IV
El regimiento de húsares de Pavlograd estaba acuartelado a dos millas de Braunau. El escuadrón donde Nikolái Rostov servía como cadete ocupaba la aldea alemana de Saltzeneck. El mejor alojamiento estaba reservado para el capitán del escuadrón, Denísov, a quien en toda la división de caballería se conocía con él nombre de Vaska Denísov. Desde que el cadete se unió al regimiento en Polonia, vivía con el comandante del escuadrón.
El 11 de octubre, el mismo día en el que el Cuartel General fue puesto en conmoción por la noticia del desastre de Mack, la vida de campaña se desenvolvía en el escuadrón tan tranquila como siempre. Denísov, que se había pasado toda la noche jugando a las cartas, no había aparecido aún cuando Rostov, muy de mañana, volvía a caballo de un servicio de aprovisionamiento de forraje. Rostov, con uniforme de cadete, se acercó al zaguán y con un movimiento diestro y juvenil enderezó las piernas apoyándose en los estribos, como si no quisiera separarse de su cabalgadura, permaneció así unos instantes, desmontó por fin de un salto y llamó al asistente.
¡Eh, Bondarenko, mi buen amigo!— dijo al húsar que se precipitaba ya hacia el caballo. —Dale un paseo.
Hablaba con el afecto fraternal, tierno y amistoso propio de jóvenes de buen corazón cuando se sienten dichosos.
—A sus órdenes, Excelencia— replicó el ucraniano, sacudiendo alegremente la cabeza.
—¡Mira bien, un buen paseo!
Otro húsar se había precipitado también hacia el caballo, pero Bondarenko sujetaba ya las bridas. Era evidente que el cadete daba propinas abundantes para el vodka y que era provechoso hallarse a su servicio. Rostov acarició la crin de su caballo, después la grupa, y se detuvo en el porche.
“¡Excelente! ¡Será un buen caballo!”, se dijo; y con una sonrisa de satisfacción, sujetando el sable, subió al zaguán con ruido de espuelas. El alemán dueño de la casa, con chaleco de franela y gorro en la cabeza, contemplaba la escena desde el establo, sosteniendo en la mano la horca con que había recogido el estiércol. El rostro del alemán se aclaró al ver a Rostov. Sonrió alegremente y le guiñó un ojo:
—Schön gut’ Morgen, schön gut’ Morgen![152]— repitió, visiblemente satisfecho de saludar al joven.
—Schön fleissig![153]— dijo Rostov con la cordial sonrisa que nunca abandonaba su rostro animado. —Hoch Östreicher! Hoch Russen! Kaiser Alexander Hoch!— dijo al alemán, repitiendo las palabras que este último acostumbraba pronunciar con frecuencia.
El alemán se echó a reír, salió del establo y, quitándose el gorro, lo agitó sobre su cabeza, gritando:
—Und die ganze Welt hoch![154]
—Und vivat die ganze Welt!— contestó Rostov, también quitándose la gorra y agitándola sobre su cabeza.
Aunque no hubiese motivo especial de alegría, ni para el alemán, que limpiaba su cuadra, ni para Rostov, que venía de hacerse cargo del forraje para el escuadrón, aquellos dos hombres, con alegre entusiasmo y amor fraternal, se miraron el uno al otro, agitaron la cabeza en señal de recíproco afecto y se separaron sonriendo: el alemán para volver a la cuadra y Rostov para entrar en la isba donde vivía con Denísov.
—¿Dónde está tu amo?— preguntó a Lavrushka, el asistente de Denísov, conocido por sus granujerías en todo el regimiento.
—No volvió esta noche. Seguro que ha perdido— respondió Lavrushka. —Lo conozco bien: cuando gana, vuelve en seguida para presumir, y cuando no vuelve hasta la mañana siguiente es señal de que lo han pelado y viene de mal humor. ¿Desea tomar café?
—Sí, dámelo.
