan rápidos tras la puerta que no podían ser los pasos de su madre.
Y sin embargo era ella, vestida con un traje nuevo, que Nikolái no conocía.
Todos se apartaron y Nikolái corrió hacia ella. Al juntarse, la condesa cayó sollozando en sus brazos. No podía levantar la cabeza, que mantenía apoyada contra los fríos galones del uniforme. Denísov, a quien nadie había visto entrar, estaba allí y se frotaba los ojos, mirándolos.
—Vasili Denísov, un amigo de su hijo— dijo presentándose al padre, que lo miraba interrogativamente.
—¡Ah! ¡Sea bienvenido! ¡Sé quién es, lo sé!— dijo el conde, abrazando y besando a Denísov. —Kólenka nos ha escrito… Natasha, Vera, es Denísov.
Todos aquellos rostros felices se volvieron hacia la figura desaliñada de Denísov.
La familia entera lo rodeó.
—¡Querido Denísov!— chilló Natasha, que, arrebatada de entusiasmo y sin darse clara cuenta de lo que hacía, se le echó al cuello, lo abrazó y lo besó.
Los demás quedaron confusos por el acto de Natasha. El propio Denísov se ruborizó, pero, tomando su mano, se la besó sonriendo.
Condujeron a Denísov a una estancia preparada rápidamente para él y todos los Rostov se reunieron en el salón de los divanes en torno a Nikolái.
La vieja condesa, sin abandonar la mano de su hijo, que besaba a cada momento, se sentó junto a él; los demás, dispuestos alrededor de ellos, pendientes de cada gesto, cada palabra, cada movimiento de Nikolái, no separaban de él sus ojos rebosantes de amor y felicidad. El pequeño Petia y sus hermanas se disputaban los puestos, para estar más cerca de Nikolái, y el honor de traerle el té, un pañuelo o la pipa.
Nikolái se sentía muy feliz en medio de aquel afecto, pero la dicha del primer momento había sido tan intensa que todo le parecía poco y seguía esperando más y más.
Al día siguiente los viajeros durmieron hasta pasadas las nueve.
En la habitación vecina, dispersos aquí y allá, había sables, bolsas, correajes, maletas abiertas y botas sucias de barro. Dos pares de botas, relucientes y con espuelas, acababan de ser colocados junto a la pared. Los criados traían jofainas, agua caliente para afeitarse y los uniformes cepillados y limpios. Olía a tabaco y a hombre.
—¡Eh, Grishka! ¡La pipa!— sonó la ronca voz de Denísov. —¡Levántate, Rostov!
Nikolái, frotándose los ojos aún somnolientos, levantó la cabeza revuelta del calor de la almohada.
—¿Es muy tarde?
—Sí, es tarde: más de las nueve— respondió Natasha.
Y en la habitación vecina se oyó el susurro de vestidos almidonados, el cuchicheo, las risas de las muchachas; en la puerta, ligeramente entreabierta, se vio algo azul, cintas, cabellos negros y rostros alegres. Eran Natasha y Sonia, que, con Petia, habían acudido a ver si los hombres estaban ya levantados.
—¡Levántate, Nikóleñka!— repitió junto a la puerta la voz de Natasha.
—En seguida.
Vio Petia uno de los sables y, con el natural entusiasmo que los niños sienten por un hermano mayor que es militar, abrió la puerta, sin reparar en que no estaba bien que las muchachas vieran a los dos hombres en paños menores.
—¿Es tu sable?— gritó.
Las muchachas salieron corriendo.
Denísov, asustado, se tapó las piernas peludas con la manta y se volvió a su compañero en demanda de auxilio. Petia entró y cerró la puerta. Fuera se oyeron risas.
—Nikóleñka, ponte el batín y sal— dijo Natasha.
—¿Es tu sable?— repitió Petia. —¿O es el suyo?— preguntó con obsequioso respeto al bigotudo y moreno Denísov.
