XIV
—À vos places!— gritó de improviso una voz.[615]
Entre los prisioneros y soldados de la guardia hubo un movimiento de alegre agitación y espera de algo agradable y solemne. Por todas partes se oían voces de mando y a la izquierda, dejando atrás a los prisioneros, pasaron unos jinetes al trote, bien vestidos y montados en magníficos caballos. En todos los rostros había esa expresión forzada que suele notarse en las personas cuando se saben cerca de los jefes superiores. Echaron a los prisioneros, reunidos en grupo, del camino donde formaron los soldados de la guardia.
—L’Empereur! L’Empereur! Le maréchal! Le Duc!
Tan pronto desfiló la bien alimentada escolta, en medio de un enorme ruido pasó una carroza enganchada en reata por caballos grises. Pierre entrevió el rostro reposado, bello, grueso y blanco de un hombre con tricornio. Era uno de los mariscales. Su mirada se detuvo en la alta figura de Pierre; y en el gesto con que frunció el ceño y volvió el rostro Pierre creyó notar la compasión y el deseo de ocultarla.
El general que dirigía el convoy, con la cara roja y asustada, espoleaba a su flaco caballo y galopaba detrás de la carroza. Algunos oficiales se habían reunido y los soldados los rodearon. Todos mostraban la misma excitación e inquietud.
—Qu’est-ce qu’il a dit? Qu’est-ce qu’il a dit?— oía Pierre.
Mientras pasaba el mariscal, los prisioneros se mantuvieron reunidos y Pierre vio a Karatáiev, al que no había visto aún aquella mañana. Envuelto en su capote estaba sentado junto a un abedul y se apoyaba en él. Además de la emoción gozosa del día anterior cuando contaba la historia de los inmerecidos sufrimientos del mercader, alumbraba su rostro una apacible solemnidad. Miró a Pierre con sus ojos bondadosos, redondos y humedecidos por las lágrimas, y, al parecer, lo llamaba, para decirle algo. Pero Pierre temía demasiado por sí mismo. Fingió no haber notado aquella mirada y se apartó apresuradamente.
Cuando los prisioneros se pusieron en movimiento otra vez, Pierre miró hacia atrás. Karatáiev se había sentado al borde del camino, junto a un abedul; dos franceses hablaban muy cerca. Pierre no quiso mirar más; cojeando, empezó a subir la cuesta.
A sus espaldas, en el lugar donde estaba sentado Karatáiev, sonó un disparo. Pierre lo oyó bien, pero al mismo tiempo se acordó de que no había terminado de calcular las etapas que le quedaban para llegar a Smolensk, cosa en la que estaba entretenido antes de que pasara el mariscal. Reanudó sus cálculos. Delante de él pasaron corriendo dos soldados franceses; el fusil de uno de ellos humeaba todavía. Estaban muy pálidos; uno de ellos volvió tímidamente la cara hacia Pierre, quien descubrió en la expresión de sus rostros algo semejante a lo que había visto en el joven soldado durante su ejecución. Pierre miró al soldado y recordó que era el mismo que dos días antes había dejado quemar su propia camisa mientras la secaba ante la hoguera y cuánto se habían reído de él.
La perra comenzó a aullar en el sitio donde había estado Karatáiev.
“¿Por qué aullará esa imbécil?”, pensó Pierre.
Los compañeros de Pierre tampoco se volvieron al oír el disparo y los aullidos de la perra; pero en todos los rostros había la misma expresión severa.