Diez minutos después Lavrushka traía el café.
—Ya viene— dijo. —¡Buena me espera!
Rostov miró por la ventana y vio a Denísov que se acercaba a la casa. Denísov era pequeño, de rostro colorado, ojos negros y brillantes, alborotados los cabellos y bigotes negros. Llevaba la guerrera desabrochada, calzones bombachos y el gorro de húsar chafado e inclinado hasta la nuca. Se acercaba con el rostro serio y la cabeza gacha.
—¡Lavrushka!— gritó con voz fuerte y gangosa. —¡Quítame ya eso, imbécil!
—¡Es lo que estoy haciendo!— respondió Lavrushka.
—¡Ah! ¿Ya estás levantado?— dijo Denísov, entrando en la habitación.
—Y no hace poco— replicó Rostov. —Fui ya por el forraje y he visto a Fräulein Mathilde.
—¡Vaya! Pues yo, hermano, toda la noche estuve perdiendo como un hijo de perra— gritó Denísov. —¡Una desgracia! ¡Una verdadera mala suerte!… En cuanto te fuiste, todo empezó a ir mal. ¡Eh, trae té!
Denísov, con un gesto que parecía una sonrisa, dejando ver sus dientes pequeños y fuertes, hundió los cortos dedos de ambas manos entre sus cabellos negros e hirsutos como un bosque.
—¡Es el diablo quien me llevó a casa de aquella rata!— añadió, refiriéndose a cierto oficial y pasándose las manos por la frente y la cara. —¡Figúrate que ni un solo naipe, ni uno solo me ha venido en toda la noche!
Tomó la pipa encendida que le daba el ordenanza, la apretó en el puño, dejando caer el fuego, golpeó con ella el suelo y siguió gritando:
—¡Simples ganas, dobles pierdes! ¡Te cede los simples, te mata a los dobles!
Se le cayó el resto del tabaco, rompió la pipa y la tiró.
Luego cesó en sus gritos y con sus brillantes ojos negros miró alegremente a Rostov.
—¡Si por lo menos hubiera mujeres! ¡Pero lo único que uno puede hacer aquí es beber! Si al menos nos batiésemos pronto… —¡Eh! ¿Quién está ahí?— gritó al oír unas pisadas fuertes, ruido de espuelas y una respetuosa tosecilla.
—El sargento— anunció Lavrushka.
Denísov crispó aún más el rostro.
—¡Mal vamos!— dijo, echando a Rostov una bolsita con algunas monedas de oro. —Haz el favor de contar lo que hay ahí dentro y ponlo debajo de la almohada.
Salió a ver al sargento. Rostov cogió la bolsa y, apilando maquinalmente las monedas de oro nuevas y viejas, se puso a contarlas.
—¡Hola, Telianin! ¡Buenos días! ¡Me han desplumado esta noche!— oyó decir a Denísov desde la otra habitación.
—¿Dónde? ¿En casa de Bikov, en casa de la rata?… Me lo imaginaba— respondió una voz aguda; seguidamente en la habitación donde estaba Rostov entró un oficial de su escuadrón, el teniente Telianin.
Rostov guardó la bolsita bajo la almohada y estrechó la mano pequeña y húmeda que le tendía el recién llegado. Telianin, poco antes de la campaña, fue expulsado de la Guardia por razones que se desconocían. Su comportamiento en el regimiento era excelente, pero no lo querían, especialmente Rostov no podía vencer ni ocultar la repulsión inmotivada que aquel oficial le producía.
—¿Qué tal joven caballero? ¿Qué tal con mi Grachik?— preguntó (Grachik era un caballo de silla vendido por Telianin a Rostov).
El teniente no miraba nunca de frente a su interlocutor; sus ojos vagaban sin descanso de un objeto a otro.
