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Las tropas francesas se descomponían en una progresión matemáticamente exacta. El célebre paso del Berezina, sobre el que tanto se ha escrito, no fue más que uno de los compases de espera de aquel proceso de exterminio del ejército francés, y en manera alguna un episodio decisivo de la campaña. Si los historiadores franceses han escrito y escriben tanto sobre el Berezina se debe a que esta vez, en el puente hundido de aquel río, los sufrimientos franceses, antes escalonados, se amontonaron de pronto en un espectáculo trágico que ha quedado en la memoria de todos. Por otra parte, si los rusos han hablado y escrito tanto acerca del Berezina es porque, lejos de la zona de guerra, en San Petersburgo, se había redactado un plan (de Pfull) para hacer caer a Napoleón en una trampa estratégica en el río. Todos parecían convencidos de que las operaciones se desarrollarían sobre el terreno de acuerdo con lo dispuesto en aquel plan y por ello insistían en que el paso del Berezina había sido fatal para los franceses. En realidad los resultados del paso del río, teniendo en cuenta la pérdida en cañones y prisioneros, fueron menos desastrosos para los franceses que la batalla de Krásnoie, según demuestran las cifras.
El paso del Berezina es importante únicamente porque demostró de manera evidente e indudable la inconsistencia de todos los planes ideados para cerrar el paso a Napoleón en su retirada y la exactitud del único plan de acción posible, exigido por Kutúzov, que se limitaba a perseguir al enemigo. La desorganizada turba de los franceses huía con rapidez siempre creciente y estaba dirigida con toda energía a la consecución de su objetivo. Escapaba como una fiera herida y no podía detenerse en su camino. Esto se hizo evidente no sólo por la manera como fue preparado el paso del río, sino por el movimiento de la masa sobre los puentes. Cuando éstos fueron rotos, los soldados desarmados, los habitantes de Moscú, las mujeres y niños que seguían en carros a las tropas, todos —por efecto de la ley de inercia—, en vez de rendirse, continuaron huyendo hacia delante, en barcas y en el agua helada.
Obrar así era racional. La situación de los fugitivos como la de sus perseguidores seguía siendo igual de mala. Permaneciendo junto a sus compañeros, cada uno esperaba en su desventura el socorro del camarada, volver a la posición que antes ocupaba entre los suyos. Con la rendición a los rusos seguían encontrándose en la misma miseria, pero pasaban a un puesto inferior en cuanto a la distribución de víveres. Los franceses no necesitaban informaciones seguras para saber que la mitad de los prisioneros perecían de frío y hambre, pues los rusos no sabían qué hacer con ellos pese a todo su deseo de salvarlos; se daban cuenta de que eso no tenía remedio. Ni los jefes rusos más inclinados a la piedad y simpatizantes de los franceses, ni los franceses al servicio de Rusia, nada podían hacer por los prisioneros. Los franceses perecían víctimas de la misma situación calamitosa en que se hallaba el ejército ruso; no era posible quitar ropa y comida a soldados hambrientos y muertos de frío, que eran necesarios, para dárselas a los franceses, incapaces ya de causar daño, ni culpables ni odiados, sino sencillamente inútiles. Algunos llegaban a hacerlo, pero eran excepciones.
Detrás los aguardaba una muerte segura; delante aún había esperanza. Habían quemado las naves y no quedaba más salvación que la huida en masa; y a ella se lanzaron las tropas francesas.
Cuanto más lejos huían los franceses, cuanto más exiguos eran los restos de su ejército —sobre todo después del paso del Berezina, en el cual San Petersburgo había cifrado tantas esperanzas—, tanto más se agitaban las pasiones de los generales rusos, que se acusaban mutuamente y sobre todo a Kutúzov. Previendo que el fracaso del plan de San Petersburgo en Berezina sería imputado al general en jefe, se manifestaban cada vez con más fuerza el descontento, las burlas y el desprecio. Esto, por supuesto, se expresaba en forma respetuosa, de tal manera que el mismo Kutúzov no tenía ocasión de preguntar por qué y de qué lo acusaban. Nadie hablaba con él seriamente; todos, al informarlo de algo o pedirle permiso, lo hacían con el gesto de quien cumple una triste ceremonia; y después, a sus espaldas, se guiñaban el ojo y a cada paso trataban de engañarlo.