Rostov se calzó rápidamente; se puso el batín y salió. Natasha había logrado calzarse una de las botas con espuela e intentaba meter el pie en la otra; Sonia giraba, procurando que su vestido se inflara como un globo, e intentaba sentarse cuando él apareció. Ambas vestían igual, de color azul celeste; ambas tenían la misma encantadora presencia, fresca, sonrosada y alegre. Sonia salió corriendo y Natasha, cogiendo a su hermano del brazo, lo condujo a un diván de la vieja sala de estudio para hablar con él. No terminaban de hacerse preguntas y de contarse cosas sobre un montón de pequeñeces que sólo a ellos podían interesar. Natasha se reía a cada frase que decía su hermano o decía ella, no porque fuera gracioso lo que dijeran, sino porque se sentía alegre y, no pudiendo contener su júbilo, lo expresaba de aquella manera.
—¡Qué bien! ¡Qué maravilla!— añadía después de cada palabra.
Por primera vez en año y medio Rostov sentía en su rostro, al calor de aquel cariño, la sonrisa infantil que no había tenido ni una sola vez desde su partida del hogar.
—Dime…— dijo ella. —¿Eres ya todo un hombre? ¡Me siento tan feliz de que seas mi hermano!…— y le tocaba los bigotes. —Me gustaría saber cómo sois los hombres. ¿Os parecéis a nosotras? ¿Sí?
—¿Por qué se fue Sonia?— preguntó Nikolái.
—¡Oh, es una cosa larga de contar! ¿Cómo le vas a hablar? ¿De usted o de tú?
—Ya veremos— dijo Rostov.
—Trátala de usted. Después te diré por qué.
—¿Pero por qué?
—Bueno, te lo voy a decir ahora. Ya sabes que somos muy amigas, tan amigas que me dejaría quemar la mano por ella. Mira.
Levantó la manga de su vestido de muselina y en el brazo, largo, flaco y delicado, cerca del hombro (en un lugar que suele quedar oculto con los vestidos de baile), mostró una mancha rosácea.
—¿Ves? Lo hice por ella, para probarle mi cariño. Puse una regla al rojo y me quemé.
Sentado en el diván de la vieja sala de estudio, rodeado de cojines y frente a los brillantes y animados ojos de Natasha, Rostov se vio sumido de nuevo en su mundo infantil y familiar, que no tenía sentido más que para él, pero que le proporcionaba uno de los más dulces placeres de su vida; en ese mundo no le parecía inútil la quemadura en el brazo de su hermana como prueba de amor. Lo comprendía y no le causaba asombro.
—¿Y qué más? ¿Eso es todo?
—¡Oh! ¡Somos tan amigas, tan amigas!… Lo de la quemadura no es nada. Somos amigas para siempre. Cuando ella toma cariño a alguien es para toda la vida: yo no lo entiendo así, yo me olvidaría en seguida.
—¡Bueno, bueno! ¿Y qué?
—Sí, Sonia nos ama así a ti y a mí— de pronto Natasha enrojeció. —¿Recuerdas antes de tu partida?… Ella dice que tú debes olvidarlo todo… que te amará siempre, pero que tú debes ser libre. ¿Verdad que es bello y noble? ¡Sí, muy, muy noble!— dijo Natasha con tal gravedad y emoción que era evidente que lo que ahora decía lo había repetido otras veces entre lágrimas.
Rostov quedó pensativo.
—Yo no retiro mi palabra— dijo. —Y además, Sonia es tan encantadora que sólo un loco podría renunciar a esa felicidad.
—¡Oh, no, no!— exclamó Natasha. —Ya hemos hablado de eso. Sabíamos que tú contestarías así. Pero eso es imposible, ¿sabes? Porque de ese modo es que te consideras obligado por tu palabra, y resulta como si ella lo hubiera dicho a propósito. Resulta que tú te casarías con ella forzadamente, y eso no está bien.
