IX

Era el 5 de diciembre de 1820, víspera de San Nicolás. Natasha, su marido y los niños estaban en casa de Nikolái desde principios de otoño. Pierre había vuelto a San Petersburgo por asuntos particulares, como él decía; pensaba estar ausente tres semanas, pero ya llevaba siete y lo esperaban de un momento a otro.

El 5 de diciembre, además de la familia de Bezújov, los Rostov tenían en su casa a un viejo amigo de Nikolái, el general retirado Vasili Fiodórovich Denísov.

Nikolái sabía que el 6, día de la fiesta, cuando llegaran los invitados, tendría que quitarse su aljuba, ponerse levita y botas de punta estrecha y acudir a la nueva iglesia que había hecho construir; después vendrían las felicitaciones, los entremeses que ofrecería a los invitados, se hablaría de las elecciones de la nobleza y la cosecha. Pero ahora, en la víspera, se creía con derecho a hacer su vida ordinaria.

Antes de comer revisó las cuentas del administrador de la finca de Riazán, propiedad del sobrino de su mujer, escribió dos cartas de negocios y dio una vuelta por la era, los establos y las caballerizas. Después de tomar algunas medidas de previsión ante la borrachera general que se anunciaba para el día siguiente (con ocasión de la fiesta patronal), volvió a la hora de comer y, sin tiempo para hablar a solas con su mujer, ocupó su puesto en la larga mesa de veinte cubiertos, en torno a la cual se habían reunido todos sus familiares. Estaban allí su madre, la anciana señora Bielova (que vivía con la condesa), su mujer con sus tres hijos, la institutriz, el preceptor de sus hijos, el sobrino con su otro preceptor, Sonia, Denísov, Natasha y sus tres pequeños con la institutriz de ellos y el viejo Mijaíl Ivánovich, arquitecto del príncipe, que vivía tranquilamente en Lisie-Gori.

La condesa María estaba en el extremo opuesto de la mesa. En cuanto su marido se hubo sentado, por el gesto con que desdobló la servilleta y desplazó rápidamente el vaso y la copa que tenía delante, advirtió que estaba de mal humor, como solía ocurrirle a veces, sobre todo antes de la sopa, cuando regresaba directamente del campo a la hora de comer. La condesa María conocía perfectamente ese estado de ánimo y, cuando ella misma estaba de buen humor, esperaba tranquilamente a que terminase el primer plato y sólo entonces se dirigía a él y lo obligaba a confesar que estaba de mal humor sin motivo alguno. Pero aquel día olvidó por completo su prudente costumbre. Le disgustaba y entristecía que, sin motivo alguno, su marido estuviese enfadado con ella. Se sintió desgraciada. Le preguntó dónde había estado. Nikolái contestó. Le preguntó de nuevo si iba todo bien en la hacienda. Él frunció el ceño, por el tono forzado de la pregunta, y contestó apresuradamente.

“Así es, no me engañé —pensó la condesa María—. ¿Por qué está enfadado conmigo?” Por el tono de su respuesta, percibió cierta animosidad hacia ella y el deseo de cortar la conversación; se daba cuenta de que sus preguntas parecían poco naturales, pero no pudo contener sus deseos de hacer otras preguntas por el estilo.

Gracias a Denísov, la conversación se hizo pronto general y animada, y la condesa María no habló más con su marido. Cuando se levantaron de la mesa y fueron a dar las gracias a la vieja condesa, María tendió la mano a Nikolái, lo besó y le preguntó por qué estaba enfadado con ella.

—Siempre tienes ideas extrañas, no estoy nada enfadado— contestó.

Pero la palabra siempre decía a la condesa María: “Estoy enfadado, y no quiero explicar el motivo”.

Nikolái vivía en tan buena armonía con su esposa que hasta Sonia y la vieja condesa —que, por celos, deseaban verlos en discordia— no podían hallar motivo alguno de reproche. Sin embargo, también entre ellos existían instantes de animosidad. A veces, precisamente después de algún período muy feliz, surgía entre ambos cierto alejamiento y hostilidad; esto era más frecuente durante los embarazos de la condesa María. Ahora se hallaba en uno de esos períodos.

