XII

A la salida de palacio, el emperador Francisco miró fijamente al príncipe Andréi, que estaba en el lugar señalado, entre un grupo de oficiales austríacos, y lo saludó con una inclinación de su alargada cabeza. Después el ayudante de campo de la víspera comunicó cortésmente a Bolkonski el deseo del Emperador de concederle audiencia. El emperador Francisco lo recibió de pie, en mitad de la sala. Antes de dar comienzo a la conversación el príncipe Andréi quedo sorprendido al ver el embarazo del Emperador, quien parecía turbado, sin saber qué decir; su rostro había enrojecido.

—Dígame, ¿cuándo empezó la batalla?— preguntó precipitadamente.

El príncipe Andréi respondió. La primera pregunta fue seguida de otras igualmente superficiales. “¿Está bien Kutúzov? ¿Cuándo salió de Krems?”, etcétera. El Emperador hablaba como si su único objeto fuera hacer cierto número de preguntas, cuyas respuestas, como era más que evidente, no podían interesarlo.

—¿A qué hora comenzó el combate?— volvió a preguntar.

—No podría decir a Su Majestad a qué hora dio comienzo la batalla en el frente, pero en Dürrenstein, donde yo estaba, el ataque se inició a las seis de la tarde— dijo Bolkonski, animándose y creyendo que podría hacer la descripción verídica, tal como la llevaba preparada, de cuanto sabía y había visto.

Pero el Emperador lo interrumpió con una sonrisa.

—¿Cuántas millas?

—¿De dónde adonde, Majestad?

—De Dürrenstein a Krems.

—Tres millas y media, Majestad.

—¿Dejaron los franceses la orilla izquierda?

—Según la relación de los exploradores, los últimos cruzaron el río en balsas la noche pasada.

—¿Hay bastante forraje en Krems?

—No fue traído en cantidad suficiente…

Lo interrumpió el Emperador:

—¿A qué hora fue muerto el general Schmidt?

—Creo que a las siete.

—¿A las siete? Es muy triste, muy triste…

El Emperador le dio las gracias y saludó. El príncipe Andréi salió e inmediatamente se vio rodeado de cortesanos. Todos lo miraban con ojos cariñosos y le hablaban con palabras afables. El ayudante de campo de la víspera le reprochó que no hubiera quedado en palacio y le ofreció su casa. El ministro de la Guerra se acercó para felicitarlo: el Emperador acababa de concederle la orden de María Teresa, de tercer grado. El chambelán de la Emperatriz le comunicó que también ella deseaba verlo, lo mismo que la archiduquesa. Bolkonski no sabía a quién responder y, por unos segundos, se detuvo para orientarse. El embajador ruso lo condujo del brazo hacia una ventana para hablar con él.

Al contrario de lo que vaticinara Bilibin, las noticias que traía fueron acogidas con júbilo. Se había ordenado la celebración de un tedéum. A Kutúzov se le concedía la gran cruz de María Teresa, y para todo el ejército había distinciones. Bolkonski recibía una invitación tras otra y durante toda la mañana tuvo que visitar a los altos dignatarios austríacos. Pasadas las cuatro, cuando hubo concluido las visitas, volvió a la casa de Bilibin, meditando por el camino en la carta que escribiría a su padre sobre la batalla y su viaje a Brünn. Junto al portal de la casa de Bilibin había un carruaje, lleno a medias de objetos; Franz, el criado de Bilibin, apareció arrastrando con dificultad una maleta. (Antes de dirigirse a casa de Bilibin, el príncipe Andréi había entrado en una librería, en busca de libros para el tiempo de la campaña, y se había detenido allí demasiado tiempo.)

—¿Qué ocurre?— preguntó Bolkonski.

—Ach, Erlaucht— replicó Franz, subiendo con dificultad la maleta al coche. —Wir ziehen noch weiter. Der Bosewich ist schön wieder hinter uns her![175]

—¿Eh? ¿Qué dices?— preguntó el príncipe Andréi.

Bilibin salió a su encuentro. Su rostro, habitualmente tan tranquilo, parecía alterado.

