XIX

Mientras en la sala de recepción y en la habitación de la princesa tenían lugar tales conversaciones, el coche que llevaba a Pierre (a quien mandaron a buscar) y a Anna Mijáilovna, que estimó necesario acompañarlo, entraba en el patio del conde Bezújov. Cuando las ruedas del coche giraron silenciosas sobre la paja extendida bajo las ventanas, Anna Mijáilovna dirigió a su compañero palabras de ánimo pero, al darse cuenta de que durante el trayecto se había dormido en un rincón de la carroza, lo despertó. Despabilado, Pierre salió del carruaje detrás de Anna Mijáilovna y sólo entonces pensó en el encuentro que le esperaba con su padre moribundo. Notó que la carroza no paró ante la entrada principal, sino ante la destinada al servicio. Al bajar vio a dos hombres vestidos como menestrales que se apartaron apresuradamente, aprovechando la oscuridad de las paredes. Pierre se detuvo y en medio de la negrura que rodeaba la casa por ambos lados divisó a varios hombres semejantes a los vistos antes, pero ni Anna Mijáilovna, ni el lacayo, ni el cochero que tenían que haberlos visto se fijaron en ellos. Por consiguiente, razonó Pierre, así debe ser. Siguió a Anna Mijáilovna quien con rápidos pasos subía por la estrecha y débilmente iluminada escalera de piedra y apresuraba a Pierre, que iba detrás sin comprender aún por qué debía ver al conde y menos aún la necesidad de entrar por la escalera de servicio. Pensó, dada la resolución y la prisa de Anna Mijáilovna, que así debía ser. A mitad de la escalera casi fueron derribados por unos hombres que descendían pisando muy fuerte con unos cubos. Se apretaron contra la pared para dejar pasar a Pierre y Anna Mijáilovna y no dieron la más pequeña muestra de sorpresa al verlos.

—¿Están aquí las habitaciones de las princesas?— preguntó a uno de ellos Anna Mijáilovna.

—Sí, la puerta de la izquierda, señora— respondió el lacayo, con voz fuerte y audaz, como si ahora todo estuviera permitido.

—Tal vez el conde no me ha llamado— dijo Pierre cuando llegaron al descansillo. —Será mejor que me vaya a mi habitación.

Anna Mijáilovna se detuvo para esperar a Pierre.

—Ah, mon ami!— dijo con la misma voz y gesto con que por la mañana había hablado a su hijo. —Croyez que je souffre autant que vous, mais soyez homme[105]— añadió, rozando la mano de Pierre.

—¿Y si me fuera?— preguntó Pierre mirando cariñosamente a Anna Mijáilovna a través de sus lentes.

—Ah, mon ami, oubliez les torts qu’on a pu avoir envers vous, pensez que c’est votre père…, peut-être à l’agonie— suspiró. —Je vous ai tout de suite aimé comme mon fils. Fiez-vous à moi, Pierre. Je n’oublierai pas vos intérêts[106]— contestó a su mirada; y avanzó con más prisas por el pasillo.

Pierre, que no comprendía nada, se convenció aún más de que todo tenía que ser así y siguió dócilmente a Anna Mijáilovna, que ya abría la puerta.

La puerta daba al pasillo que correspondía a la entrada de servicio. En un rincón había un viejo sirviente de las princesas haciendo calceta. Pierre no había estado jamás en aquella parte de la casa y ni siquiera sospechaba la existencia de tales cámaras. Anna Mijáilovna preguntó a una sirviente que la adelantó, con una botella sobre una bandejita (llamándola “querida” y “paloma mía”), cómo estaban las princesas y condujo a Pierre más allá, por un pasillo de baldosas. La primera puerta a la izquierda del pasillo llevaba a las habitaciones de las princesas. La sirvienta de la botella, con la prisa (en aquellos momentos todo se hacía con prisas en la casa), no había cerrado la puerta y, al pasar, Pierre y Anna Mijáilovna miraron involuntariamente al interior de la estancia, donde conversaban, sentados muy cerca el uno de la otra, la mayor de las princesas y el príncipe Vasili, quien, reconociendo a los que pasaban, tuvo un gesto de impaciencia y se echó hacia atrás; la princesa, con desesperado ademán, cerró con toda fuerza la puerta.

Aquel gesto estaba tan en desacuerdo con la tranquila forma de ser de la princesa, y el miedo reflejado en el rostro del príncipe Vasili correspondía tan poco a su digna actitud de siempre, que Pierre se detuvo y miró interrogante, a través de sus lentes, a su guía. Anna Mijáilovna no pareció extrañarse: se limitó a sonreír levemente y suspiró, como diciendo que ella esperaba todo cuanto estaba sucediendo.

—Soyez homme, mon ami, c’est moi qui veillerai à vos intérêts[107]— contestó a su mirada; y avanzó con más prisa por el pasillo.

Pierre, sin comprender de qué se trataba y menos aún qué significaba aquello de veiller à vos intérêts, seguía creyendo que todo debía ser así. El pasillo los condujo a una sala medio oscura que daba al salón de recepción del conde. Era una de aquellas salas frías y lujosas que ya conocía Pierre, aunque siempre había llegado por la entrada principal. En medio de una de ellas había una bañera vacía y la alfombra estaba salpicada de agua. Cuando entraron, un criado y un sacristán, portador de un incensario, salían de puntillas, sin reparar en los recién venidos. Entraron en el salón de recepción —ya conocido por Pierre—, con dos ventanales de estilo italiano que comunicaban con el jardín de invierno y decorado con un gran busto y un retrato de tamaño natural de la emperatriz Catalina.