—Bueno, messieurs et mesdames— dijo Nikolái en voz alta y, al parecer, alegremente (cosa que a la princesa le pareció hecho a propósito para ofenderla). —Estoy de pie desde las seis, mañana tendré que sufrir, pero hoy prefiero descansar.

Y, sin decir nada a su mujer, se retiró a un pequeño salón y se echó en un diván.

“Siempre hace lo mismo —pensó la condesa María—, habla con todos menos conmigo. Noto que le repugno, sobre todo en esta situación.” Miró su abultado vientre y contempló en el espejo su rostro amarillento, pálido y delgado, con los ojos más grandes que nunca.

Todo le parecía desagradable: los gritos y las risas de Denísov, la conversación de Natasha y, sobre todo, la rápida mirada que le dirigió Sonia.

Sonia era el primer pretexto que elegía la condesa para justificar su irritación.

Permaneció un rato con sus huéspedes y, sin entender nada de lo que decían, salió disimuladamente y subió a la habitación de los niños, que habían emprendido un viaje a Moscú, montados sobre sillas, y la invitaron a ir con ellos. Se sentó y jugó con los pequeños, pero el recuerdo de la inmotivada irritación de su marido no dejaba de atormentarla. Se levantó y, caminando con dificultad sobre las puntas de los pies, se dirigió al pequeño salón donde dormía Nikolái.

“Quizá no esté dormido y podamos explicarnos”, se dijo.

Andriusha, el mayor de los niños, la siguió también de puntillas, imitándola, sin que ella se diera cuenta.

—Chère Marie, il dort, je crois; il est si fatigué;[629] Andriusha podría despertarlo— dijo desde el gran salón Sonia, a quien le parecía a María encontrársela en todas partes.

La condesa se volvió, vio detrás de sí al hijo y comprendió que Sonia tenía razón, y eso precisamente aumentó su ira y, a duras penas, contuvo una palabra hiriente. No contestó nada, pero, por no obedecer a Sonia, hizo un gesto al niño para que la siguiera sin hacer ruido y los dos se dirigieron a la puerta. Sonia salió por el lado contrario. De la estancia donde dormía Nikolái llegaba el rumor de su respiración regular, cuyos más ínfimos matices tan bien conocía. Mientras escuchaba veía la frente despejada y hermosa de su marido, sus bigotes, el rostro todo, que en los largos silencios de la noche, cuando él dormía, le gustaba contemplar. En eso, Nikolái se movió y carraspeó.

En aquel instante, desde el otro lado de la puerta, Andriusha gritó:

—¡Papaíto, mamita está aquí!

La condesa María palideció asustada y empezó a hacer señas al pequeño, quien dejó de gritar, y, durante unos segundos, se hizo un silencio temible para ella; sabía que su marido odiaba que lo despertasen. Se oyó de pronto, tras la puerta, un nuevo carraspeo y la voz descontenta de Nikolái:

—¡No lo dejan a uno descansar un momento!— dijo. —¡Mary! ¿Eres tú? ¿Por qué lo has traído?

—Sólo vine a mirar… no lo he visto… perdóname…

Nikolái tosió y guardó silencio. La condesa se retiró de la puerta y acompañó a su hijo hasta la habitación de los niños. Cinco minutos después, la pequeña Natasha, una criatura de tres años y ojos negros, la preferida de su padre, a quien contó su hermano que papaíto dormía y mamita estaba en la habitación de los divanes, corrió sin ser vista por la condesa adonde estaba el padre. La pequeña abrió la puerta chirriante, se acercó con andar decidido de sus aún torpes piececitos al diván, examinó la postura de su padre, acostado de espaldas a ella, se puso de puntillas y besó la mano de Nikolái sobre la cual apoyaba la cabeza.

—¡Natasha! ¡Natasha!— llamó en voz baja y asustada la condesa desde la puerta. —Papá quiere dormir.

—No, mamá, no quiere dormir— contestó con mucha seguridad la pequeña Natasha. —Se está riendo.

Nikolái bajó las piernas del diván, se incorporó y tomó a la niña en brazos.

—Entra, Masha— dijo a su esposa.

La condesa entró en la habitación y se sentó junto a su marido.

—No la vi venir detrás de mí— dijo tímidamente. —Vine por ver…

Nikolái, que tenía en un brazo a la niña, contempló a su mujer y, al ver la expresión de culpa en su rostro, la acercó a sí con el otro brazo y besó sus cabellos.