—Non, non, avouez que c’est charmant, cette histoire du pont de Thabor. Ils l’ont passé sans coup férir[176]— se refería al puente de Viena.

El príncipe Andréi seguía sin comprender nada.

—Pero ¿de dónde viene para no saber lo que saben ya todos los cocheros de la ciudad?

—Vengo de visitar a la archiduquesa. Allí no he oído nada de eso.

—¿Y no ha visto que en todas partes se preparan a partir?

—No… Pero ¿de qué se trata?— preguntó impaciente el príncipe Andréi.

—¿De qué se trata? Pues de que los franceses han pasado el puente defendido por Auersperg. El puente no fue volado y Murat corre ahora hacia Brünn. Hoy, lo más tarde mañana, estará aquí.

—¿Aquí? Pero ¿cómo no han hecho volar el puente si estaba minado?

—Eso mismo se lo pregunto yo a usted. Pero nadie lo sabe, ni siquiera Bonaparte.

Bolkonski se encogió de hombros.

—Pero si han atravesado el puente— dijo, —el ejército está perdido; quedará aislado.

—De eso se trata— respondió Bilibin. —Escúcheme. Como le dije, los franceses entraron en Viena. Hasta aquí muy bien. Pero al día siguiente, o sea ayer, los señores mariscales Murat, Lannes y Bélliard montan a caballo y se dirigen al puente. (Fíjese que los tres son gascones.) “Señores, dice uno, ya saben que el puente de Tabor está minado y contraminado, que delante hay una formidable tête de pont con quince mil hombres y la orden de volarlo todo e impedimos el paso. Pero como a nuestro emperador Napoleón le agradaría mucho que tomáramos ese puente, vamos a ir nosotros tres y lo conquistaremos.” “¡Vamos!”, contestan los demás. Y van y toman el puente, lo pasan y ahora, con todo su ejército, están en esta parte del Danubio y avanzan hacia aquí, sobre nosotros, sobre usted y sus noticias.

—Déjese de bromas— dijo seria y tristemente el príncipe Andréi.

La nueva le resultaba penosa y agradable al mismo tiempo. Apenas supo la situación desesperada en que se encontraba el ejército ruso, pensó que le había sido reservada la suerte de salvarlo; que aquélla era su ocasión, era su Toulon que, de oficial desconocido, podría encumbrarlo por el gran camino de la gloria. Oyendo a Bilibin calculaba ya cómo, de vuelta al ejército, haría ante el Consejo de Guerra la única propuesta capaz de salvar al ejército. Y se le confiaría a él solo la puesta en práctica de su plan.

—Déjese de bromas— dijo.

—No bromeo— prosiguió Bilibin. —Nada hay más triste y verdadero. Esos tres señores llegan al puente solos, agitan sus pañuelos blancos y aseguran que se ha firmado el armisticio y que ellos, los mariscales, vienen para hablar con el príncipe Auersperg. El oficial de guardia los deja pasar a la tête de pont y le cuentan un sinfín de gasconadas: dicen que la guerra ha terminado, que el emperador Francisco va a entrevistarse con Bonaparte y que ellos desean ver al príncipe Auersperg, etcétera. El oficial manda buscar a Auersperg. Esos señores abrazan a los oficiales, bromean, se sientan en los cañones y, entretanto, un batallón francés se acerca inadvertido, arroja al agua los sacos que contienen los explosivos y alcanza la tête de pont. Por último comparece el teniente general en persona, nuestro querido príncipe Auersperg von Mautern: “¡Querido enemigo, orgullo del ejército austríaco, héroe de las guerras turcas! La guerra ha terminado, podemos darnos la mano… El emperador Napoleón arde en deseos de conocer al príncipe Auersperg”. En una palabra, estos señores, que por algo son gascones, abruman de tal modo con cumplidos al príncipe Auersperg, completamente seducido por la rápida amistad de los mariscales franceses, tan deslumbrado por la capa y el penacho de plumas de avestruz de Murat, qu’il n’y voit que du feu et oublie celui qu’il devait faire sur l’ennemi.[177]

A pesar de la vivacidad del discurso, Bilibin no descuidó detenerse un momento después de ese mot, para dar tiempo a que el príncipe lo apreciara.

