XV
La condesa Rostova, sus hijas y un buen número de invitados estaban ya en el salón. El conde había llevado a los hombres a su despacho para enseñarles su colección de pipas turcas. De vez en cuando salía para preguntar: “¿No ha venido?”. Esperaban a María Dmítrievna Ajrosímova, a la que en sociedad llamaban le terrible dragon, dama famosa por la rectitud de su espíritu, su sencillez y franqueza, ya que no por sus títulos y su fortuna. La familia imperial conocía a María Dmítrievna; la conocía todo Moscú y todo San Petersburgo, y en ambas ciudades se la admiraba aun cuando a la chita callando se burlaban de su rudeza y abundasen las anécdotas a su costa. Sin embargo, todos sin excepción la estimaban y temían.
En el despacho, lleno de humo, se hablaba de la guerra, declarada en un manifiesto, y sobre el reclutamiento. Nadie había leído aún el manifiesto, pero todos sabían de su publicación. El conde estaba sentado en una otomana, entre dos fumadores que discutían entre sí. El conde ni fumaba ni discutía, pero inclinaba la cabeza, ya a un lado, ya a otro, miraba a los fumadores con evidente complacencia y escuchaba la conversación entre dos vecinos suyos que él había enzarzado entre sí.
Uno de ellos era un civil, con el rostro surcado de arrugas, rasurado, bilioso y enjuto, ya cercano a la vejez aunque vestido como un joven a la última moda. Sentado en la otomana sobre sus piernas, con el aire de un familiar de la casa, tenía la pipa de ámbar metida profundamente en un ángulo de la boca y aspiraba convulsivamente el humo, entornando los ojos. Era el viejo solterón Shinshin, primo de la condesa, de lengua viperina como decían de él en todos los salones de Moscú. Cuando hablaba parecía descender hasta el nivel de su interlocutor. El otro era un oficial de la Guardia, joven, de piel rosada, impecablemente limpio, abotonado y peinado. Mantenía su boquilla de ámbar precisamente en el centro de los labios rosados y aspiraba apenas el humo, dejándolo salir después de su bella boca en minúsculos círculos. Era el teniente Berg, oficial del regimiento Semiónovski, con el que iba a marchar Borís para incorporarse a su destino y con el cual Natasha embromaba a Vera, su hermana mayor, llamando a Berg su novio. El conde, sentado entre los dos, escuchaba con atención. La diversión preferida del conde, después del boston, que le gustaba muchísimo, era estar de oyente cuando lograba enfrentar a dos charlatanes.
—¿De manera, padrecito, mon très honorable Alphonse Kárlich— dijo Shinshin burlón, uniendo (era la peculiaridad de su manera de hablar) las expresiones rusas más populares con las más escogidas frases francesas, —que vous comptez vous faire des rentes sur l’État,[89] obtener una renta a costa de su compañía?
—No, Piotr Nikoláievich, quiero demostrar tan sólo que en caballería se tienen bastantes menos ventajas que en infantería. Considere usted, Piotr Nikoláievich, mi situación…
Berg hablaba siempre con gran precisión, reposada y correctamente. Su conversación giraba de continuo sobre sí mismo; cuando se hablaba de algo que no se refería a su persona, callaba tranquilamente. Y callaba, por más que semejante situación durase horas enteras, sin experimentar ni hacer sentir a los demás el más leve embarazo. Pero si la conversación lo tocaba personalmente, hablaba muchísimo y con evidente placer.
—Considere usted mi situación, Piotr Nikoláievich: en caballería no recibiría más que doscientos rublos por trimestre, aun con el grado de teniente: ahora cobro doscientos treinta— dijo mirando a Shinshin y al conde con una sonrisa alegre y cordial, porque le parecía evidente que su éxito fuese siempre el objetivo principal de todos. —Además, pasando a la infantería siempre está uno más a la vista y las vacantes son mucho más frecuentes. Y con los doscientos treinta rublos me las ingenio para economizar y mandar algo a mi padre— concluyó lanzando una voluta de humo.
—La balance y est… comme dit le proverbe:[90] el alemán haría la trilla hasta con el revés del hacha— comentó Shinshin pasando la boquilla de ámbar al otro lado de la boca y haciendo un guiño al conde, quien estalló en una carcajada.
