VIII
—Ma bonne amie— dijo la pequeña princesa la mañana del 19 de marzo, después del desayuno; y su labio, sombreado de pelusa, se levantó como siempre; pero como en la casa, después de la terrible noticia, todo era triste, hasta la sonrisa de la pequeña princesa (que sin saber nada se encontraba bajo la influencia del ambiente general) era tan melancólica que acrecentaba todavía más el dolor de todos. —Ma bonne amie, je crains que le “fruschtique” (comme dit Foka, el cocinero) de ce matin ne m’aie pas fait du mal.[250]
—¿Qué te ocurre, Lisa? Estás pálida, muy pálida— dijo asustada la princesa María, corriendo pesadamente hacia su cuñada.
—Excelencia, ¿no convendría llamar a María Bogdánovna?— preguntó una de las doncellas que se encontraba en la estancia.
María Bogdánovna era la comadrona de la cabeza de distrito; desde hacía dos semanas vivía en Lisie-Gori.
—En efecto— aprobó la princesa María. —Puede que sea eso. Voy a avisarle. Courage, mon ange![251]— besó a Lisa y quiso salir de la habitación.
—¡Oh, no, no!— además de la palidez, en el rostro de Lisa apareció el miedo infantil a los dolores físicos inevitables. —Non, c’est l’estomac… Dites que c’est l’estomac, dites, Marie, dites…[252]
Y la pequeña princesa rompió en llanto como una niña caprichosa, hasta con un poco de fingimiento, retorciendo sus pequeñas manos.
La princesa María salió en busca de María Bogdánovna.
—Oh! Mon Dieu! Mon Dieu!— oyó mientras se alejaba.
La comadrona se acercaba, frotándose las manos blancas, pequeñas y regordetas, el rostro grave y tranquilo.
—María Bogdánovna, parece que ya ha comenzado— dijo la princesa María mirándola con ojos muy abiertos y asustados.
—Y gracias a Dios, princesa— dijo María Bogdánovna sin apresurar el paso. —Y usted debe retirarse; no son cosas que deban saber las doncellas.
—¿Qué vamos a hacer? El médico de Moscú no ha llegado todavía— dijo la princesa.
Según el deseo de Lisa y del príncipe Andréi, habían llamado a un doctor, al que esperaban de un momento a otro.
—No importa, princesa, no se preocupe: todo saldrá bien, aun sin médico— repuso María Bogdánovna.
Cinco minutos después, la princesa María oyó desde su habitación un ruido como si arrastraran algo pesado. Salió a ver y se encontró con unos criados que llevaban a la alcoba de Lisa el diván de cuero del despacho del príncipe Andréi. El rostro de los hombres que arrastraban el mueble tenía algo de solemne y apacible.
La princesa María, sola en su habitación, permanecía atenta a los rumores de la casa. De vez en cuando, si alguien pasaba delante de su habitación, abría la puerta y miraba lo que ocurría en el pasillo. Algunas mujeres iban y venían, procurando no hacer ruido, se volvían para mirarla y apartaban la vista. Ella no se atrevía a preguntar, cerraba la puerta y regresaba a su sitio. Ya se sentaba, ya tomaba un libro de oraciones y se arrodillaba delante de los iconos. Advirtió, dolorida y asombrada, que las plegarias no calmaban su inquietud.
De pronto, la puerta de su habitación se abrió calladamente para dar paso a su vieja niñera, Praskóvia Sávishna, quien, por prohibición del príncipe, raras veces se atrevía a visitarla.
—Vengo a hacerte compañía, Máshenka; traigo las velas del matrimonio del príncipe para encenderlas ante los santos, palomita mía— dijo la anciana suspirando.
—¡Qué contenta estoy de que hayas venido!
—¡Dios es misericordioso, paloma!
La niñera encendió ante las imágenes las afiligranadas velas y se sentó con la calceta cerca de la puerta. La princesa volvió a abrir su libro de oraciones y se puso a leer. Pero cuando oía pasos o voces levantaba los ojos asustados e interrogantes y la niñera la tranquilizaba con su mirada. El sentimiento experimentado por la princesa María parecía haberse apoderado de toda la casa. Debido a la creencia popular de que cuantas menos personas conozcan los dolores de una parturienta, tanto menos sufre ella, todos fingían ignorarlo. Nadie hablaba del trance, pero en todos se notaba (además del ambiente de gravedad y respeto habituales en la casa del príncipe) una general preocupación, una tierna solicitud y la conciencia de que estaba teniendo lugar un acontecimiento grande e incomprensible.
En la parte destinada a las mujeres de la servidumbre no se oían risas. Los criados, a su vez, permanecían sentados en silencio, como si esperaran algo. Fuera de la casa habían encendido teas y antorchas; nadie dormía. El viejo príncipe, que caminaba sobre los talones a un lado y a otro de su despacho, envió a Tijón para interrogar a María Bogdánovna.
