XXII

Tres días después, el 15 por la mañana, gran cantidad de carruajes se agolpaba delante del palacio Slobodski.

Los salones estaban llenos. En el primero se encontraban los nobles, de uniforme; en el segundo, los mercaderes con sus medallas, sus barbas y sus caftanes azules.

En la sala de los nobles reinaba gran bullicio y movimiento. Los dignatarios más importantes estaban sentados ante una mesa, bajo el retrato del Emperador, en sillas de alto respaldo. La mayor parte de los reunidos paseaban por la sala.

Todos aquellos hombres, a quienes Pierre veía cada día en el Club o en sus casas, vestían uniformes, unos del tiempo de Catalina la Grande, otros de Pablo I o Alejandro I y los más el uniforme corriente de la nobleza. La similitud confería algo extraño y fantástico a las fisonomías viejas y jóvenes, tan conocidas como diversas. Los más sorprendentes eran los ancianos, cegatos, desdentados, calvos, gruesos y pesados o delgados, pálidos y llenos de arrugas. Estos últimos, en su mayor parte, permanecían sentados y silenciosos; si alguno de ellos paseaba o mantenía una conversación, procuraba reunirse con gente de menos edad. Como en los rostros de la gente que Petia había visto en la plaza, todas aquellas caras reflejaban una asombrosa contradicción entre la común espera de algo solemne y las conversaciones habituales sobre hechos cotidianos: la partida de boston del día anterior, el cocinero Petrushka, la salud de Zinaida Dmítrievna, etcétera.

Pierre, enfundado desde la mañana en su uniforme de gentilhombre, que le venía estrecho, paseaba por las salas. Estaba conmovido: aquella extraordinaria reunión, no sólo de la nobleza, sino también de los mercaderes —de los estamentos, états généraux—, suscitaba en él una serie de ideas hacía tiempo olvidadas pero profundamente arraigadas en su espíritu: ideas sobre el Contrat social y la Revolución francesa.

Las palabras del manifiesto, señaladas por él, según las cuales el Zar iba a Moscú para “consultar” con su pueblo, lo confirmaban en su opinión. Y suponiendo que en ese sentido se preparaba algo importante, que él esperaba desde hacía tiempo, iba de un lado a otro, escuchando las conversaciones, pero ninguno de los presentes se refería a lo que le interesaba.

Se había dado lectura al manifiesto del Emperador, que provocó el entusiasmo de los reunidos; después, todos se dispersaron charlando animadamente. Además de los temas de interés general, Pierre oía hablar acerca del lugar que debían ocupar los mariscales de la nobleza cuando entrara el Emperador; sobre el tiempo oportuno para ofrecer un baile al Soberano o sobre la conveniencia de reunirse por distritos o juntos, etcétera. Pero en cuanto se tocaba el tema de la guerra y los motivos de aquella reunión, las palabras se hacían vagas y vacilantes. Todos preferían escuchar que hablar.

Un hombre de mediana edad, apuesto y bien parecido, con uniforme de marino retirado, había empezado a hablar en una sala y todos se reunían alrededor de él. Pierre se acercó a aquel grupo para escuchar al marino. El conde Iliá Andréievich, que vestido con su uniforme de voievoda de los tiempos de Catalina la Grande iba de un lado a otro con su eterna sonrisa amable, se había acercado también al grupo —donde conocía casi a todos— y con movimientos de cabeza aprobaba sonriente lo que se decía. El marino retirado hablaba con gran valentía: así se notaba por el gesto de sus oyentes y porque muchos hombres a los que Pierre conocía como moderados y dóciles se apartaron en seguida, como desaprobando sus manifestaciones, o bien lo rebatían. Pierre se abrió camino hasta el centro del grupo; escuchó al marino y quedó convencido de que se trataba de un verdadero liberal, pero en un sentido muy diverso del que él habría deseado. El marino, con una voz de barítono especialmente sonora, melódica, propia de los nobles, pronunciaba las erres de una forma gutural bastante agradable, abreviando las consonantes, y con el tono con que se suele gritar “¡camarero, la pipa!” seguía hablando con la entonación del que está acostumbrado al poder y el jolgorio.

—¿Qué importa que los de Smolensk hayan ofrecido milicias al Emperador? ¿Es que estamos obligados a hacer lo mismo? Si los nobles de la provincia de Moscú lo consideran necesario, hay otras maneras de manifestar su devoción y lealtad al Emperador. ¿Acaso hemos olvidado las milicias de mil ochocientos siete? Entonces sólo se enriquecieron los hijos de la iglesia y los ladrones y saqueadores.