—Lo he visto cuando pasaba…
—No está mal, es buen caballo— respondió Rostov, aunque aquel caballo, por el cual había pagado setecientos rublos, no valía ni la mitad. —Empieza a cojear un poco de la izquierda delantera— añadió.
—Se le habrá agrietado el casco, pero no es nada; le enseñaré a poner el remache.
—Sí, sí, por favor— aceptó Rostov.
—Lo haré, lo haré, no es ningún secreto. Y del caballo quedará usted contento.
—Voy a decir que lo traigan— dijo Rostov, impaciente por librarse de Telianin. Y salió para dar la orden.
En el zaguán, Denísov, con otra pipa en la boca, permanecía sentado en el umbral, escuchando el informe del sargento.
Al ver a Rostov, Denísov frunció el ceño y, señalando la habitación donde había quedado Telianin, hizo una mueca de disgusto y repulsión.
—No puedo aguantar a ese tipo— dijo sin hacer caso de la presencia del sargento.
Rostov se encogió de hombros como diciendo: “Tampoco yo, pero ¿qué le vamos a hacer?”, y después de dar las órdenes volvió a reunirse con Telianin.
Telianin mantenía la misma postura indolente de antes, cuando salió Rostov, y se frotaba sus pequeñas y blancas manos.
“Hay fisonomías repulsivas”, pensó Rostov al entrar.
—¿Qué, ha mandado que traigan el caballo?— preguntó Telianin levantándose y mirando en derredor con desenfado.
—Sí.
—Vamos entonces. Me había acercado para preguntar tan sólo a Denísov sobre la orden de ayer. ¿La ha recibido, Denísov?
—No, todavía no. ¿Adónde va?
—Quiero enseñar a este joven cómo se pone un remache— replicó Telianin.
Salieron al patio y pasaron a la cuadra. El teniente ensenó a Rostov la manera de hacerlo y se fue.
Cuando Rostov volvió a la habitación, había sobre la mesa una botella de vodka y embutidos. Denísov estaba sentado y escribía haciendo chirriar la pluma sobre el papel. Miró a Rostov con aire sombrío.
—Le escribo a ella— dijo.
Apoyó los codos en la mesa, con la pluma en la mano, y, contento de poder explicar de palabra cuanto pensaba escribir, expuso detalladamente a Rostov el contenido de su carta.
—Ya ves, amigo— comentó, —estamos como dormidos cuando no amamos. Somos hijos de la nada… Pero cuando nos enamoramos somos dios, puros como el primer día de la creación… ¿Quién es ahora? ¡Mándalo al diablo! ¿No tengo tiempo?— gritó a Lavrushka, que se le acercaba sin temor alguno.
—Pero… ¡lo mandó venir usted mismo! Es el sargento que viene por el dinero.
Denísov frunció el ceño, quiso gritar algo, pero no llegó a hacerlo.
—Mal asunto— dijo para sí. —¿Qué dinero ha quedado en la bolsa?— preguntó a Rostov.
—Siete monedas nuevas y tres viejas.
—¡Mal asunto! ¿Qué haces ahí, mamarracho? ¡Di al sargento que pase!— gritó Denísov a Lavrushka.
—Denísov, hazme el favor de aceptar algún dinero, yo tengo— dijo Rostov ruborizándose.
—No, no me gusta tomar prestado de los amigos— refunfuñó Denísov.
—Si no aceptas este dinero, como buen amigo, me ofenderé. Yo no lo necesito, te lo aseguro— repitió Rostov.
—Te digo que no— y Denísov se acercó a la cama para sacar la bolsita debajo de la almohada.
—¿Dónde la has puesto, Rostov?
—Debajo de la segunda almohada.
—Pues no está.
Denísov tiró las dos almohadas al suelo. La bolsa no aparecía.
—¡Qué raro!
—Espera, ¿no se te habrá caído?— Rostov cogió las almohadas una tras otra y las sacudió.
Lo mismo hizo con la colcha, pero la bolsa no aparecía.