Todos esos hombres, precisamente porque eran incapaces de comprenderlo, estaban de acuerdo en que era inútil hablar con él; aseguraban que él nunca entendería la profundidad de sus proyectos y se limitaría a contestar con sus frases habituales (a ellos les parecía que no eran más que frases) sobre el puente de plata, que no se podía llegar a la frontera con una muchedumbre de harapientos, etcétera. Todo eso se lo habían oído ya; y lo demás que decía, por ejemplo que era necesario esperar las vituallas, que los soldados estaban sin botas, era tan simple en comparación con lo complicado e inteligente de cuanto ellos proponían que la duda era imposible: Kutúzov era un viejo imbécil, mientras que ellos eran unos adalides geniales sin mando.
Sobre todo cuando el ejército del insigne almirante y héroe de San Petersburgo, Wittgenstein, se unió al del generalísimo, aquellos chismes y aquel estado de ánimo, dominante en el Estado Mayor, llegaron a su más alto grado. Kutúzov se daba cuenta de ello y, con un suspiro, se limitaba a encogerse de hombros. Sólo una vez, después del Berezina, montó en cólera y escribió a Bennigsen —que enviaba informes por su cuenta al Emperador— la siguiente carta:
Teniendo en cuenta sus dolorosos accesos, se le ruega, Excelencia, que al recibo de la presente se dirija a Kaluga, donde ha de esperar las órdenes y la designación de Su Majestad Imperial.
Pero una vez alejado Bennigsen, llegó el gran duque Constantino Pávlovich, que había asistido al comienzo de la campaña y fue apartado del ejército por Kutúzov. Ahora, el gran duque, de vuelta en el ejército, informó al general en jefe de que el Zar estaba descontento por los escasos éxitos de las tropas y la lentitud de las operaciones. El Zar había manifestado su deseo de unirse al ejército y estaba a punto de llegar.
El viejo general, tan ducho en los asuntos de la Corte como en el arte militar —aquel Kutúzov que en el mes de agosto de ese mismo año había sido elevado a la dignidad de generalísimo contra la voluntad del soberano y había apartado al gran duque heredero del trono utilizando su poder, quien en oposición al Emperador había ordenado el abandono de Moscú—, comprendió que su hora había llegado, que concluía su papel y que del presunto poder no le quedaba nada. Y lo comprendía no sólo por el trato que recibía en la Corte: veía, por una parte, que la guerra, aquella guerra en la cual había representado su papel, había concluido y su misión estaba cumplida. Por otra parte, en aquellos mismos días comenzó a sentir el cansancio de su viejo cuerpo y la necesidad de un descanso físico.
El 29 de noviembre Kutúzov entró en Vilna, en su buena ciudad de Vilna, como él decía. Dos veces a lo largo de su carrera había sido gobernador de Vilna. En la rica ciudad, que no había sufrido daño alguno durante la guerra, además de las comodidades de la vida, que durante tanto tiempo le habían faltado, encontró viejos amigos y recuerdos. Y dejando de lado todas las preocupaciones estatales y militares se entregó a una vida apacible, regulada por los viejos hábitos, en la medida en que le daban tregua las pasiones encendidas a su alrededor, como si cuanto estaba sucediendo y debía suceder en la historia no lo afectara en absoluto.
Chichágov, uno de los más fervientes partidarios del cerco y captura del enemigo, que deseaba hacer, en primer lugar, un sabotaje en Grecia y luego en Varsovia e ir a todos los sitios, pero de ningún modo al que le ordenaban; Chichágov, célebre por el valor con que hablaba al Zar, consideraba que Kutúzov debería estarle agradecido porque cuando, en 1811, fue enviado a Turquía para firmar la paz, sin la participación de Kutúzov, al convencerse de que la paz ya estaba firmada, reconoció ante el Zar que todo el mérito de esa firma pertenecía a Kutúzov.
Hablando con Chichágov, Kutúzov le dijo entre otras cosas que los coches cargados con sus vajillas, capturados en Borísovo, estaban a salvo y le serían devueltos.
