I
En las altas esferas petersburguesas era más encarnizada que nunca la complicada lucha entre los partidarios de Rumiántsev, de los franceses, de María Fiódorovna, del príncipe heredero y de otros personajes, aunque, como siempre, oscurecida por el zumbido de los zánganos cortesanos. Pero la vida de San Petersburgo, tranquila y lujosa, sin otra preocupación que los reflejos distorsionados de la realidad, seguía su curso ordinario. Y quienes se encontraban en esa vida debían hacer grandes esfuerzos para comprender el peligro y la difícil situación en que se hallaba el pueblo ruso. Se celebraban las mismas fiestas, idénticos bailes y espectáculos del teatro francés; continuaban los mismos intereses de las diversas cortes, los mismos intereses del servicio, las mismas intrigas. Sólo en los círculos más elevados se esforzaban por hacer comprender la difícil situación. Se contaba en voz baja la reacción tan distinta de las dos Emperatrices en tales circunstancias. La Emperatriz madre, María Fiódorovna, preocupada por el bienestar de las instituciones educativas y benéficas de las que era presidenta, había ordenado llevarlas a Kazán, y sus bienes estaban embalados y dispuestos. La Emperatriz Elisabetha Alexéievna, con el patriotismo que la caracterizaba, había contestado a quienes le preguntaban qué se dignaba disponer que no podía dar órdenes atinentes a las instituciones estatales porque dependían del Emperador; pero en lo que se refería personalmente a ella, manifestó que sería la última en salir de San Petersburgo.
El 26 de agosto, el mismo día de la batalla de Borodinó, Anna Pávlovna ofrecía una velada cuya atracción principal era la lectura de una carta de Su Eminencia escrita con ocasión del envío de la imagen de San Sergio al Emperador. Esta carta se juzgaba un modelo de elocuencia patriótica y religiosa. El mismo príncipe Vasili, que tenía fama de excelente lector (se la había leído a la Emperatriz), iba a leer aquel documento.
Se consideraba un arte pronunciar las palabras en voz alta, cantarina, mezclando alaridos angustiosos con tiernos susurros, totalmente al margen de su significado, de modo que por casualidad una palabra coincidía con el alarido y otra con el susurro. Esta lectura, como todas las veladas de Anna Pávlovna, tenía significado político. Acudirían a ella algunos personajes importantes a los que había que avergonzar por su asistencia al teatro francés y avivar sus sentimientos patrióticos. Muchos invitados ya habían llegado. Pero Anna Pávlovna aún no veía en su salón a las personas que necesitaba; de manera que, aplazando la lectura, promovía conversaciones generales.
En San Petersburgo la novedad del día era la enfermedad de la condesa Bezújov. Unos días antes la condesa había caído repentinamente enferma, faltó a varias reuniones de las que era ornato, y corría la voz de que no recibía a nadie y que en vez de los célebres doctores de San Petersburgo, que ordinariamente la visitaban, se había confiado a un médico italiano que la estaba tratando con un nuevo y extraordinario método.
Nadie ignoraba que la enfermedad de la bella condesa se debía a la incomodidad de casarse al mismo tiempo con dos hombres, y que los cuidados del italiano consistían en evitar esa incomodidad. Pero en presencia de Anna Pávlovna ninguno se habría atrevido a pensar en tal cosa; es más, nadie parecía saberlo.
—On dit que la pauvre comtesse est très mal. Le médecin dit que c’est l’angine pectorale.[543]
—L’angine? Oh, c’est une maladie terrible![544]
—On dit que les rivaux se sont réconciliés grâce à l’angine…[545]
La palabra angine era repetida con gran placer.
—Le vieux comte est touchant à ce qu’on dit. Il a pleuré comme un enfant, quand le médecin lui à dit que le cas était dangereux.[546]
—Oh! Ce serait une perte terrible. C’est une femme ravissante.[547]
—Vous parlez de la pauvre comtesse— dijo Anna Pávlovna, acercándose. —J’ai envoyé savoir de ses nouvelles. On m’a dit qu’elle allait un peu mieux. Oh! Sans doute, c’est la plus charmante femme du monde!— continuó, sonriendo de su propio entusiasmo. —Nous appartenons à des camps différents, mais cela ne m’empêche pas de l’estimer, comme elle le mérite. Elle est bien malheureuse— añadió.[548]
Suponiendo que con semejantes palabras Anna Pávlovna había levantado ligeramente el velo del misterio que cubría la enfermedad de la condesa, un joven imprudente se permitió manifestar su extrañeza por no haber sido llamados médicos famosos y que la condesa se hubiera puesto en manos de un charlatán que podía administrarle remedios peligrosos.