En el salón estaban las mismas personas de antes, en idénticas posturas, y seguían cuchicheando. Todos callaron para mirar a Anna Mijáilovna, con su rostro pálido y lloroso, y al corpulento Pierre, que la seguía dócilmente con la cabeza baja.

El rostro de Anna Mijáilovna expresaba la convicción de que el instante decisivo había llegado. Entró con el semblante de una dama petersburguesa atareada, sin dejar a Pierre, y aún más decidida que por la mañana. Presentía que llevando consigo a la persona a quien el moribundo quería ver iba a ser bien recibida. Recorrió con rápida mirada a los presentes y viendo al confesor del conde se acercó a él con menudos pasos como encogida o como si hubiera disminuido de tamaño y recibió respetuosamente su bendición y después la de otro sacerdote.

—¡Dios sea loado! ¡Llegamos a tiempo!— dijo al sacerdote. —Todos los parientes teníamos tanto miedo… Este joven es el hijo del conde— añadió bajando el tono. —¡Qué terrible momento!

Pronunciadas estas palabras, se acercó al doctor.

—Cher docteur— le dijo, —ce jeune homme est le fils du comte… y a-t-il de l’espoir?[108]

El doctor, en silencio, levantó los ojos y los hombros con gesto rápido. Anna Mijáilovna hizo el mismo movimiento. Después, cerrando casi los ojos, suspiró, se apartó del doctor y se acercó a Pierre. Se dirigió a él con singular respeto y melancólica ternura.

—Ayez confiance en Sa miséricorde[109]— murmuró, e indicándole un pequeño diván para que se sentara allí y la esperase se dirigió sin hacer ruido hacia la puerta a la que todos miraban y desapareció también, casi sin ruido, detrás de ella.

Pierre, decidido a obedecer en todo a su guía, se dirigió al diván indicado. Apenas hubo desaparecido Anna Mijáilovna, Pierre advirtió que todas las miradas se dirigían a él con algo más que curiosidad y compasión. Notó que todos susurraban algo, señalándolo con los ojos, con cierto temor y hasta obsequiosamente. Le testimoniaban un respeto que, hasta entonces, ninguno le había mostrado. Una dama, a la que no conocía y que estaba hablando con el sacerdote, se levantó de su sitio para ofrecérselo. El ayudante de campo recogió del suelo un guante que Pierre había dejado caer distraídamente y se lo entregó. Los médicos callaron con respeto y se apartaron para dejarle sitio. Pierre quiso al principio sentarse en otro lugar para no molestar a la señora, quiso recoger el guante por sí mismo y evitar a los médicos, que, por cierto, no le cerraban el paso; pero se dio cuenta de que no habría sido correcto y que, a partir de aquella noche, era una persona obligada a un ritual terrible, previsto por todos, y que por tal motivo debía resignarse a recibir y aceptar favores de todos. Tomó sin decir una palabra el guante que le ofrecía el ayudante de campo, se sentó en el puesto de la señora, puso sus grandes manos sobre las rodillas, colocadas simétricamente en la ingenua postura de una estatua egipcia, y se dijo que todo aquello debía ser así precisamente y que, para mantenerse en su puesto y no cometer estupideces, no debía proceder aquella noche por iniciativa propia sino abandonarse totalmente a la voluntad de quienes lo guiaban.

No habían transcurrido más de dos minutos cuando el príncipe Vasili, de uniforme, con tres condecoraciones en el pecho, la cabeza erguida y el porte majestuoso, penetró en el salón. Parecía haber adelgazado desde la mañana; sus ojos, más agrandados que de ordinario, pasaron revista al público. Al darse cuenta de la presencia de Pierre se acercó a él, le tomó la mano (lo que hasta entonces no había hecho nunca) y la sacudió vigorosamente hacia abajo, como para comprobar su resistencia.

—Courage, courage, mon ami. Il a demandé à vous voir. C’est bien…[110] y mostró intención de alejarse.

Pero Pierre creyó necesario preguntarle:

—¿Cómo está?…— y se detuvo indeciso, no sabiendo si debía decir, al hablar del moribundo, “conde”; decir “mi padre” le daba vergüenza.

—Il a eu encore un coup, il y a une demi-heure. Courage, mon ami…[111]

Pierre tenía tal confusión de ideas que, al oír la palabra coup, pensó que había sido golpeado y miró con estupor al príncipe Vasili; sólo después comprendió que el coup se refería a la enfermedad. El príncipe Vasili se dirigió al doctor Lorrain para decirle algo, y después fue de puntillas hacia la puerta. Como no sabía caminar así, el resultado fueron unos saltitos que hicieron temblar todo su cuerpo. Después pasó la mayor de las princesas y, tras ella, los sacerdotes, sacristanes y domésticos. Del otro lado de la puerta se oía gran movimiento; por último, con el mismo rostro descolorido, pero firme en el cumplimiento de su deber, salió Anna Mijáilovna, que dijo a Pierre, rozándole la mano:

—La bonté divine est inépuisable. C’est la cérémonie de l’extréme-onction qui va commencer. Venez.[112]

Pierre cruzó el umbral, pisando la mullida alfombra, y notó que el ayudante de campo, la dama desconocida y alguien de la servidumbre entraban después, como si ahora no necesitaran permiso alguno para penetrar en aquella estancia.

Guerra y paz
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