—Ce n’est pour me dire que je n’ai pas sur quoi manger… Je puis au contraire vous fournir de tout dans le cas même où vous voudriez donner des dîners[625]— respondió Chichágov, ruborizándose, deseando demostrar con cada palabra que eso no era motivo de preocupación para él, pero sí para Kutúzov.
El general en jefe sonrió con cierta penetrante sutileza y, encogiéndose de hombros, respondió:
—Ce n’est que pour vous dire ce que je vous dis.[626]
Contra la voluntad del Zar, Kutúzov detuvo en Vilna a la mayor parte de sus tropas. Quienes lo rodeaban decían que estaba extraordinariamente cansado y muy débil. Se ocupaba de mala gana de los asuntos militares y lo abandonaba todo a sus generales. En espera de la llegada del Soberano, procuraba distraerse.
El Zar había salido de San Petersburgo el 7 de diciembre con el conde Tolstói, el príncipe Volkonski, Arakchéiev y otros personajes de su séquito. El día 11 llegó a Vilna y, en su trineo, se dirigió inmediatamente al castillo. A la entrada, a pesar del frío intenso, lo esperaban casi un centenar de generales y oficiales de Estado Mayor con uniforme da gala, sin contar la guardia de honor del regimiento Semiónovski.
Un correo, que precedía al Zar en un trineo arrastrado por tres caballos sudorosos, anunció la llegada de Alejandro. Konovnitsin corrió al zaguán para avisar a Kutúzov, que aguardaba en una pequeña pieza de la portería.
Unos instantes después la gruesa y alta figura del viejo general, también con uniforme de gala y todas sus condecoraciones en el pecho, con el fajín que le oprimía el vientre, salió, balanceándose, al zaguán. Se puso el sombrero, tomó los guantes y, de lado, con gran dificultad, bajó las escaleras y tomó el informe que debía entregar al Soberano.
Todos los ojos, en medio de aquel ir y venir de susurros, de la carrera desenfrenada de una troika, estaban fijos en un trineo que se acercaba al galope y donde se veían las figuras del Zar y de Volkonski.
Pese a sus cincuenta años de costumbre, todo ello provocó en el viejo general un estado de inquietud física. Preocupado, tanteaba el uniforme con gesto nervioso y se enderezaba el sombrero en el instante preciso en que el Soberano descendía del trineo y miraba hacia él; Kutúzov volvió a ser dueño de sí mismo e irguiéndose avanzó, tendió a Alejandro su informe y habló con su voz de siempre, mesurada y sugestiva.
El Zar lo envolvió en una rápida mirada de pies a cabeza, frunció momentáneamente el ceño pero, dominándose en seguida, se acercó y lo abrazó. Y una vez más, la impresión de esa muestra de afecto relacionada con sus pensamientos más íntimos conmovió como siempre a Kutúzov, que no pudo dominar un sollozo.
Alejandro saludó a los demás oficiales, pasó revista a la guardia de honor del regimiento Semiónovski, volvió a estrechar la mano de Kutúzov y, por último, entró con él en el castillo.
Una vez a solas Alejandro le manifestó su disgusto por la lentitud con que había perseguido al enemigo y los errores cometidos en Krásnoie y el Berezina; a renglón seguido le participó sus puntos de vista sobre la futura campaña, más allá de la frontera. Kutúzov no objetó ni dijo nada. La misma expresión de sumisión inexpresiva con la que siete años antes había escuchado las órdenes del Zar en el campo de Austerlitz reaparecía ahora en su rostro.
Cuando Kutúzov salió del despacho de Su Majestad y atravesaba con sus pasos balanceantes y pesados y con la cabeza baja la sala, lo detuvo una voz.
—Alteza— decía alguien.
Kutúzov alzó la cabeza y contempló largamente los ojos del conde Tolstói, quien, de pie ante él, le presentaba un pequeño objeto en una bandeja de plata. Al parecer, Kutúzov no entendía lo que se pretendía de él.
De pronto pareció recordar; una imperceptible sonrisa vagó por su grueso rostro, e inclinándose profunda y respetuosamente tomó el objeto que le presentaban en la bandeja: era la cruz de primera clase de la Orden de San Jorge.