XV
Cuando, ya de noche, Sonia entró en la habitación de Natasha, le extrañó encontrarla durmiendo vestida en un diván. A su lado, en la mesa, estaba la carta de Anatole. Sonia la tomó en sus manos y la leyó.
Leía y miraba a Natasha, dormida, buscando en su rostro la explicación de lo que estaba leyendo sin conseguir hallarla. El rostro de Natasha era sereno, dulce y feliz. Pálida y temblorosa de miedo y emoción, Sonia se llevó las manos al pecho a punto de ahogarse y se dejó caer en una silla, rompiendo a llorar.
“¿Cómo no he visto nada? ¿Cómo han podido ir tan lejos las cosas? ¿Será posible que haya dejado de amar al príncipe Andréi? ¿Y cómo ha podido permitir eso a Kuraguin? Es falso y malvado, eso es evidente. ¿Qué va a ser de Nikolái? ¿Qué dirá él, tan bueno y tan noble, cuando lo sepa? Esto es lo que significaba su cara trastornada, poco espontánea y resuelta a todo de anteayer, de ayer y de hoy —pensaba Sonia—. ¡No es posible que ella lo ame! Tal vez haya abierto la carta sin saber de quién era. Seguramente se ha ofendido. No puede hacer semejante cosa.”
Sonia se enjugó las lágrimas, se acercó a Natasha y contempló una vez más su rostro.
—¡Natasha!— murmuró.
Natasha se despertó y vio a Sonia.
—¡Ah! ¿Ya has vuelto?— y con esa ternura que se produce al despertar; abrazó a su amiga. Pero en seguida notó la confusión de Sonia, y también su rostro reflejó confusión y desconfianza.
—Sonia, ¿has leído la carta?— preguntó.
—Sí— murmuró Sonia.
Natasha sonrió triunfalmente.
—Sonia, no puedo callarlo por más tiempo— dijo. —No puedo ocultártelo. Ya lo sabes, Sonia; nos amamos… Sonia, querida, él me escribe… Sonia…
Sonia, como si no pudiese creer lo que oía, miraba a Natasha con los ojos muy abiertos.
—¿Y Bolkonski?— preguntó.
—¡Oh! ¡Sonia, si supieses lo feliz que soy! ¡Tú no sabes lo que es el amor!
—Pero, Natasha, ¿es que lo otro ha terminado del todo?
Natasha abrió los ojos, mirando a su amiga como si no la entendiera.
—¿Rompes con el príncipe Andréi?— preguntó Sonia.
—Ah, Sonia, no comprendes nada. No digas tonterías. Escucha— dijo contrariada Natasha.
—No puedo creerlo— repitió Sonia. —No comprendo cómo has podido amar a un hombre durante todo un año y de pronto… ¡Pero si no lo has visto más que tres veces! No puedo creerte, estás bromeando. En tres días olvidarlo todo y…
—¡Tres días!— dijo Natasha. —A mí me parece que lo amo desde hace cien años. Creo que no he amado a ningún hombre antes que a él. Tú no puedes comprenderlo, Sonia— y Natasha la besó, la abrazó. —Me habían dicho que eso puede ocurrir; tú también lo habrás oído. Pero tan sólo ahora siento un amor así. No es como antes. Nada más verlo sentí que era mi dueño y yo su esclava y que no podía dejar de amarlo. ¡Sí, su esclava! Haré lo que me ordene. Tú no lo comprendes. ¿Qué puedo hacer, Sonia?— decía Natasha con una cara feliz y asustada a un tiempo.
—Piensa en lo que haces. Yo no puedo dejar esto así. Esas cartas secretas… ¿Cómo lo has consentido?— replicó Sonia, con horror y repugnancia que a duras penas ocultaba.
—Te digo que no tengo voluntad. ¿Cómo no lo comprendes? ¡Lo amo!
—Pues yo no lo permitiré, lo voy a contar— exclamó Sonia dejando escapar las lágrimas.
