V
Al día siguiente el ya achacoso Kutúzov se levantó muy temprano. Rezó sus oraciones, se vistió y, con la desagradable sensación de tener que dirigir una batalla que no aprobaba, subió a su coche y salió de Letáshevka, a cinco kilómetros de Tarútino, lugar donde debían reunirse todas las columnas. Durante el viaje Kutúzov se adormilaba y despertaba a cada momento, atento a si se oían disparos a la derecha, a si la acción había o no empezado. Todo estaba en calma absoluta. Despuntaba el alba de un día de otoño húmedo y gris. Al acercarse a Tarútino Kutúzov vio algunos jinetes que atravesaban el camino, llevando al abrevadero sus caballos. Hizo detener su coche y les preguntó de qué regimiento eran. Los soldados pertenecían a una columna que debía encontrarse ya muy lejos de allí, en una emboscada. “Tal vez sea un error”, pensó el viejo general en jefe. Pero más adelante encontró varios regimientos de infantería con los fusiles dispuestos en pabellón y los soldados, a medio vestir, cortando leña y comiendo. Hizo llamar a un oficial, quien le informó de que no habían recibido orden alguna de ponerse en marcha.
—Pero, cómo…— comenzó a decir Kutúzov.
Calló, sin embargo, e hizo llamar al jefe. Descendió del coche y con la cabeza baja, respirando dificultosamente, se puso a caminar en silencio de un lado a otro. Cuando llegó el jefe, que era el general Eichen, del Estado Mayor, Kutúzov enrojeció furioso, no porque el oficial fuera culpable, sino porque tenía sobre quién descargar su cólera. Temblaba, parecía ahogarse en el paroxismo de aquella furia que a veces lo llevaba a revolcarse por el suelo. Se lanzó sobre Eichen con el puño amenazador y lo cubrió de los más groseros insultos. Otro oficial, el capitán Brozin, que de nada era culpable y se encontraba casualmente en el camino, sufrió idéntica suerte.
—¡Menudos canallas! ¡Al paredón! ¡Miserables!— gritaba Kutúzov con voz ronca, gesticulando y tambaleándose.
Sufría físicamente. ¡Él, el general en jefe, el Serenísimo, como todos lo llamaban, él, que gozaba de un poder como nadie había tenido en Rusia, puesto en ridículo ante todo el ejército!
“En vano he rezado por este día, en vano he velado toda la noche reflexionando sobre todo —se decía—. Cuando no era sino un simple oficialillo nadie habría osado burlarse de mí de ese modo… ¡Y ahora!”
Tenía la misma sensación que si hubiera sufrido un castigo corporal y le era imposible contener los gritos de cólera y dolor. Pero pronto decayeron sus fuerzas; miró en derredor y, dándose cuenta de que se había excedido hablando, subió al coche y volvió atrás en silencio.
Ese arrebato de cólera no se repitió y Kutúzov, parpadeando débilmente, escuchó las excusas y justificaciones de Bennigsen, Konovnitsin y Toll (Ermólov no se presentó hasta al otro día), quienes insistieron en que al día siguiente se realizaría la frustrada ofensiva. Y Kutúzov tuvo que acceder de nuevo.