El conde Iliá Andréievich, sonriendo afablemente, movía la cabeza en señal de aprobación.

—¿Y qué? ¿Es que las milicias han prestado alguna vez un servicio útil al Estado? ¡Nunca! No han hecho otra cosa que arruinar nuestras propiedades. Lo mejor sigue siendo el reclutamiento. Sin esto… nuestros hombres vuelven a casa sin ser ni militares ni campesinos: tan sólo unos disolutos. ¡Los nobles no regatearemos nuestras vidas! ¡Que el Emperador haga un llamamiento y todos moriremos por él!— concluyó el orador, enardecido.

Iliá Andréievich tragaba saliva, de pura satisfacción, y empujaba a Pierre, que daba muestras de querer hablar. Pierre se adelantó animado, sin saber lo que pensaba decir. Abría la boca para comenzar cuando lo interrumpió un senador desdentado, de rostro inteligente y adusto, que se había situado junto al orador, evidentemente habituado a discutir y plantear cuestiones; el senador habló sin levantar la voz, pero dejándose oír.

—Supongo, señor— dijo el anciano barboteando con su desdentada boca, —que no se nos ha llamado aquí para discutir ahora si es mejor para el Estado el reclutamiento o la milicia. Hemos venido para contestar al llamamiento que Su Majestad el Zar se ha dignado hacernos; será mejor dejar al cuidado de los altos poderes el juzgar lo que conviene, si el reclutamiento o la milicia.

Inesperadamente, Pierre halló una salida a su deseo de hablar; molesto con el senador, que imponía a los demás su afán de regular y limitar las opiniones de la nobleza, Pierre avanzó unos pasos. No sabía lo que iba a decir, pero empezó a hablar con entusiasmo, intercalando de vez en cuando alguna frase francesa y expresándose en un ruso demasiado libresco:

—Excúseme, Excelencia— comenzó (Pierre conocía bien al senador, pero en semejante ocasión le pareció mejor dirigirse a él formalmente). —Aunque no esté de acuerdo con el señor…— (Pierre se detuvo: quería decir mon très honorable préopinant). —Con el señor… que je n’ai pas l’honneur de connaître,[376] creo que los nobles aquí reunidos, además de expresar su simpatía y entusiasmo, han sido llamados para opinar sobre las medidas más convenientes con el fin de ayudar a la patria. Y supongo— siguió, entusiasmándose cada vez más —que el mismo Emperador no estaría contento de hallar en nosotros tan sólo a propietarios dispuestos a entregar a sus campesinos… o sea chair à canon,[377] y no contara con nuestro con… consejo.

Muchos se alejaron del grupo al notar la sonrisa despectiva del senador y observar que las palabras de Pierre eran demasiado libres. Sólo Iliá Andréievich parecía satisfecho del discurso de Pierre, como lo había estado de las palabras del marino, del senador y, en general, de todo aquel que era el último en hablar.

—Creo que antes de discutir una cuestión así— prosiguió Pierre —debemos preguntar al Emperador, pedirle con el mayor respeto que nos comunique cuáles son nuestras fuerzas, en qué estado se hallan nuestras tropas y ejércitos, y entonces…

Pero Pierre no pudo concluir. A un mismo tiempo lo interrumpieron, inesperadamente, tres oponentes. Su más violento adversario era Stepán Stepánovich Adraxin, compañero suyo en las partidas de boston, a quien conocía de mucho tiempo atrás y que siempre le había mostrado simpatía.

Stepán Stepánovich Adraxin vestía uniforme y, fuera por esta circunstancia o por cualquier otra, le pareció a Pierre un hombre completamente distinto. Stepán Stepánovich, desfigurado el rostro por una cólera senil, gritó a Pierre:

—¡Debo decirle, ante todo, que no tenemos derecho a preguntar al Emperador una cosa así! Y, además, aunque la nobleza tuviera semejantes derechos, Su Majestad no podría contestar. Las tropas se mueven según los movimientos del enemigo; unas veces aumentan y otras disminuyen…

Otro de los que gritaba era un hombre de mediana estatura, de unos cuarenta años, al que Pierre había visto en ocasiones con los zíngaros y a quien conocía como jugador de mala fama, que también parecía muy cambiado por el uniforme. Se acercó a Pierre e interrumpiendo a Adraxin dijo:

—¡No es el momento de discutir! ¡Tenemos que actuar! La guerra está en Rusia. El enemigo avanza para destruir nuestra patria, para profanar las tumbas de nuestros mayores y llevarse a nuestras mujeres y nuestros hijos— y se golpeó el pecho con el puño. —¡Nos levantaremos todos como un solo hombre! ¡Iremos a la guerra, por nuestro padrecito el Zar!— gritó desorbitando los ojos inyectados en sangre.