Rostov vio que todo aquello estaba muy bien pensado por ellas. La víspera, Sonia lo había fascinado con su belleza; ahora, al verla de refilón, le pareció aún más bella. Era una deliciosa muchacha de dieciséis años que lo amaba apasionadamente; eso no lo ponía en duda ni por un momento. “¿Por qué no he de amarla ahora, y llegar a casarme con ella?” ¡Pero había… ahora tantas alegrías y ocupaciones! “¡Sí, lo han pensado muy bien —se dijo—. Debo permanecer libre!”
—Perfectamente— dijo. —Hablaremos de eso más tarde. ¡Oh, cómo me alegro de verte! Y tú— preguntó, —¿no has traicionado a Borís?
—¡Qué tontería!— exclamó riendo Natasha. —No pienso ni en él ni en nadie, y no quiero saber nada de eso.
—¡Vaya! ¿Y entonces qué piensas?
—¿Yo?— dijo Natasha. Y una sonrisa feliz iluminó su rostro. —¿Has visto a Duport?
—No.
—¿No has visto al célebre Duport, el bailarín? ¡Oh, entonces no comprenderás! Mira, mira lo que hago.
Y doblando los brazos, Natasha alzó la falda como si fuera a danzar; se alejó un poco corriendo, se volvió, hizo una reverencia, se puso sobre las puntas de los pies y anduvo así unos pasos.
—¿Ves lo que hago?— dijo. Pero no pudo mantenerse mucho tiempo en aquella postura. —Ya ves lo que puedo hacer. No me casaré nunca: seré bailarina. Pero no se lo digas a nadie.
Rostov estalló en una risa tan sonora y alegre que Denísov, en su habitación, sintió envidia. Natasha rió también con su hermano, sin poder dominarse.
—¿Verdad que está bien?— preguntó.
—Bien, pero entonces, ¿ya no quieres casarte con Borís?
Natasha enrojeció.
—No quiero casarme con nadie; se lo diré no bien lo vea.
—¡Vaya!— dijo Rostov.
—Pero todo eso son tonterías— continuó Natasha. —Y Denísov, ¿es bueno?— preguntó.
—Sí.
—Bien, ve a vestirte. Y Denísov, ¿no da miedo?
—¿Por qué va a dar miedo?— preguntó Nikolái. —No, Vaska es muy bueno.
—¿Lo llamas Vaska?… ¡Qué extraño! ¿Y es bueno de veras?
—Sí, buenísimo.
—Me voy, date prisa para el té; lo tomaremos todos juntos.
Natasha volvió a ponerse sobre las puntas de los pies y salió de la estancia como hacen las bailarinas, pero con esa sonrisa que sólo tienen las jovencitas de quince años cuando son felices. Al encontrarse con Sonia en la sala, Rostov se ruborizó. No sabía cómo tratarla. La víspera, en el primer instante, se habían besado, con el júbilo de volverse a ver, pero ahora se daban cuenta de que no debían haberlo hecho. Él sentía que su madre, sus hermanas, todos, lo miraban con curiosidad y se preguntaban cómo iba a portarse con ella. Le besó la mano y la trató de usted, pero sus ojos, al encontrarse, se tutearon y se besaron con ternura. La mirada de Sonia pedía perdón por haberse atrevido a recordarle su promesa, mediante la embajada de Natasha, y le agradecía su cariño. Nikolái, también con la mirada, le agradecía su ofrecimiento de libertad y aseguraba que, de una manera u otra, nunca dejaría de amarla, porque eso era imposible.
—Es muy extraño que Sonia y Nikóleñka se traten ahora de usted como si fueran dos extraños— comentó Vera, aprovechando un instante de silencio.
La observación de Vera era justa, como siempre, pero, como solía ocurrir, todos se sintieron violentos. Y no sólo Sonia y Nikolái; la misma vieja condesa, que temía el amor de su hijo por Sonia, viendo en él un obstáculo para un matrimonio brillante, enrojeció como una chiquilla. Denísov, con gran asombro de su amigo, entró en la sala con uniforme nuevo, peinado y perfumado, tan presumido como le gustaba mostrarse en las batallas y tan amable con las damas y los caballeros como Rostov no esperaba verlo jamás.