XV
El convoy, los prisioneros y los bagajes del mariscal se detuvieron en la aldea de Shámshevo. Todos se amontonaron en torno a las hogueras. Pierre se acercó a una de ellas, comió carne de caballo asada, se echó de espaldas en el suelo e inmediatamente se durmió con el mismo sueño que se había apoderado de él en Mozhaisk, después de la batalla de Borodinó.
De nuevo se mezclaban los acontecimientos reales e imaginarios; y alguien, tal vez él mismo u otra persona, le sugerían pensamientos idénticos a los de entonces.
“La vida lo es todo. La vida es Dios. Todo se mueve y se desplaza, y ese movimiento es Dios. Mientras hay vida existe el placer de conocer la divinidad. Amar la vida es amar a Dios. Lo más bienaventurado y difícil es amar esta vida con sus sufrimientos, con sus inmerecidas torturas.”
“¡Karatáiev!”, recordó.
Y de pronto acudió a su memoria con toda lucidez un afable maestro olvidado hacía mucho tiempo, que había sido su profesor de geografía en Suiza. “Espera”, dijo el anciano, mostrándole el globo terrestre. Era una esfera oscilante dotada de movimiento y sin dimensiones. Toda su superficie estaba formada por gotas unidas estrechamente unas a otras; esas gotas se movían de un sitio a otro, se desplazaban; algunas se fundían en una sola, bien una se dividía en muchas. Cada gota intentaba ampliarse, ocupar mayor espacio, pero las demás, que llevaban el mismo intento, la comprimían, a veces la destruían y a veces se fundían con ella.
—He aquí la vida— dijo el anciano maestro.
“¡Qué claro y sencillo es todo esto! —pensó Pierre—. ¿Cómo es posible que no lo haya comprendido antes? En el centro está Dios y cada gota pretende ampliarse para reflejarlo mejor. Se agranda, se une a otras, se comprime y destruye, se hunde profundamente y vuelve a rebrotar. Karatáiev, por ejemplo, se disgregó y ha desaparecido.”
—Vous avez compris, mon enfant?— dijo el maestro.[616]
—Vous avez compris, sacré nom!— gritó una voz.[617]
Y Pierre se despertó.
Se incorporó. Un soldado francés, que acababa de echar de su sitio a uno ruso, estaba en cuclillas junto al fuego y asaba un pedazo de carne atravesado por una baqueta. Sus manos de cortos dedos, rojizas, velludas y surcadas de venas, daban vueltas a la baqueta con agilidad. El rostro, cetrino y sombrío, de cejas fruncidas, era claramente visible a la luz de las brasas.
—Ça lui est bien égal. Brigand! Va![618]— gruñó volviéndose al soldado que estaba a sus espaldas.
Y sin dejar de dar vueltas a la baqueta miró sombríamente a Pierre, quien se apartó, oteando la sombra. El prisionero ruso expulsado por el francés se había sentado cerca de la hoguera y acariciaba algo. Pierre reconoció a la perrilla lilácea de Karatáiev que, moviendo el rabo, estaba junto al soldado.
—¡Ah! ¿Estás ahí?— murmuró Pierre. —Y Pla…— pero no terminó.
De pronto lo recordó todo, la mirada de Platón sentado al pie del árbol, el disparo, los aullidos de la perra, los rostros culpables de los dos franceses que pasaron delante de él, el fusil humeante aún, la ausencia de Karatáiev. Estaba a punto de comprender que habían matado a Platón, pero en ese mismo instante, y sabe Dios cómo, recordó una tarde de verano que pasó con una hermosa polaca en el balcón de su casa de Kiev, y sin ligar los recuerdos del día, sin extraer conclusión alguna, Pierre cerró los ojos, y las escenas de la naturaleza estival se unieron al recuerdo de unos baños, de una esfera líquida en movimiento. Y él mismo se hundía dentro del agua, que se iba uniendo encima de su cabeza.
Antes del amanecer lo despertaron disparos y gritos. Algunos franceses pasaron corriendo delante de Pierre.
—Les cosaques!— gritó uno, y un minuto después un grupo de caras rusas rodeaba a Pierre.
Tardó largo tiempo en comprender lo que estaba sucediendo. Por todas partes se oía el jubiloso clamor de sus compañeros.
—¡Hermanos! ¡Amigos! ¡Queridos hermanos!— gritaban entre sollozos viejos soldados, abrazando a los cosacos y húsares.
Éstos rodeaban a los prisioneros y se apresuraban a ofrecerles ropa, zapatos, alimentos. Pierre, sentado en medio de todos, sollozaba y no podía pronunciar una palabra. Abrazó al primer soldado que se le acercó, besándolo sin dejar de llorar.
Dólojov, junto al portalón de la casa en ruinas, contemplaba el paso de franceses, ya desarmados, quienes, bajo la impresión de lo sucedido, charlaban entre sí a grandes voces, pero sus conversaciones cesaban al pasar delante de Dólojov, que, golpeándose la caña de la bota con la fusta, los miraba con ojos fríos y vidriosos, que no prometían nada bueno. Del otro lado estaba uno de los cosacos de Dólojov, que contaba los prisioneros y señalaba cada grupo de cien con una raya de tiza en la puerta.
—¿Cuántos?— le preguntó Dólojov.
—Va el segundo centenar— respondió el cosaco.
—Filez, filez— decía Dólojov, que había aprendido esa expresión de los franceses. Cuando sus ojos se encontraban con los de aquellos hombres, se iluminaban con un brillo cruel.
Denísov, con rostro sombrío, descubierta la cabeza, seguía a los cosacos que trasladaban a una fosa excavada en el jardín el cadáver de Petia Rostov.