—¿Puedo besar a mamá?— preguntó a la niña.

Natasha sonrió tímidamente.

—¡Otra vez!— dijo con gesto imperioso, señalando el sitio donde Nikolái la había besado.

—No sé por qué crees que estoy de mal humor— dijo Nikolái, respondiendo a la pregunta que, según sabía, estaba en el ánimo de su mujer.

—No puedes imaginarte lo desgraciada y sola que me siento cuando te pones así. Siempre me parece que…

—Mary, no digas tonterías. ¿Cómo no te da vergüenza?— dijo alegremente.

—Me parece que no puedes quererme por ser tan fea… lo soy siempre… y ahora… en este estado…

—¡Ah, no me hagas reír! La belleza no hace nacer el amor, es el amor quien hace la belleza. Únicamente a las Malvinas y a otras similares se las ama porque son guapas. Pero ¿acaso amo a mi mujer? No, no es amor; ¿cómo te diría?… Sin ti, o cuando algo perturba nuestras relaciones, me siento perdido, no puedo hacer nada. ¿Cómo te lo explicaría? ¿Amo mi dedo? No, no lo amo; pero que traten de quitármelo…

—Yo no pienso lo mismo, pero te comprendo. Entonces, ¿no estás enfadado conmigo?

—¡Terriblemente enfadado!— sonrió Nikolái; y pasándose la mano por el pelo, empezó a pasear. —¿Sabes, Mary, en qué pienso?— dijo, cuando se hizo la paz, empezando a pensar en voz alta ante ella.

No se preguntó si estaba dispuesta a escucharlo; eso no le importaba; se le había ocurrido una idea y su mujer tenía que participar de ella. Y le expuso su intención de convencer a Pierre de que se quedara con ellos hasta la primavera.

La condesa María lo escuchó, hizo algunas observaciones y también comenzó a pensar en voz alta. Se trataba de los niños.

—Ya apunta en ella la mujer— dijo en francés, señalando a la pequeña Natasha. —Vosotros reprocháis a las mujeres la falta de lógica. Pues ahí tienes nuestra lógica. Le digo: “Papá quiere dormir” y ella contesta: “No, se está riendo”.

—Y tiene razón— sonrió feliz la condesa.

—¡Sí, sí!

Nikolái cogió a la pequeña, la levantó en alto, la colocó sobre su hombro sujetando sus piernecitas y paseó por la habitación. Padre e hija tenían la misma expresión de beatífica felicidad.

—¿Sabes?— susurró la condesa en francés, —tal vez seas injusto. La quieres más que a los otros.

—Sí, ya lo sé, pero ¿qué quieres que haga?… Procuro disimularlo…

En aquel instante se oyó en el zaguán y el pasillo un rumor de voces y pasos que delataban la llegada de alguien.

—Alguien ha venido.

—Estoy segura de que es Pierre. Voy a ver— y la condesa salió de la habitación.

Aprovechando su ausencia, Nikolái, con la niña en brazos, se permitió dar unas vueltas por la habitación a pleno galope, hasta que rendido, jadeante, se detuvo, bajó rápidamente a la riente niña y la estrechó contra su pecho. Los saltos que acababa de dar le recordaron el baile y, contemplando la carita redonda y radiante de su hija, pensó en cómo sería cuando él, ya viejito, la acompañara al baile; y lo mismo que su difunto padre, que bailaba con Natasha el Danilo Cooper, él bailaría la mazurca con ella.

—¡Nikolái! ¡Es él! ¡Está aquí!— dijo al poco rato la condesa entrando. —Ahora revivirá nuestra Natasha. Era de ver su alegría, y menuda bronca se llevó Pierre por el retraso. Vamos, vamos de prisa. Separaos ya de una vez— añadió sonriendo, mirando a su hija, que se pegaba al padre.

Nikolái salió con la pequeña de la mano.

La condesa se quedó en el salón de los divanes.

—Jamás, jamás pensé que se pudiera ser tan feliz— susurró.

Una sonrisa iluminó su rostro; pero al mismo tiempo suspiró y su profunda mirada expresó una apacible tristeza. Como si además de la felicidad que experimentaba existiera otra, inaccesible en esta vida, que en aquel momento recordó involuntariamente.

Guerra y paz
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