XIII
Pierre no había cambiado apenas en su manera de ser. Seguía siendo, aparentemente, el mismo de antes: distraído, ocupado, al parecer, no en lo que tenía delante sino en algo peculiar y suyo. La diferencia entre su estado anterior y el de ahora consistía en que antes, cuando olvidaba lo que tenía delante o lo que le decían, dolorosas arrugas surcaban su frente, como si tratara de ver y no consiguiera distinguir algo demasiado alejado de él. Ahora olvidaba también lo que tenía delante o le decían; pero fijaba su atención en lo que le decían con una imperceptible sonrisa irónica, aunque era evidente que veía y escuchaba algo absolutamente distinto. Antes parecía una buena persona, pero desgraciada; por ello la gente se alejaba de él aun sin darse cuenta. Ahora, su rostro estaba siempre iluminado por una sonrisa jubilosa y en sus ojos se transparentaba la simpatía por los hombres, la pregunta de si estaban todos tan a gusto como lo estaba él. Y los demás se encontraban siempre bien en su presencia.
Antes hablaba mucho; se acaloraba en las discusiones y escuchaba poco; ahora rara vez se apasionaba y sabía escuchar de tal manera que todos le confiaban de buen grado sus más íntimos secretos.
La princesa, su prima, que nunca había manifestado afecto por él, afecto convertido en hostilidad después de la muerte del viejo conde, pues se sentía en deuda con Pierre, ahora, después de una breve estancia en Orel a donde había ido para demostrar que, pese a su ingratitud, consideraba como un deber suyo cuidarlo, sintió con asombro que lo quería. Pierre no hacía nada para ganarse su simpatía; se limitaba a observarla con curiosidad. Hasta entonces, la princesa siempre había notado que Pierre no sentía por ella más que una burlona indiferencia a la cual oponía la faceta defensiva de su carácter, encerrada en sí misma, lo mismo que hacía con otras personas; ahora, en cambio, le parecía que él trataba de comprenderla, de escuchar atentamente cuanto le decía, y —al principio con desconfianza, después con gratitud— no ocultaba ante él las íntimas y excelentes cualidades de su alma.
El hombre más astuto no habría logrado ganar más hábilmente la confianza de la princesa; Pierre lo consiguió reanimando los recuerdos del mejor período de su juventud y mostrando por ellos profunda simpatía. Pero toda la sabiduría de Pierre se reducía a buscar su propia satisfacción, despertando en la seca princesa, orgullosa a su manera, sentimientos humanos.
“Sí, es un hombre muy bueno, cuando no se encuentra bajo la influencia de gentes malas, sino de personas como yo”, se decía la princesa.
También los criados Terenti y Vaska habían observado, a su modo, el cambio ocurrido en Pierre. Les parecía que el amo era mucho más sencillo. Con frecuencia, Terenti, después de haberlo desvestido y haberle deseado una buena noche, se detenía antes de salir, con las botas en una mano y el traje al brazo, en espera de que el señor iniciara con él alguna conversación. Y casi siempre Pierre lo retenía, al ver que su criado tenía deseos de hablar.
—Y bien, cuéntame… ¿cómo conseguíais lo necesario para comer?— preguntaba.
Y Terenti le hablaba de las calamidades de Moscú, del difunto conde, y se quedaba así durante largo rato, con el traje de su amo en el brazo, hablando y a veces escuchando los relatos de Pierre; y después salía de la habitación con la grata conciencia de la intimidad con su señor y lleno de cariño hacia él.
El médico que cuidaba de Pierre iba a verlo cada día; y aun cuando, según la costumbre de los médicos, creyera un deber asumir el aire de un hombre cuyos minutos son preciosos para el bien de la humanidad que sufre, se quedaba horas junto al paciente, le refería sus historias favoritas y sus observaciones sobre el comportamiento de los enfermos en general y de las damas en particular.