—El batallón francés irrumpe en la tête de pont, clava los cañones y el puente cae en sus manos. Pero, lo mejor— prosiguió, serenando su agitación por el interés de su propio relato, lo mejor es que el sargento colocado en el cañon que debía dar la señal de voladura, al ver a las tropas francesas correr hacia el puente, quería disparar, pero Lannes detuvo su mano. Ese sargento, por lo que se ve más listo que su general, se acercó a Auersperg y le dijo: “Príncipe, lo están engañando: los franceses están aquí”. Murat se dio cuenta de que la cosa estaba perdida si el sargento seguía hablando. Entonces, con fingido estupor (como auténtico gascón), dijo a Auersperg: “¿Qué se ha hecho de la disciplina austríaca, tan famosa en todo el mundo? ¿Cómo permite que un inferior le hable así?”. C’est génial. Le prince d’Auersperg se pique d’honneur et fait mettre le sous-officier aux arrêts. Non, mais avouez que c’est charmant toute cette histoire du pont de Thabor. Ce n’est ni bêtise, ni lâcheté…[178]

—C’est trahison, peu-être[179]— dijo el príncipe, imaginándose muy a lo vivo los capotes grises, las heridas, el humo de la pólvora, los cañones y la gloria que le esperaba.

—Non plus. Cela met la cour dans de trop mauvais draps— prosiguió Bilibin. —Ce n’est trahison, ni lâcheté, ni bêtise; c’est comme à Ulm…— se detuvo buscando la expresión justa. —C’est… c’est du Mack. Nous sommes mackés— concluyó, consciente de que había dicho un mot original, un mot que pronto habría de repetirse.[180]

Las arrugas que le surcaban la frente durante todo el relato se relajaron entonces de gusto y con una ligera sonrisa se examinó las uñas.

—¿Adónde va?— preguntó al príncipe Andréi, que se había levantado y se dirigía a su habitación.

—Me voy.

—¿Adónde?

—Al ejército.

—Pero ¿no pensaba quedarse dos días más?

—Pero ahora me voy de inmediato.

Y el príncipe Andréi, después de haber dado las órdenes para la partida, se retiró a su habitación.

—Querido amigo— le dijo Bilibin reuniéndose con él. —He pensado en usted. ¿Por qué se marcha?

Y como para probar que sus razones eran indiscutibles, todas las arrugas de su rostro desaparecieron.

El príncipe Andréi miró inquisitivo a su interlocutor, pero no respondió nada.

—¿Por qué se va? Bien, lo sé… Cree que su deber es incorporarse al ejército cuando el ejército está en peligro. Lo comprendo, mon cher, c’est de l’héroïsme.[181]

—Nada de eso— repuso el príncipe Andréi.

—Pero usted es un philosophe. Séalo hasta el fin, mire las cosas desde otro punto de vista y verá que su deber, por el contrario, está en guardar su persona. Deje eso a quienes no sirven para otra cosa… Nadie le ha ordenado que regrese y nadie le ha dado permiso para partir de aquí. Por lo tanto, puede quedarse e ir con nosotros hasta donde nos lleve nuestra desventurada suerte. Dicen que vamos a Olmütz, que es una bonita ciudad. Podemos ir tranquilamente los dos en mi coche.

—Basta de bromas, Bilibin— dijo Bolkonski.

—Le hablo francamente y como un amigo. Razonemos. ¿Adónde va y por qué se va ahora que puede quedarse aquí? Pueden ocurrir dos cosas— y la sien izquierda se le cubrió de arrugas: —una, que antes de llegar al ejército se haya firmado la paz; otra, la derrota y la vergüenza con todo el ejército de Kutúzov.

Y Bilibin distendió sus arrugas y sonrió complacido, advirtiendo la impecabilidad de su dilema.

—Yo no soy quién para discutir sobre esto— replicó fríamente el príncipe Andréi. Y añadió mentalmente: “Voy a salvar al ejército”.

—Vous êtes un héros, mon cher— dijo Bilibin.[182]

Guerra y paz
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