II
Si, como hacen los historiadores, admitimos que los grandes hombres conducen a la humanidad hacia determinados objetivos, sea la grandeza de Rusia o de Francia, sea el equilibrio europeo o la expansión de las ideas revolucionarias, bien al progreso general o a cualquier otra cosa, resulta imposible explicar los fenómenos de la historia sin la intervención de la casualidad o del genio.
Si la finalidad de las guerras europeas a principios del siglo XIX era la grandeza de Rusia, este objetivo pudo haberse logrado sin todas las guerras precedentes y sin la invasión. Si el fin era la grandeza de Francia, pudo haberse conseguido sin la Revolución y sin el Imperio. Si se trataba de propagar ideas, la imprenta lo habría hecho mil veces mejor que los soldados. Si el objetivo era el progreso de la civilización, sería muy fácil suponer que, exceptuando el exterminio de los hombres y sus riquezas, existían caminos más racionales para impulsarla.
Entonces, ¿por qué ha sucedido así y no de otro modo?
La historia nos contesta: “La casualidad crea una situación y el genio la utiliza”.
Pero ¿qué es la casualidad? ¿Qué es el genio?
Las palabras casualidad y genio no significan nada realmente existente, y por ello no pueden definirse. Tales palabras no expresan más que un cierto grado de comprensión de los fenómenos. Cuando no sé cómo ocurre ese o aquel acontecimiento, pienso que no puedo saberlo; y entonces digo: es la casualidad. Cuando veo una fuerza que produce un efecto desproporcionado si se compara con las capacidades corrientes de los hombres y no comprendo por qué se produce, digo: el genio.
En un rebaño de carneros, el animal que cada tarde es separado por el pastor, recibe alimento especial y dobla en peso debe parecer un genio. Y el hecho de que ese carnero no se encuentre en el redil común y se le sirva avena aparte para que engorde más, y que precisamente ese carnero lleno de grasa sea conducido después al matadero, debe parecer al resto de los animales una extraordinaria combinación de genialidad con una serie de casualidades igualmente extraordinarias.
Pero bastaría que los carneros dejasen de creer que todo cuanto hacen con ellos es con el fin de conseguir su carne; les bastaría con admitir la existencia de propósitos incomprensibles para ellos para ver la lógica continuidad de lo hecho con el carnero cebado. Aun si ignoran el fin que se persigue cebándolo, sabrían, al menos, que no es casual todo cuanto le ocurrió y no les hará falta comprender el concepto de casualidad ni genio.
Sólo si renunciamos a conocer la finalidad próxima y comprensible y reconocemos que el objetivo final es inaccesible, llegaremos a conocer la coherencia y racionalidad en la vida de los personajes históricos; y, entonces, para las realizadas por hombres corrientes no nos harán falta palabras como casualidad y genio.
Basta con admitir que no conocemos la meta que los pueblos europeos persiguen con sus agitados movimientos, que únicamente conocemos los hechos —o sea, las matanzas, primero en Francia, después en Italia, en África, Prusia, Austria, España, Rusia, y que el movimiento de Occidente a Oriente y de Oriente a Occidente constituyen la característica común de tales acontecimientos—, para no ver en el carácter de Napoleón y Alejandro nada excepcional ni genial; los veremos meramente como seres humanos parecidos a todos los demás. Y no será preciso considerar como casualidad los pequeños sucesos que los convirtieron en lo que llegaron a ser; es evidente, sin embargo, que aquellos sucesos fueron necesarios.
Si renunciamos a conocer la meta final, comprenderemos claramente que, así como es imposible idear para una planta colores y semillas mejores que los propios, así de imposible resulta imaginar a dos hombres, con todo su pasado, que correspondan con mayor exactitud, aun en los menores detalles, al destino que debían cumplir.