—¿Habré olvidado dónde la puse? Pero no, hasta pensé que la colocabas bajo tu cabeza como si fuese un tesoro— dijo Rostov. —La puse aquí, ¿sabes?
Y preguntó a Lavrushka:
—¿Dónde está?
—Yo ni siquiera entré aquí… Tiene que estar donde la pusiera.
—Pues no está.
—Siempre hacen lo mismo; dejan las cosas en cualquier parte y después se olvidan. Mírense los bolsillos.
—No, si no hubiese pensado en lo del tesoro, tal vez; pero me acuerdo bien de haberla dejado aquí— aseguró Rostov.
Lavrushka deshizo toda la cama, miró debajo, buscó por toda la habitación y por último se detuvo en medio de la estancia. Denísov seguía en silencio los movimientos de Lavrushka, y cuando éste hizo un gesto de asombro, como explicando que la bolsa seguía sin aparecer, miró fijamente a Rostov.
—Rostov, deja ya de jugar…
Rostov, que sentía sobre sí la mirada de Denísov, levantó los ojos, pero los bajó en seguida. Toda la sangre que le afluía a la garganta le invadió los ojos y el rostro. Apenas podía respirar.
—En esta habitación sólo estuvo el teniente y usted. Tiene que estar aquí, en alguna parte— dijo Lavrushka.
—¡Y tú, mala bestia, muévete y busca!— gritó de pronto Denísov frenético, echándose con gesto amenazador sobre el asistente. —¡Encuentra la bolsa o te haré azotar hasta que mueras! ¡Os azotaré a todos!
Rostov, sin mirar a Denísov, se abotonó la guerrera, tomó el sable y se puso la gorra.
—¡Te digo que encuentres la bolsa!— gritaba Denísov, sacudiendo por los hombros a su asistente y empujándolo contra la pared.
—Déjalo, Denísov. Yo sé quién la ha cogido— dijo Rostov, acercándose a la puerta sin levantar los ojos.
Denísov se detuvo; reflexionó un instante y, comprendiendo a quién aludía Rostov, lo retuvo del brazo.
—¡Tonterías!— y las venas del cuello y la frente se le tensaron como cuerdas. —Te digo que te has vuelto loco, no lo permitiré. La bolsa está aquí, arrancaré el pellejo a este canalla y aparecerá.
—Sé quién la ha cogido— repitió Rostov con voz temblorosa, acercándose a la puerta.
—Y yo digo que no te atrevas— gritó Denísov, lanzándose tras el cadete para impedirle salir.
Pero Rostov se deshizo de él con el mismo furor con que rechazaría a su peor enemigo y lo miró fijamente a los ojos.
—¿Comprendes lo que dices?— exclamó con la misma voz temblorosa. —Nadie estuvo aquí más que yo. Así pues, si estoy equivocado…
No pudo concluir, y salió de la habitación.
—¡Que el diablo os lleve a ti y a todos!— fueron las últimas palabras que oyó Rostov.
De allí se dirigió a la casa de Telianin.
—El señor no está en casa; ha ido al Estado Mayor— dijo el asistente. Y añadió, mirando con asombro el demudado rostro del joven oficial: —¿Ha pasado algo?
—No, nada.
—Por poco lo encuentra aquí— comentó el asistente.
El Estado Mayor estaba a unos tres kilómetros de Saltzeneck. Sin pasar por casa, Rostov montó a caballo y partió hacia allí. En la aldea donde se había instalado el Estado Mayor había una hostería que solía ser frecuentada por los oficiales; Rostov se encaminó hacia allí y junto al porche vio el caballo de Telianin.
En una sala reservada estaba el oficial sentado a la mesa ante un plato de salchichas y una jarra de vino.
—¡Hola! ¿También usted por aquí, joven?— sonrió arqueando mucho las cejas.
—Sí— dijo Rostov, pronunciando con gran esfuerzo esa palabra. Y se sentó a la mesa vecina.