—Vos informations peuvent être meilleures que les miennes— dijo de pronto Anna Pávlovna con venenosa acritud al joven inexperto. —Mais je sais de bonne source que ce médecin est un homme très savant et très habile. C’est le médecin intime de la Reine d’Espagne.[549]
Y, después de aniquilar al atrevido con aquellas palabras, Anna Pávlovna se volvió a Bilibin, que, en otro grupo, frunciendo la frente y preparándose evidentemente a desarrugarla para soltar un mot, hablaba de los austríacos.
—Je trouve que c’est charmant— decía refiriéndose a una nota diplomática con la que habían sido devueltas a Viena las banderas austríacas tomadas por Wittgenstein, le héros de Petropol, como se lo llamaba en San Petersburgo.
—¿Qué dice?— preguntó Anna Pávlovna, provocando así un silencio para que escucharan le mot, que ella ya conocía.
Bilibin repitió las palabras textuales del despacho diplomático que él había escrito:
—L’Empereur renvoie les drapeaux autrichiens, drapeaux amis et égarés qu’il a trouvé hors de la route[550]— dijo Bilibin, desarrugando la frente.
—Charmant! Charmant!— exclamó el príncipe Vasili.
—C’est la route de Varsovie, peut-être[551]— dijo de pronto y en voz alta el príncipe Hipólito.
Todos se volvieron hacia él, sin comprender lo que pretendía decir. El príncipe Hipólito miró alrededor con alegre sorpresa. Tampoco él, como los demás, comprendía el significado de sus palabras. Durante su carrera diplomática había observado más de una vez que las frases dichas sin venir a cuento resultaban muy ingeniosas; y precisamente por ello había dicho ahora lo primero que le vino a la lengua. “Tal vez resulte bien, y si no, ya sabrán arreglarlo”, pensó. Y, en efecto, en medio del silencio embarazoso que se produjo, entró en la sala aquel personaje no lo suficientemente patriótico a quien Anna Pávlovna deseaba convertir. Sonriendo a Hipólito y amenazándolo con el dedo, invitó al príncipe Vasili a venir a la mesa, le llevó dos candelabros, el manuscrito y le rogó que comenzara a leer. Todos guardaron silencio.
—“Muy augusto Soberano y Emperador— comenzó severamente el príncipe Vasili, mirando a todos como para asegurarse de que nadie tenía nada que objetar. No se oyó ni una sola palabra. —La primera capital del reino, Moscú, la nueva Jerusalén, recibe a su Cristo— subrayó la palabra su— como una madre que, teniendo en brazos a sus fieles hijos, prevé a través de las tinieblas la espléndida gloria de tu imperio y canta entusiasta: ¡Hosanna! ¡Bendito seas!”
El príncipe Vasili pronunció estas últimas palabras con voz llorosa. Bilibin examinaba atentamente sus uñas; otros parecían turbados y se preguntaban en qué consistiría su culpa. Anna Pávlovna anticipó en un susurro, como las viejas hacen con las preces de la comunión: “Que ese Goliat arrogante y audaz…”.
El príncipe Vasili siguió leyendo:
—“Que ese Goliat arrogante y audaz, llegado de las fronteras de Francia, rodee las tierras de Rusia con los horrores de la muerte. La humilde fe, como la honda del David ruso, derribará de improviso la cabeza de su orgullo sanguinario. Ofrendamos a Vuestra Majestad esta imagen de San Sergio, el secular defensor del bien de nuestra patria. Lamento que mis exiguas fuerzas me priven del placer de contemplar y admirar vuestro augusto rostro. Elevo al cielo fervientes plegarias para que el Omnipotente dé fortaleza a la generación de los justos y cumpla todos los deseos de Vuestra Majestad.”
—Quelle force! Quel style!— dijeron todos, en alabanza del lector y del autor del mensaje.
Exaltados por aquella lectura, los invitados de Anna Pávlovna comentaron durante largo rato la situación de la patria, haciendo diversas suposiciones acerca del éxito de la batalla que habría de librarse uno de aquellos días.
—Vous verrez[552] cómo mañana, cumpleaños del Emperador, nos llegan buenas noticias. Lo presiento— dijo Anna Pávlovna.