—¡Qué dices, en nombre de Dios!… Si lo cuentas, eres mi enemiga— replicó Natasha. —Quieres mi desdicha, que nos separen…
Ante ese temor de Natasha, Sonia lloró de vergüenza y compasión por su amiga.
—Pero, ¿qué hubo entre vosotros?— preguntó. —¿Qué te ha dicho? ¿Por qué no viene a casa?
Natasha no contestó.
—En nombre de Dios, Sonia, no se lo digas a nadie, no me hagas sufrir— le rogó. —Comprende que nadie puede intervenir en estos asuntos. Te lo he contado…
—¿Por qué tanto misterio? ¿Por qué no viene a casa?— preguntaba Sonia. —¿Por qué no pide tu mano? El príncipe Andréi te dejó en completa libertad, así que… Pero yo no creo a ese hombre, Natasha. ¿Has pensado qué pueden significar esas causas secretas?
Natasha miró a Sonia con sorpresa. Era evidente que esa pregunta surgía ante ella por primera vez y no sabía qué contestar.
—No sé qué causas habrá, pero debe de haber alguna.
Sonia suspiró y movió la cabeza con desconfianza.
—Si hubiera motivos…— comenzó.
Pero Natasha, adivinando sus dudas, la interrumpió asustada.
—Sonia, no puedo dudar de él. ¡No puedo, no puedo! ¿Lo comprendes?— gritó.
—¿Te ama?
—¿Si me ama?— repitió Natasha con una sonrisa llena de piedad hacia la poca comprensión de su amiga. —¿No has leído esa carta? ¿No lo has visto?
—Pero ¿y si no es honrado?
—¿El?… ¿Que no es honrado? ¡Si tú supieras!…— dijo Natasha.
—Si lo es, debe exponer sus intenciones o dejar de verte. Y si tú no quieres obligarlo a ello, lo haré yo. Le escribiré; se lo diré a papá— dijo resueltamente Sonia.
—¡Pero si no puedo vivir sin él!— gritó Natasha.
—No te entiendo, Natasha, ¿qué dices? Acuérdate de tu padre, de Nikolái.
—No necesito a nadie, no amo a nadie que no sea él. ¿Cómo te atreves a decir que no es honrado? ¿No sabes acaso que lo amo?— gritó. —¡Vete, Sonia! No quiero reñir contigo, vete, ¡vete de una vez! ¿No ves cómo sufro?— terminó Natasha ásperamente, con ira y desesperación.
Sonia, sollozando, salió corriendo de la estancia.
Natasha se acercó de nuevo a la mesa y, sin reflexionar un solo instante, escribió a la princesa María la respuesta que no había podido escribir toda la mañana. Se limitaba a decir que todos los malentendidos entre ellas habían concluido y que, aprovechando la magnanimidad del príncipe Andréi, que antes de partir al extranjero la había dejado en libertad, le rogaba que olvidara todo lo ocurrido, que la perdonara si era culpable de algo ante ella, pero que no podía ser la esposa del príncipe. En aquel momento todo le parecía muy fácil, sencillo y claro.
El viernes los Rostov debían regresar a Otrádnoie. El miércoles el conde marchó con el comprador a su finca de los alrededores de Moscú. Ese día Sonia y Natasha estaban invitadas a una comida de gala en casa de los Kuraguin, y María Dmítrievna las llevó.
En esa comida Natasha se vio de nuevo con Anatole, y Sonia observó que se hablaban a escondidas y que su amiga parecía más inquieta que antes. Cuando volvieron a casa se adelantó a dar a Sonia las explicaciones que ésta esperaba.
—Ya lo ves, Sonia: has dicho muchas tonterías sobre Anatole— comenzó, con voz dulce, como la que emplean los niños cuando quieren que los elogien. —Hemos tenido hoy una explicación.
—¿Y qué? ¿Qué te ha dicho? ¡Qué contenta estoy, Natasha, de que no te hayas enfadado conmigo! Dímelo todo, toda la verdad: ¿qué te ha dicho?
Natasha quedó pensativa.