—Con un hombre como usted, da gusto conversar— decía. —No es lo mismo que con la gente provinciana…
En Orel vivían algunos oficiales del ejército francés, prisioneros, y un día el médico llevó a uno de ellos a casa de Pierre; era un joven italiano. Ese oficial acudía con frecuencia, y a la princesa le hacía gracia el cariño que el italiano mostraba hacia Pierre.
El oficial italiano parecía únicamente feliz cuando podía ir a casa de Pierre, conversar con él, contarle su propio pasado, su vida familiar, sus amores, y expresarle su indignación contra los franceses y especialmente contra Napoleón.
—Si todos los rusos se parecen, aunque sea un poco a usted— decía a Pierre, —c’est un sacrilège de faire la guerre à un peuple comme le vôtre.[627] Usted, que ha sufrido tanto por culpa de los franceses, no muestra ni siquiera rencor alguno contra ellos.
Si Pierre se había ganado aquel apasionado afecto del italiano era únicamente por haber despertado en él lo mejor de su alma y porque le complacía verlo.
En los últimos tiempos de su estancia en Orel recibió la visita de un viejo amigo, el conde Villarski, el mismo masón que lo había introducido en la logia en 1807. Villarski se había casado con una rusa muy rica, propietaria de grandes haciendas en la provincia de Orel, y ocupaba en la ciudad, provisionalmente, un cargo relacionado con la intendencia.
Al saber que Bezújov estaba en Orel, Villarski acudió a visitarlo, aunque nunca los habían unido lazos de amistad estrecha, con esas manifestaciones de afecto propias de las personas que se encuentran en un desierto. Villarski se aburría en Orel y lo alegró encontrar a un hombre de su mundo y su posición, al que suponía interesado por los mismos problemas que a él lo inquietaban.
Pero, con asombro, no tardó en darse cuenta de que Pierre se hallaba muy atrasado con respecto a la vida real y había caído —era su opinión— en la apatía y el egoísmo.
“Vous vous encroutez, mon cher”[628] le decía y, sin embargo, Villarski experimentaba mayor placer que antes con la compañía de Pierre e iba a visitarlo cada día. Y contemplando y escuchando a su visitante, Pierre hallaba cada vez más inverosímil el haber sido hasta hace poco semejante a él.
Villarski estaba casado; tenía hijos, se ocupaba de los asuntos de su mujer, de la familia y de su empleo; consideraba todas esas ocupaciones como un obstáculo en su vida, algo despreciable, porque sólo veía en ellas el bienestar personal y el de los suyos. Los asuntos militares, administrativos, políticos y de la masonería ocupaban toda su atención; y Pierre, sin intentar hacerlo cambiar de opinión, sin reprocharle, con una ironía que se mostraba siempre alegre y apacible, no dejaba de admirar aquel fenómeno que tan bien conocía.
En sus relaciones con Villarski, con la princesa, con el médico y, en general, con toda la gente que trataba, había ahora en el carácter de Pierre un rasgo nuevo que le hizo ganar la simpatía de todos: la aceptación de que cada persona puede pensar, sentir y opinar a su modo y el convencimiento de que es imposible disuadirla por medio de la palabra. Esa legítima peculiaridad individual, que en otro tiempo había atormentado y turbado a Pierre, constituía ahora el fundamento de su simpatía e interés por los hombres. La diferencia, la total contradicción de las opiniones que defendían y la vida que llevaban lo divertían y provocaban su sonrisa irónica y bondadosa.
En los asuntos prácticos, Pierre notaba ahora, de un modo imprevisto, que contaba con el punto de apoyo que antaño le faltaba. En otros tiempos cualquier cuestión de dinero, sobre todo las peticiones que, dada su enorme riqueza, le hacían con frecuencia, lo sumían en un mar de confusiones. “¿Le doy o no? —se preguntaba—. Tengo mucho y ese hombre lo necesita. Pero aquel otro tiene más necesidad aún. ¿Quién lo necesita más? ¿Y si los dos me engañan?” Antes no encontraba solución a esas preguntas y daba a todos. La misma turbación le producía cualquier consejo sobre el modo de administrar sus bienes de fortuna.