Ambos guardaron silencio. En la misma sala había dos alemanes y un oficial ruso. Todos callaban y no se oía más que el ruido de los cuchillos sobre los platos y el de las mandíbulas del teniente al masticar.
Terminada su comida, Telianin sacó del bolsillo una bolsa doble. Separó los anillos con sus pequeños dedos blancos vueltos en las puntas, sacó una moneda de oro y, alzando con aire despreocupado las cejas, se la entregó al mozo.
—Date prisa, por favor— le dijo.
La moneda era nueva. Rostov se levantó y se acercó a Telianin.
—Permítame ver su bolsa— dijo con voz apenas perceptible.
Con su huidiza mirada, pero siempre con las cejas arqueadas, Telianin le tendió la bolsa.
—Sí, es una bonita bolsa… Sí… sí— dijo, palideciendo de pronto. —Mírela usted, joven— añadió.
Rostov tomó la bolsa; la examinó y miró el dinero que había dentro. Después levantó los ojos hacia Telianin. El teniente, como de costumbre, miraba a su alrededor y parecía repentinamente muy contento.
—Si llegamos a Viena, allí se quedará todo; pero aquí, en estas aldeas miserables, no sabe uno qué hacer con el dinero. Bueno, démela, joven, que me voy.
Rostov guardó silencio.
—¿Ha venido también a comer? No se come mal— continuó Telianin. —Ea, démela.
Alargó la mano y cogió la bolsa. Rostov la soltó; Telianin tomó la bolsa y empezó a guardarla en el bolsillo de sus pantalones; sus cejas se alzaron negligentes y entreabrió la boca como si fuera a decir: “Sí, me guardo mi bolsa, esto es muy sencillo y no le importa a nadie”.
—Bien, joven— dijo suspirando; y sus ojos, bajo el marco de las alzadas cejas, se posaron en Rostov.
Una luz, como una chispa eléctrica, pasó de las pupilas de Telianin a las de Rostov y de las de Rostov a las de Telianin; y así, una y otra vez, todo en un instante.
—Venga aquí— dijo Rostov, agarrando a Telianin por el brazo, arrastrándolo casi hacia la ventana. —Ese dinero es de Denísov: ¿usted lo ha cogido?…— le susurró casi en el oído.
—¿Qué?… ¿Qué?… ¿Cómo se atreve?— exclamó Telianin.
Pero sus palabras sonaron como una desesperada súplica que imploraba perdón. Apenas hubo oído Rostov la voz de Telianin, desapareció de su alma la enorme duda que lo agobiaba. Se sintió feliz y compadeció al mismo tiempo al desgraciado que tenía delante; pero era necesario llegar hasta el fin.
—¡Qué va a pensar la gente, Dios mío!— balbuceaba Telianin, cogiendo su gorra y dirigiéndose hacia un cuartito vacío. —Debemos tener una explicación…
—Sé bien lo que digo y puedo probarlo— dijo Rostov.
—Yo…
Temblaba todo el rostro pálido y asustado de Telianin; sus ojos vagaban más que nunca, pero miraban al suelo, sin levantarse hasta el rostro de Rostov; el cadete lo oyó sollozar.
—¡Conde!… No arruine mi vida, soy joven… Ahí tiene ese maldito dinero… tómelo— y lo arrojó sobre la mesa. —Mi padre es ya viejo… mi madre…
Rostov tomó el dinero, evitando la mirada de Telianin, y sin decir una palabra se dirigió a la puerta; pero ya a punto de salir se volvió al teniente:
—¡Dios mío!— dijo con los ojos llenos de lágrimas. —¿Cómo ha podido hacer una cosa así?
—¡Conde!— dijo Telianin acercándose a él.
—¡No me toque!— exclamó Rostov retrocediendo. —Si necesita dinero, tómelo.
Y arrojándole la bolsa, salió de la hostelería.