IX

En el centro del escenario había unas tablas rectas y a los lados cartones pintados representaban árboles; al fondo había una tela extendida sobre un bastidor de madera. Varias jóvenes de corpiño rojo y falda blanca estaban sentadas en el centro; otra, muy gruesa, con traje de seda blanca, permanecía aparte, sentada en un banco, tras el cual habían colocado otro cartón verde. Todas cantaban algo; cuando concluyeron, la del banco se acercó a la concha del apuntador. Le salió al encuentro un hombre vestido con calzón de seda blanca que ceñía sus gruesas piernas, con un penacho en el sombrero y un puñal, y se puso a cantar moviendo mucho los brazos.

El hombre de los calzones ceñidos cantó solo; después cantó ella. Callaron los dos y la música volvió a comenzar: el hombre tomó la mano de la joven del vestido blanco, en espera del compás de entrada para cantar juntos. Cantaron los dos y los espectadores aplaudieron y gritaron con entusiasmo, mientras que el hombre y la mujer, que en escena representaban a unos enamorados, sonreían y saludaban abriendo los brazos.

Recién venida del campo, y en el extraño estado de ánimo en que se encontraba, todo aquello le pareció a Natasha absurdo y grotesco. No podía seguir el desarrollo de la ópera, ni siquiera oír la música; veía sólo cartones pintados, hombres y mujeres extrañamente vestidos, que bajo una luz muy intensa se movían, hablaban y cantaban de manera rara. Sabía lo que eso debía representar, pero todo era tan falso, tan poco natural, que unas veces se avergonzaba por los actores y otras veces le parecían ridículos. Miraba en derredor los rostros de los espectadores, buscando en ellos ese mismo sentimiento de ironía y asombro que sentía en sí, pero todas las caras denotaban atención por lo que sucedía en la escena y expresaban una admiración que a Natasha le parecía ficticia. “Probablemente debe de ser así”, se dijo. Miraba sucesivamente las filas de cabezas bien peinadas en el patio de butacas, los escotes de las mujeres en los palcos y, sobre todo, a su vecina, Elena, que, muy escotada, con su eterna sonrisa, no quitaba los ojos del escenario. Natasha sentía la luz clara que llenaba la sala y el ambiente caldeado por la multitud. Poco a poco fue sumiéndose en un estado de abstracción que hacía tiempo no experimentaba. Ya no recordaba quién era, dónde estaba ni qué ocurría a su alrededor. Miraba a todos y pensaba; por su mente desfilaban, sin relación alguna entre sí, las ideas más extrañas e inesperadas: ya se le ocurría saltar al proscenio y cantar el aria de la soprano; ya deseaba tocar con su abanico a un viejecillo sentado cerca de ella; o bien inclinarse hacia Elena y hacerle cosquillas.

En uno de esos instantes en que en la escena todo es silencio, a la espera de que comience un aria, la puerta de entrada al patio de butacas se abrió hacia donde estaba el palco de los Rostov y se oyeron los pasos de un hombre. “Ahí está Kuraguin”, murmuró Shinshin. La condesa Bezújov se volvió sonriendo hacia el que entraba. Natasha miró en la misma dirección y vio a un ayudante de campo de extraordinaria belleza, que se acercaba al palco de su hermana. Era Anatole Kuraguin, al que había visto y recordaba del baile de San Petersburgo. Lucía ahora su uniforme de ayudante de campo, con charreteras y cordones. Caminaba con aire gallardo y bizarro que habría resultado ridículo de no ser tan atractivo y de no expresar en su hermoso rostro jovialidad y alegría. A pesar de haber comenzado la representación, avanzaba sobre la alfombra del pasillo sin prisa, haciendo tintinear levemente las espuelas y el sable y erguida la espléndida y perfumada cabeza. Lanzó una mirada a Natasha, se acercó a su hermana, apoyó la mano enguantada en el antepecho del palco, la saludó con la cabeza y le preguntó algo, señalando con los ojos a Natasha.

—Mais charmante— dijo evidentemente por Natasha, que más que oírlo lo comprendió por el movimiento de sus labios.

Después pasó a la primera fila y se sentó junto a Dólojov, al que dio amistosamente con el codo, a ese mismo Dólojov a quien los demás adulaban tanto. Le sonrió, guiñando alegremente un ojo, y apoyó el pie contra el barrote de las candilejas.

—Cuánto se parecen los dos hermanos y qué guapos son— comentó el conde.

Shinshin, a media voz, contaba a Rostov una de las historias de Kuraguin en Moscú; Natasha procuró oírlo, sólo porque Anatole había dicho que era charmante.

Terminó el primer acto; en el patio de butacas todos se levantaron, se mezclaron y comenzaron a salir.

Borís acudió al palco de los Rostov. Recibió con mucha sencillez las felicitaciones y, enarcando las cejas y con distraída sonrisa, rogó a Natasha y a Sonia que asistieran a su boda, en nombre de su prometida, y se retiró. Natasha, sonriente y con cierta coquetería, conversó con él y felicitó a aquel mismo Borís de quien en otro tiempo estuvo enamorada. En ese estado de embotamiento todo le parecía simple y natural.

Elena, con su gran escote, permanecía junto a Natasha y sonreía a todos; de la misma manera sonrió Natasha a Borís.

El palco de la condesa se llenó de gente y desde el patio de butacas acudían a saludarla los hombres más linajudos e ingeniosos, empeñados, al parecer, en demostrar a todos su amistad con ella.

