XXIX
Al volver, preocupado, de un segundo reconocimiento de las líneas, Napoleón dijo:
—Las piezas del ajedrez están situadas en el tablero, el juego empezará mañana.
Ordenó que le sirvieran un ponche y llamó a De Beausset. Habló con él sobre París y algunos cambios que pensaba realizar en la maison de l’lmpératrice,[420] asombrando a su interlocutor por su excelente memoria sobre todos los pequeños detalles de la Corte.
Se interesaba por bagatelas; bromeó acerca de la afición a los viajes de De Beausset y charló negligente como hace un célebre cirujano seguro de sí mismo mientras se arremanga y pone la bata y atan al enfermo en la mesa de operaciones. “Todo está en mis manos y lo tengo claro y definido en mi cabeza. Cuando llegue el momento de actuar, lo haré como ningún otro; ahora puedo bromear, y cuanto más bromee y más tranquilo esté, más seguros, tranquilos y admirados de mi genio debéis estar vosotros.
Cuando terminó su segundo vaso de ponche, Napoleón se retiró a descansar, a la espera del grave asunto que, según le parecía, lo esperaba al día siguiente.
Estaba tan interesado en la próxima acción, que no podía dormir; y aunque empeorara su resfriado, a causa de la humedad de la noche, a las dos de la madrugada, sonándose estrepitosamente, salió a la parte grande de la tienda. Preguntó si los rusos se habían marchado y le contestaron que las hogueras del enemigo continuaban en los mismos lugares. El Emperador movió la cabeza en señal de aprobación.
El edecán de servicio entró en la tienda.
—Eh, bien, Rapp, croyez-vous que nous ferons de bonnes affaires aujourd’hui?— le preguntó.[421]
—Sans ancun doute, Sire— contestó Rapp.[422]
Napoleón lo miró.
—Vous rappelez-vous, Sire, ce que vous m’avez fait l’honneur de me dire à Smolensk? Le vin est tiré, il faut le boire.[423]
Napoleón frunció el entrecejo y permaneció sentado un buen rato, con la cabeza apoyada en la mano.
—Cette pauvre armée— dijo de pronto —elle a bien diminué depuis Smolensk. La fortune est une franche courtisane, Rapp; je le disais toujours et je commence à l’éprouver. Mais la Garde, Rapp, la Garde, est-elle intacte?[424]
—Oui, Sire— respondió Rapp.
Napoleón tomó una pastilla, se la llevó a la boca y consultó el reloj. No tenía sueño y el día estaba aún lejos; tampoco podía dar nuevas órdenes para matar el tiempo, porque ya todas habían sido dadas y se estaban cumpliendo.
—A-t-on distribué les biscuits et le riz aux régiments de la Garde?— preguntó severamente.[425]
—Oui, Sire.
—Mais le riz?[426]
Rapp contestó que había transmitido las órdenes del Emperador acerca del arroz, pero Napoleón sacudió descontento la cabeza, como desconfiado de que sus órdenes hubieran sido cumplidas. Un lacayo entró con un vaso de ponche. Mandó que trajeran otro para Rapp y él bebió el suyo, en silencio, a pequeños sorbos.
—No tengo gusto ni olfato— dijo, olfateando el vaso. —Este resfriado me tiene harto. Y hablan de la medicina. ¿Qué medicina es ésta que no sabe siquiera curar un resfriado? Corvisart me dio estas pastillas, que no tienen ningún efecto. ¿Qué pueden curar los médicos? Es imposible curar nada. Nuestro cuerpo es una máquina de vivir. Para eso está organizado, ésa es su naturaleza, dejad a la vida tranquila, que se defienda por sí misma: conseguirá más que si se la paraliza abrumándola de remedios. Nuestro cuerpo es como un perfecto reloj que debe funcionar un tiempo determinado; el relojero no tiene facultad para abrirla, no puede manejarlo sino a ciegas y con los ojos vendados. Nuestro cuerpo es una máquina de vivir, eso es todo.
Y puesto ya en la vía de las definiciones que tanto le agradaban, Napoleón formuló otra.
—¿Sabe qué es el arte militar? El arte militar consiste en ser, en determinado momento, más fuerte que el enemigo. Voilà tout.[427]
Rapp no contestó.
—Demain nous allons avoir affaire à Koutouzoff[428]— prosiguió Napoleón. —Veremos. Acuérdese de Braunau. El mandaba el ejército y, en tres semanas, ni una sola vez montó a caballo para inspeccionar las fortificaciones. Veremos ahora.
Volvió a mirar el reloj. No eran más que las cuatro. Seguía sin sueño; había terminado el ponche y no quedaba nada que hacer. Se levantó, dio unos pasos de un lado a otro, se puso una levita de abrigo, el sombrero y salió de la tienda. La noche era oscura y húmeda. Una imperceptible niebla caía de lo alto. Las hogueras ardían débilmente por allí cerca, en la Guardia francesa; a lo lejos, a través del humo, se veía el resplandor de las rusas. Todo estaba en calma y podía oírse claramente el rumor de las tropas francesas, ya en movimiento para ocupar sus posiciones.
Napoleón se paseó delante de su tienda, mirando los fuegos y escuchando el rumor de los soldados; al pasar junto al apuesto centinela con gorro alto, que estaba de guardia a la puerta de la tienda y se había erguido como una columna negra al aparecer el Emperador, se detuvo ante él.
—¿Desde cuándo estás en el servicio?— preguntó con la habitual afectación de cariñosa y familiar rudeza militar con que siempre se dirigía a los soldados.
El centinela contestó.
—Ah! Un des vieux!…[429] ¿Habéis recibido arroz en el regimiento?
—Sí, Majestad.
Napoleón hizo un gesto con la cabeza y se alejó.
A las cinco y media se dirigió montado en su caballo a la aldea de Shevardinó.
Comenzaba a clarear, el cielo estaba limpio y sólo una nube aparecía en el este. Las hogueras, abandonadas, iban extinguiéndose en la débil luz del día.
A la derecha resonó un disparo de cañón, sordo y aislado, que acabó perdiéndose en el silencio general. Pasaron algunos minutos. Después sonó un segundo cañonazo y un tercero sacudió el aire; el cuarto y el quinto retumbaron próximos y solemnes a la derecha.
Aún no se había extinguido el eco de aquellas primeras detonaciones cuando estallaron otras, mezclándose y confundiéndose en un estruendo general.
Napoleón, acompañado por el séquito, llegó al reducto de Shevardinó y echó pie a tierra. El juego había comenzado.