Ahora, con gran asombro suyo, ya no encontraba en semejantes problemas dudas ni confusiones. Había ahora en él una especie de juez que, de acuerdo con determinadas leyes, ignoradas por él mismo, le dictaba lo que convenía hacer o no hacer.
Como antes, no sentía atracción por el dinero, pero sabía perfectamente lo que debía o no debía hacer con él. El primer caso práctico a resolver por ese juez fue el de un coronel francés prisionero, quien después de contarle con todo detalle sus proezas le pidió, casi exigiendo, cuatro mil francos para enviárselos a su mujer y a sus hijos. Pierre, sin esfuerzo alguno, se los negó, admirándose después de lo fácil y sencillo que resultaba hacerlo; en otros tiempos le habría parecido una dificultad invencible. Y al mismo tiempo que denegaba la petición del coronel, pensaba cómo hacer, antes de irse de Orel, para que el oficial italiano aceptase el dinero que evidentemente necesitaba. Una nueva prueba de la opinión de Pierre en los asuntos monetarios fue la cuestión de las deudas de su mujer y la reconstrucción de las casas y villas que poseía en Moscú.
Su administrador principal fue a visitarlo en Orel para informarlo del estado de sus rentas, muy distintas de las anteriores. Según el administrador, el incendio de Moscú suponía para Pierre la pérdida de unos dos millones de rublos. Para consolarlo de esa pérdida, presentó a su amo las cuentas de tal manera que, a pesar de todo, los ingresos, en vez de descender, aumentarían si se negaba a pagar las deudas de su mujer (a lo que no estaba obligado) y si renunciaba a reconstruir las casas de Moscú y los alrededores, cuyo mantenimiento suponía un gasto de ochenta mil rublos al año sin beneficio alguno.
—Sí, sí, es verdad— sonrió alegremente Pierre. —No necesito nada de eso. Después del saqueo me he hecho mucho más rico.
Pero en enero Saviélich llegó a Moscú, le habló del estado de la ciudad y le mostró el presupuesto que había hecho el arquitecto para la reconstrucción de su casa y de las villas próximas, refiriéndose a ello como si el asunto estuviera ya resuelto. Por aquel entonces Pierre recibió algunas cartas del príncipe Vasili y de otras amistades de San Petersburgo. Se referían a las deudas de su mujer e hicieron pensar a Pierre que el proyecto del administrador, que tanto le había gustado al principio, era inaceptable y él mismo debía ir a San Petersburgo para saldar aquellas deudas y reedificar la casa de Moscú.
Ignoraba el motivo de tener que proceder de ese modo, pero sentía la necesidad de hacerlo. Sus rentas disminuirían en tres cuartas partes, pero había que obrar así.
Villarski salía para Moscú y determinó irse con él.
Durante toda su convalecencia en Orel, Pierre había experimentado la alegría de la libertad y de la vida; ese sentimiento fue aumentando a lo largo del viaje, cuando se encontró al aire libre y fue viendo caras nuevas y conocidas. Durante todo aquel viaje sentía la misma alegría que el escolar durante las vacaciones. Todos los rostros, desde el postillón hasta el maestro de postas y los campesinos, tenían para él un nuevo sentido. La presencia y las observaciones de Villarski, que se lamentaba de la pobreza de Rusia, de su ignorancia y su atraso con respecto a Europa, no hacían más que estimular la alegría de Pierre. Donde Villarski veía el soplo de la muerte, Pierre veía una prueba de extraordinaria vitalidad, una fuerza que en medio de la nieve sostenía allí la vida de aquel pueblo unido, peculiar y único. No discutía las opiniones de Villarski; parecía estar de acuerdo con él (ya que esa conformidad fingida era el camino más corto para evitar discusiones que a nada conducirían); y mientras lo escuchaba, sonreía alegremente.