En el grupo sonaron voces de aprobación.

—¡Somos rusos y no regatearemos nuestra sangre en defensa de la religión, el trono y la patria! ¡Hay que dejar los desvaríos, si es que somos verdaderos hijos de nuestra patria! ¡Demostraremos a Europa cómo Rusia se levanta en defensa de Rusia!— gritaba.

Pierre quería contestar, pero no pudo decir ni una sola palabra. Se daba cuenta de que el simple sonido de sus palabras, independientemente del pensamiento que expresaran, sería menos oído que cuanto dijera aquel enardecido noble.

Iliá Andréievich, detrás del grupo, aprobaba con la cabeza; algunos, al fin de cada frase, se volvían hacia el orador y decían:

—¡Eso es, eso está bien!

Pierre quería decir que no se oponía a entregar dinero, campesinos y la propia vida, pero que era menester conocer la situación para poner remedio. Mas no pudo decir nada. Muchas voces gritaban y hablaban al mismo tiempo, de manera que Iliá Andréievich no tenía tiempo de aprobar a todos; el grupo aumentaba, se deshacía, volvía a reunirse entre murmullos y se dirigía hacia el amplio salón donde estaba la mesa grande. Pierre no conseguía siquiera decir una palabra: lo interrumpían groseramente, lo apartaban y se separaban de él como de un enemigo común. Esa actitud no se debía a que estuvieran descontentos de sus palabras, que habían olvidado ya después de tantos discursos que las habían seguido; se debía a que la muchedumbre necesita un motivo tangible para sentir amor o sentir odio. Pierre era el objeto de ese odio. Muchos otros hablaron después del noble elocuente, y todos lo hicieron en el mismo tono. Algunos hablaban bien y con originalidad.

El director del Mensajero Ruso, Glinka, que había sido reconocido (“¡Un escritor! ¡Un escritor!”, gritaron varias voces), dijo que el infierno debía ser combatido con el infierno, que había visto a un niño que sonreía a la luz de un rayo y al fragor del trueno, pero que los rusos no serían como aquel niño.

—¡Sí, sí! ¡Al fragor del trueno!— repetían asintiendo en las últimas filas.

La muchedumbre se acercó a la gran mesa, ante la cual estaban sentados, con sus uniformes y condecoraciones, los viejos dignatarios septuagenarios, de pelo blanco o calvos, a los que Pierre solía ver en sus casas rodeados de bufones, o en el Club, en torno a las mesas de juego. El grupo llegó hasta la mesa sin cesar en su alboroto. Los oradores seguían hablando unos tras otros, sin interrupción, a veces dos a la vez, apretujados contra los altos respaldos de las sillas. Los que estaban detrás se percataban de lo omitido por el orador en el uso de la palabra y se apresuraban a exponerlo. Otros, en medio de aquel calor y aquellas apreturas, buscaban en sus cabezas una idea cualquiera y procuraban enunciarla rápidamente. Los viejos dignatarios, que Pierre conocía, permanecían quietos y se miraban tan pronto unos como otros; lo único que expresaban las caras de todos ellos era el calor excesivo.

Pierre, sin embargo, se sentía inquieto, y el deseo general de mostrar que para los rusos no había obstáculo (deseo que se manifestaba más en el tono de las voces y en la expresión de las caras que en el sentido de las palabras) se iba comunicando también a él. No es que hubiera renunciado a sus ideas, pero se sentía culpable de algo y deseaba justificarse.

—Yo sólo digo que nos sería más fácil hacer la oferta si conociéramos las necesidades— gritó, tratando de imponerse a las demás voces.

Un anciano, que estaba cerca de él, lo miró, pero lo distrajo al instante una voz que resonó en el otro extremo de la mesa.

—¡Sí, Moscú se abandonará! ¡Será la víctima expiatoria!— gritó alguien.

—¡Es el enemigo de la humanidad!— exclamó otro. —¡Señores! ¡Permítanme hablar!… ¡Señores, me están aplastando!… ¡Que me aplastan, señores!

Guerra y paz
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