—Di sólo que el príncipe te manda para informarse y ven con lo que te diga.
—Informa al príncipe de que el parto ha comenzado— dijo María Bogdánovna, mirando al mensajero con aire significativo.
Tijón repitió al príncipe las palabras de María Bogdánovna.
—Está bien— dijo el príncipe, cerrando la puerta tras de sí; y Tijón no volvió a oír ni el mínimo ruido en el despacho.
Poco después volvió a entrar, con el pretexto de cambiar las velas; el viejo príncipe estaba echado en el diván; Tijón lo miró y, observando su rostro angustiado, movió la cabeza, se acercó silenciosamente, lo besó en un hombro y salió de nuevo, sin cambiar las velas y sin decir para qué había entrado.
Se estaba cumpliendo el más solemne misterio de cuantos existen en el mundo.
Pasó la tarde y llegó la noche; la sensación de espera y de tierna emoción ante lo incomprensible no cedía, sino que iba en aumento. Nadie durmió en la casa.
Era una de esas noches de marzo cuando el invierno parece volver por sus fueros y desencadena con furia las últimas nieves y ventiscas. El médico alemán era esperado de un momento a otro; había salido a su encuentro un coche y algunos hombres a caballo con linternas esperaban en la carretera para acompañarlo por el camino lleno de baches.
Hacía tiempo que la princesa María había dejado su libro; permanecía sentada, en silencio, con los luminosos ojos fijos en el rostro rugoso de la niñera, tan conocido en todos sus detalles: contemplaba el mechón de cabellos grises que se le escapaban bajo el pañuelo y la papada que pendía de la barbilla.
La vieja niñera Sávishna, con la calceta en las manos, repetía, sin oír ni comprender sus propias palabras, historias ya cien veces contadas de cómo la difunta princesa había dado a luz a la princesa María, en Kíshiniov, asistida por una campesina moldava que hacía de comadrona.
—Dios tendrá piedad, los médicos nunca son necesarios— decía. Un golpe de viento batió el marco de una ventana de la habitación. (Por orden del príncipe se quitaban siempre las contraventanas cuando aparecían las alondras.) Uno de los pestillos, mal cerrado, se abrió bruscamente y una ráfaga de aire helado entró en la estancia, agitando las cortinas y apagando la vela. La princesa se estremeció: la vieja niñera dejó la calceta, se acercó a la ventana y se asomó hacia afuera tratando de apresar el marco. El viento frío agitaba las puntas de su pañuelo y el mechón de pelo gris.
—¡Princesa, madrecita! ¡Alguien viene por el camino, con linternas! ¡Debe de ser el médico!— dijo, sujetando el marco, pero sin cerrarlo.
—¡Alabado sea Dios!— exclamó la princesa. —Hay que salir a recibirlo, no sabe hablar en ruso.
La princesa María se echó un chal sobre los hombros y corrió al encuentro del recién llegado. Al atravesar la antecámara vio a través de las ventanas varias linternas y un vehículo detenido ante el portal. Avanzó hasta la escalera. Sobre el pilar de la balaustrada había una vela, de la que el viento hacía caer gotas de cera. Filip, un camarero, estaba en el primer rellano con cara de susto y otra vela en la mano; más abajo, donde la escalera daba la vuelta, se oyeron pasos precipitados de alguien calzado con botas de invierno y resonó una voz que a la princesa le pareció conocida:
—¡Gracias a Dios!— decía esa voz. —¿Y mi padre?
—Está descansando— replicó la voz de Demián, el mayordomo, que ya estaba abajo.
El otro pronunció todavía algunas palabras. Demián respondió algo y el ruido de las botas avanzó con mayor rapidez por la escalera.
“¡Es Andréi! —pensó la princesa—. No, no es posible. Sería demasiado extraordinario.”
Y en aquel mismo instante que lo pensaba, en el descansillo donde esperaba el camarero con la vela, apareció el príncipe Andréi, con un abrigo de pieles cubierto de nieve en el cuello. Sí, era él, pero pálido y delgado, extrañamente distinta la expresión de su rostro, una expresión de inquieta ternura. Subió la escalera y abrazó a su hermana.
—¿No recibisteis una carta mía?— preguntó.
Sin esperar una respuesta que no habría obtenido, porque la princesa María era incapaz de hablar, volvió sobre sus pasos y, junto con el médico alemán, que había entrado detrás de él (se habían encontrado en la última estación), siguió adelante con paso rápido y abrazó de nuevo a su hermana.
—¡Qué destino, Masha querida!— dijo.
Y quitándose el abrigo y las botas entró en la habitación de la princesa Lisa.