—¡Oh, Sonia, si tú lo conocieras como yo! Me ha dicho… me ha preguntado por mi compromiso con Bolkonski. Y se alegró de que sólo de mí dependiera romper.
Sonia suspiró tristemente.
—Pero no has roto con Bolkonski, ¿verdad?— preguntó.
—Tal vez. Quizá lo haya hecho ya. Puede ser que todo haya terminado entre Bolkonski y yo. ¿Por qué piensas tan mal de mí?
—Yo no pienso nada, únicamente no entiendo…
—Escucha, Sonia: lo entenderás todo. Verás cómo es él. No pienses mal de mí ni de él.
—No pienso mal de nadie. Quiero y compadezco a todos, pero ¿qué debo hacer?
Sonia no cedía al tono dulce con que Natasha le hablaba. Cuanto más tierna era la expresión de Natasha, más severo y serio se volvía el rostro de Sonia.
—Natasha— dijo por fin, —me habías rogado que no te hablase de eso y no lo hice; ahora eres tú la que has empezado. Natasha, no puedo confiar en ese hombre. ¿Por qué tanto misterio?
—¡Otra vez!— interrumpió Natasha.
—Temo por ti.
—¿Qué es lo que temes?
—Que sea tu perdición— respondió Sonia con energía, asustada ella misma de sus palabras.
El rostro de Natasha volvió a expresar la cólera de antes.
—¡Me perderé! ¡Sí, me perderé, y cuanto antes será mejor! No es asunto vuestro. Las consecuencias las pagaré yo, y no vosotros; ¿qué os importa? ¡Déjame! ¡Déjame! ¡Te odio!
—¡Natasha!— exclamó Sonia asustada.
—¡Te odio! ¡Te odio! ¡Siempre serás mi enemiga!— y salió corriendo de la habitación.
Natasha no volvió a hablar con Sonia. La evitaba. Con la misma expresión de estupor y culpabilidad, iba de una habitación a otra, empezando ya una cosa, ya otra, y dejándolo todo al momento.
Sonia, aunque le resultara penoso en extremo, no la perdía de vista ni un momento.
La víspera de la vuelta del conde, Sonia notó que Natasha permanecía sentada toda la mañana junto a la ventana de la sala, como si esperara algo, y que hacía señas a un militar que pasaba en coche a quien Sonia tomó por Anatole.
Desde entonces observó con mayor atención a Natasha y la notó muy rara durante la comida y el resto de la tarde. Respondía desatinadamente a las preguntas, comenzaba frases que luego no concluía y se reía de todo.
Después del té Sonia sorprendió a una doncella que aguardaba indecisa a Natasha a la entrada de su habitación. La dejó pasar y, acercándose a la puerta, supo que era portadora de otra carta.
Entonces cayó en la cuenta de que Natasha debía estar maquinando algún horrible proyecto para aquella tarde. Llamó a la puerta, pero Natasha no la dejó entrar.
“Va a escaparse con él —pensó Sonia—. Es capaz de todo. Hoy tenía una expresión más lastimera y resuelta. Lloró al despedirse del tío. Sí, es cierto, está dispuesta a huir con él. ¿Qué voy a hacer yo, Dios mío? —y Sonia trataba de recordar todos los indicios que pudieran delatar el propósito de Natasha—. El conde no está. ¿Escribir a Kuraguin, pidiéndole explicaciones? ¿Pero quién puede obligarlo a responder? ¿Y si escribiera a Pierre, como me rogó el príncipe Andréi que hiciese en caso de desgracia? Pero tal vez Natasha haya roto su compromiso con Bolkonski (ayer envió una carta a la princesa María…). Si al menos estuviera el tiíto…”
Decírselo a María Dmítrievna, que tanta confianza tenía en Natasha, le parecía horrible.
“Pero, de cualquier manera —siguió pensando en el oscuro pasillo—, éste es el momento de demostrar que recuerdo los beneficios de esta familia y que amo a Nikolái. No me iré de aquí aunque tenga que pasar tres noches en vela. Impediré que salga, aunque tenga que emplear la fuerza. No permitiré que caiga esta vergüenza sobre su familia.”