Los demás invitados, observando que Shinshin estaba conversando, se acercaron para escuchar. Berg, sin reparar ni en la indiferencia ni en la ironía, prosiguió explicando que el paso a la Guardia le daba ya un grado de ventaja sobre sus compañeros de cuerpo, que en la guerra era posible que matasen al capitán, y entonces él, que era el más antiguo de la compañía, podría sustituirlo fácilmente, ya que todos lo querían en el regimiento y su padre estaba muy contento de él. Berg experimentaba un sincero placer al contar estas cosas y ni siquiera parecía sospechar que los demás pudieran tener también sus propios intereses. Pero todo cuanto contaba era tan simpático y candoroso, la ingenuidad de su egoísmo juvenil resultaba tan evidente, que desarmaba a sus oyentes.
—Bien, querido, tanto da caballería como infantería, en todos los sitios se abrirá usted camino, se lo pronostico— resumió Shinshin, dándole unas palmadas en la espalda y retirando las piernas del diván.
Berg sonrió feliz. El conde, seguido de los invitados, se dirigió a la sala.
Estaban en esos instantes que preceden a una comida de gala, cuando todos los invitados reunidos en espera de ser llamados para los entremeses no entablan largas conversaciones pero consideran necesario moverse y charlar para no manifestar impaciencia por sentarse a la mesa; instantes cuando los dueños de la casa miran de vez en cuando a la puerta y después se miran entre sí y los invitados intentan adivinar en esas miradas a quién o qué esperan aún: tal vez a un pariente importante que llega retrasado o algún plato que no está a punto todavía.
Pierre llegó un poco antes de pasar al comedor y se había sentado en el primer sillón que encontró, justo en medio del salón, cerrando el paso a todos. La condesa se empeñaba en hacerlo hablar, pero él se limitaba a mirar cándidamente alrededor, como si a través de sus lentes buscase a alguien, y respondía con monosílabos a todas las preguntas de la dama. Estorbaba y era el único que no se daba cuenta de ello. La mayoría de los invitados, que conocían la historia del oso, miraban a aquel joven grande, corpulento y apacible y se extrañaban, viéndolo tan torpón y modesto, de que fuese el autor de la broma con el comisario.
—¿Ha llegado usted hace poco?— le preguntó la condesa.
—Oui, Madame— contestó Pierre, sin cesar de mirar alrededor.
—¿Aún no ha visto a mi marido?
—Non, Madame— y sonrió sin venir a cuento.
—Creo que usted estuvo recientemente en París. Debe de ser muy interesante.
—Muy interesante.
La condesa miró a Anna Mijáilovna, quien, comprendiendo que le pedían entretener a Pierre, se sentó a su lado y le habló de su padre. Pero éste, lo mismo que a la condesa, no respondía más que con monosílabos. Los invitados conversaban entre sí.
“Les Razoumovsky… Ça a été charmant… Vous êtes bien bonne… La comtesse Apraksine…”,[91] se oía por doquier.
La condesa se levantó y avanzó hacia la sala…
—¡María Dmítrievna!— se la oyó decir en voz alta.
—¡La misma!— respondió una grave voz femenina, y María Dmítrievna entró en la sala.
Todas las señoritas, y hasta las señoras, excepto las de mayor edad, se levantaron. Se detuvo María Dmítrievna en la puerta y, desde lo alto de su maciza figura, alzada la cabeza con sus rizos grises, pasó revista a los invitados y, como arremangándose, ajustó sin prisa las anchas mangas de su vestido. María Dmítrievna, que ya había cumplido los cincuenta años, hablaba siempre en ruso.
—Mis felicitaciones a ti, querida, y a tus hijos— dijo con voz fuerte y grave, que dominaba cualquier otro sonido. —Y tú, viejo pecador— dijo, volviéndose hacia el conde, que le besaba la mano, —supongo que te aburres en Moscú: aquí no puedes hacer correr a los perros… ¡Qué quieres, padrecito! Estos pajarillos van creciendo— y señaló a las muchachas, —y de buen o mal grado hay que buscarles novios… ¿Qué tal está mi cosaco?
María Dmítrievna llamaba así a Natasha, que se había acercado a ella alegremente y sin temor para besarle la mano.
—Sé que eres un diablillo, pero te quiero— añadió mientras la acariciaba con una mano.
Extrajo de su enorme bolso unos pendientes de rubíes de forma ovalada y los entregó a la radiante y sonrosada Natasha; en el acto se apartó de ella y se dirigió a Pierre:
—¡Acércate, querido! Ven aquí— procuraba que su voz resultase dulce y grata, —ven, querido…
Y con gesto amenazador se arremangó de nuevo.
Pierre se acercó, mirándola inocentemente a través de sus lentes.
—¡Acércate, acércate, querido! A tu propio padre yo era la única en decirle la verdad cuando se la merecía; en cuanto a ti, es Dios quien lo manda.
Calló. Todos guardaban silencio, esperando lo que iba a venir, porque presentían que aquello no era más que la introducción.