Durante todo el entreacto, Kuraguin permaneció de pie junto a las candilejas, al lado de Dólojov, sin dejar de mirar hacia el palco de los Rostov. Natasha sabía que estaba hablando de ella, y eso le agradaba. Se volvió de manera que la viesen de perfil, creyendo que esa postura la favorecía. Antes de dar comienzo el segundo acto, apareció Pierre en el patio de butacas, a quien los Rostov no habían visto desde su llegada. Su rostro parecía triste, y estaba más grueso que la última vez que lo vio Natasha. Sin fijarse en nadie, avanzó hasta la primera fila; Anatole se acercó a él y le dijo algo, señalando el palco de los Rostov, Pierre se animó al ver a Natasha y se acercó presuroso al palco. Se acodó en el antepecho y charló animadamente largo rato con ella.

Durante su conversación con Pierre, Natasha oyó una voz varonil en el palco de la condesa Bezújov; adivinó que se trataba de Kuraguin. Se volvió y sus ojos se encontraron. Él, casi sonriente, la miró a los ojos con tal admiración y ternura que se le hizo extraño estar tan cerca de aquel hombre, mirarlo así, estar convencida de gustarle y no conocerlo.

En el segundo acto, la decoración representaba monumentos y un agujero abierto en la tela figuraba la luna. Apagaron las luces del proscenio y en la orquesta las trompas y los contrabajos tocaron con sordina; de derecha e izquierda entraron en escena muchas personas vestidas con mantos negros. Agitaban los brazos y en sus manos tenían algo parecido a un puñal. Después llegaron otros, que arrastraban a la que en el primer acto llevaba vestido blanco, y ahora uno azul. No se la llevaron de primeras; cantaron con ella durante un buen rato y luego la arrastraron fuera del escenario. Entre bastidores dieron tres golpes sobre algo metálico, todos se pusieron de rodillas y entonaron una plegaria. Todo ello fue interrumpido varias veces por los gritos entusiastas de los espectadores.

Durante el acto, cada vez que Natasha miraba hacia el patio de butacas, sus ojos se encontraban con los de Anatole Kuraguin, quien, apoyado el brazo en el respaldo de la butaca, no dejaba de mirarla. A Natasha le agradaba aquella admiración, sin imaginarse que en ello hubiera algo censurable.

Al terminar el segundo acto, la condesa Bezújov se levantó y, volviéndose hacia Rostov, sin hacer caso de los que entraban en su palco, llamó al conde con una señal de su mano enguantada y sonriendo amablemente le dijo:

—Tiene que presentarme a sus encantadoras hijas— dijo. —Toda la ciudad no habla más que de ellas y yo aún no las conozco.

Natasha se levantó e hizo una reverencia a la espléndida Elena. Las alabanzas que le tributaba aquella bellísima mujer le parecieron tan agradables que enrojeció de placer.

—También yo quiero hacerme moscovita— prosiguió Elena. —Pero, conde, ¿no se avergüenza de tener escondidas semejantes perlas en el campo?

La condesa Bezújov se había ganado justamente la fama de ser encantadora. Era capaz de decir lo que no pensaba y adular con la mayor sencillez y naturalidad.

—No, querido conde, permítame que me ocupe de sus hijas. Yo estoy aquí por poco tiempo y a usted le pasa lo mismo. Trataré de distraerlas. He oído hablar mucho de usted en San Petersburgo— dijo a Natasha —y deseaba conocerla. Me habló de usted mi paje Drubetskói; ¿sabe que se casa? Y también un amigo de mi marido, Bolkonski, el príncipe Andréi Bolkonski— añadió con acento especial dando a entender que conocía el compromiso del príncipe con Natasha. Después, para comenzar esa amistad, pidió que una de las jóvenes pasara a su palco y Natasha estuvo con ella el resto del espectáculo.

En el tercer acto, la escena representaba un palacio iluminado por numerosas velas y lleno de retratos de caballeros con barba. En medio había dos personas, que debían ser el rey y la reina; el rey agitó su mano derecha y, visiblemente intimidado, cantó bastante mal un rato y se sentó en un trono rojizo. La joven que en el primer acto vestía de blanco y después de azul aparecía ahora con una larga camisa y los cabellos sueltos, de pie junto al trono. Cantó algo muy triste, dirigiéndose a la reina; pero el rey hizo un ademán severo y de una y de otra parte entraron hombres y mujeres con las piernas desnudas y comenzaron a bailar todos juntos. Los violines iniciaron unos compases alegres y una de las bailarinas, de gruesas piernas y flacos brazos, se separó de los demás, desapareció entre bastidores, compuso el corpiño y, saliendo al centro, comenzó a saltar batiendo rápidamente un pie con otro. Todos aplaudieron frenéticamente y gritaron “¡bravo!”. Después un hombre se situó en un ángulo; los timbales y las trompetas sonaron con mayor ímpetu y ese hombre, solo, empezó a saltar muy alto y a batir los pies. (Era Duport, el famoso bailarín, que cobraba sesenta mil rublos anuales por hacer aquello.) En los palcos, en el patio de butacas y en las galerías los espectadores aplaudieron y gritaron con todas sus fuerzas. El hombre se detuvo, sonrió y saludó hacia todos los lados. Bailaron otros, con las piernas desnudas, hombres y mujeres; después, uno de los reyes gritó algo, siguiendo la música, y todos se pusieron a cantar. De improviso sonaron las trompetas, anunciando la tormenta; la orquesta ejecutó varias escalas cromáticas y unas séptimas menores y todos corrieron, arrastrando fuera a uno de los presentes, mientras caía el telón. De nuevo resonaron entre los espectadores aplausos estruendosos y voces entusiastas; la gente gritaba:

—¡Duport! ¡Duport! ¡Duport!

—N’est-ce pas qu’il est admirable, Duport?[323]— comentó Elena.

—Oh! oui— dijo Natasha.

Guerra y paz
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