IX
En cuanto puso la cabeza sobre el almohadón sintió que se dormía. Mas, de pronto, con una claridad semejante a la realidad misma, oyó el ruido de los proyectiles, los gemidos, los gritos, el estallido de los granadas; sintió el olor de la sangre y la pólvora y se apoderó de él un sentimiento de horror y de miedo a morir. Abrió asustado los ojos y levantó la cabeza. En el patio todo estaba tranquilo; un asistente pasó por delante del portón y cambió unas palabras con el guarda. Encima de Pierre, bajo el oscuro envés del sobradillo, algunas palomas rebulleron inquietas por el ruido que hizo al incorporarse. Por todo el patio se extendía el pacífico olor de la posada, en aquel instante tan grato para Pierre: a heno, estiércol y alquitrán. Entre los dos negros cobertizos se veía un cielo puro y estrellado.
“Gracias a Dios que ha pasado todo —pensó cubriéndose de nuevo la cabeza—. ¡Oh! ¡Qué terrible es el miedo y cómo fui dominado por él! ¡Qué vergüenza! Y ellos… ellos, todo el tiempo, hasta el fin, permanecieron firmes y serenos.”
Ellos, en la mente de Pierre, eran los soldados, los de la batería, los que lo habían invitado a comer y los que rezaban ante el icono. Ellos, esos seres extraños a los que nunca había conocido hasta entonces, se diferenciaban claramente del resto de las personas.
“Ser soldado, un simple soldado —pensó Pierre volviéndose a dormir—, participar plenamente en esta vida común, es lo que los hace ser así. Pero ¿cómo librarse de la carga superflua y diabólica de esta apariencia exterior? Hubo un tiempo en que pude ser como ellos. Pude huir de mi padre, como yo quería. Y más tarde, tras el duelo con Dólojov, pude ser enviado como soldado a un regimiento.” Recordó Pierre el banquete en el Club, durante el cual había provocado a Dólojov, y a su bienhechor en Torzhok. Vio en su imaginación una solemne reunión de la logia, que se celebraba en el Club Inglés. Alguien muy conocido y querido estaba sentado a un extremo de la mesa. ¡Era él! El bienhechor. “Pero él ha muerto —pensó Pierre—. Sí, ha muerto… Pero no sabía que hubiera vuelto a la vida. ¡Cómo sentí su muerte y qué alegría siento de verlo vivo de nuevo!” A un lado de la mesa estaban sentados Anatole, Dólojov, Nesvitski, Denísov y otros como ellos. (En sueños Pierre definía claramente la categoría de estos últimos, lo mismo que la de los otros a los que llamaba ellos.) Esos hombres, Anatole, Dólojov, gritan y cantan. Pero a través de sus gritos se oye la voz del bienhechor que habla sin descanso, y el sentido de sus palabras tiene la misma importancia y es tan permanente como el fragor del campo de batalla, pero su voz es grata y consoladora. Pierre no comprende lo que dice el bienhechor, pero sabe (tan claras eran las ideas en el sueño) que habla del bien, de la posibilidad de ser lo que son ellos. Por todas partes, ellos, con rostros sencillos, bondadosos y enérgicos rodeaban al bienhechor. Mas, aunque son buenos, no miran a Pierre; no lo conocen. Pierre quiere atraer su atención y hablar. Se incorpora… y en ese mismo instante se le enfrían las piernas: las tiene desnudas.
Siente vergüenza y cubre sus piernas con la mano, descubiertas por la caída, en aquel momento, del capote.
Mientras se tapaba, abrió los ojos y vio los sobradillos, los postes, el patio de la posada; pero lo vio todo azulado, claro, brillante por las gotas de rocío y la escarcha.
“Amanece —pensó Pierre—. Pero no se trata de eso: tengo que escuchar y comprender las palabras del bienhechor.” Se cubrió de nuevo con el capote; pero ya no volvieron ni la logia ni el bienhechor. No quedaban más que ideas claramente expresadas con palabras, ideas que alguien exponía o él mismo formulaba.
Recordando más tarde aquellas ideas, aunque provocadas por los acontecimientos de la jornada, Pierre estaba convencido de que alguien, que no era él, se las decía. Tenía la impresión de que nunca habría podido, ni en estado de vigilia, pensar y expresar así semejantes pensamientos.
“La guerra es la sumisión más difícil de la libertad del hombre a la ley de Dios —decía la voz—. La simplicidad es la obediencia a Dios. Es imposible apartarse de Él. Y ellos son sencillos. Ellos no hablan, actúan. La palabra dicha es plata; la no pronunciada, oro. El hombre no puede ser dueño de nada mientras tenga miedo a la muerte. Quien no tiene miedo a la muerte lo posee todo. El hombre no conocería sus propios límites, no se conocería a sí mismo sin el sufrimiento. Lo más difícil —continuaba, pensando o escuchando mientras dormía—, lo más difícil consiste en saber unir en uno mismo el significado de todo.”
Ensamblarlas, eso es lo que hace falta. ¡Sí, engancharlas unas a otras, enganchar! —repetía Pierre maravillado, sintiendo que esas palabras, sólo esas palabras expresaban lo que quería decir y resolvían el dilema que lo atormentaba.
—¡Sí, hay que enganchar!…
—¡Ya es hora de enganchar, Excelencia! Hay que enganchar— repetía una voz, —ya es hora de hacerlo…
Era la voz del caballerizo, que despertaba a su dueño.
El sol caía sobre el rostro de Pierre. Miró al patio, lleno de basura, en cuyo centro, junto al pozo, varios soldados daban de beber a sus caballos. Algunos carros empezaban a salir. Pierre, asqueado, volvió la cabeza y, cerrando los ojos, se dejó caer de nuevo sobre el asiento del coche. “¡No! ¡No quiero eso…! ¡No quiero ver ni comprender eso! ¡Quiero comprender lo que se me ha revelado durante el sueño! ¡Un segundo más y lo habría comprendido todo…! Pero ¿qué debo hacer? Ensamblar, pero ¿cómo ensamblarlo todo?” Y Pierre advirtió con horror que se derrumbaba todo cuanto había visto y pensado en sueños.
El caballerizo, el portero y el cochero contaron a Pierre que acababa de llegar un oficial anunciando que los franceses avanzaban hacia Mozhaisk y que las tropas rusas se retiraban.
Pierre se levantó, ordenó que engancharan y se reunieran con él más adelante y salió a pie a través de la ciudad.
Las tropas se replegaban dejando cerca de diez mil heridos, que se veían en los patios y ventanas de las casas; otros se aglomeraban en las calles. Junto a los carros que debían llevar a los heridos se oían gritos, juramentos y golpes. Pierre acomodó en su carruaje a un general herido, a quien conocía, e hizo en su compañía el viaje hasta Moscú. En el camino supo de la muerte de su cuñado y de la del príncipe Andréi.