—Buena pieza, sobran comentarios, buen muchacho… Su padre está a las puertas de la muerte y él se divierte atando a un comisario a la espalda de un oso. ¡Es una vergüenza, una vergüenza, querido! Mejor sería que te fueras a la guerra.
Se apartó de Pierre y dio su brazo al conde, que a duras penas reprimía la risa.
—Y bien, creo que ya es hora de ir a la mesa, ¿no?— dijo María Dmítrievna.
El conde y la recién llegada abrieron la marcha, seguidos de la condesa, del brazo de un coronel de húsares, un hombre muy necesario, puesto que Nikolái debía alcanzar su regimiento llevado por él. Seguían después Anna Mijáilovna y Shinshin. Berg daba el brazo a Vera. Nikolái acompañaba a la sonriente Julie Karáguina. Seguían otras parejas a lo largo de la sala y, por último, detrás de todos, los niños, sus preceptores e institutrices. Los camareros se pusieron en movimiento, se produjo un estrépito de sillas y los invitados, a los acordes de la música que comenzaba a sonar en la alta galería, se sentaron a la mesa. A la música de la orquesta del conde sucedió el rumor de cuchillos y tenedores, la conversación de los comensales y el caminar discreto de los camareros.
A una de las cabeceras de la mesa se había sentado la condesa; tenía a su derecha a María Dmítrievna y a su izquierda a Anna Mijáilovna y otros invitados. En el otro extremo, el conde tenía a su izquierda al coronel y a su derecha a Shinshin, seguidos de otros señores. A un lado de la larga mesa estaban los jóvenes de más edad: Vera con Berg, Pierre y Borís juntos; al otro lado, los niños, los preceptores y las institutrices. El conde miraba, por encima de las copas de cristal de roca, botellas y fruteros, a su mujer, tocada con alta cofia de cintas azules; se afanaba en servir el vino a sus invitados, sin olvidarse de sí mismo. La condesa, por detrás de las piñas, sin olvidar sus deberes de anfitriona, dirigía miradas significativas al marido, cuya cabeza calva y cuyo rostro le parecían, por su vivo color, diferenciarse más que nunca de sus cabellos grises. En la parte femenina, la charla era queda y regular; en la de los hombres se oían voces cada vez más fuertes, especialmente la del coronel de húsares, que comía y bebía sin tasa, cada vez más colorado, tanto, que el conde lo ponía como ejemplo a los demás. Berg, con tierna sonrisa, aseguraba a Vera que el amor no era un sentimiento terrenal, sino divino. Borís decía a su reciente amigo Pierre los nombres de los invitados, y cambiaba miradas con Natasha, que se había sentado enfrente. Pierre hablaba poco, observaba los rostros desconocidos y comía mucho. Desde las dos sopas, de las que escogió à la tortue, y desde la empanada hasta las ortegas, no dejó pasar un solo plato, ni una clase de vinos que con la botella envuelta en una servilleta hacía surgir misteriosamente el mayordomo por encima del hombro del vecino diciendo: “Madera seco”, “Tokay” o “vino del Rin”. Acercaba la primera copa que le venía a mano de las cuatro que tenía delante del cubierto, con el monograma del conde, bebía con verdadero placer y se quedaba contemplando a los invitados con mayor satisfacción aún. Natasha, que estaba enfrente, miraba a Borís como suelen mirar las muchachitas de trece años al muchacho que han besado por primera vez y del que están enamoradas. De vez en cuando, idéntica mirada se posaba en Pierre, que viendo los ojos de aquella chiquilla divertida y vivaz sentía deseos de reír también sin saber por qué.
Nikolái estaba sentado lejos de Sonia, junto a Julie Karáguina, a la que, con la misma sonrisa involuntaria, contaba algo. Sonia se esforzaba en sonreír, pero los celos la atormentaban visiblemente: tan pronto palidecía como se sonrojaba y ponía toda su atención en escuchar la conversación de Nikolái con Julie. La institutriz dirigía en derredor miradas intranquilas, como si se preparara a rechazar un ataque si por casualidad alguien quisiera molestar a los pequeños. El preceptor alemán hacía esfuerzos por grabar en la memoria los nombres de todos los platos, los postres y los vinos con el fin de describirlo detalladamente en su carta a los suyos, que vivían en Alemania, y se sentía muy ofendido cuando el mayordomo, con la botella envuelta en una servilleta, pasaba sin detenerse. El alemán fruncía el ceño y procuraba que los demás supieran que él no deseaba beber aquel vino; que si estaba molesto era porque nadie parecía comprender que necesitaba aquel vino no para satisfacer la sed, ni por gula, sino por el deseo de ampliar sus conocimientos.