XXI
El viento se había calmado. Las nubes negras y bajas, inmovilizadas sobre el campo de batalla, se confundían en el horizonte con el humo de la pólvora. Oscurecía, haciéndose más visibles los resplandores de dos incendios. Disminuía el cañoneo, pero seguía la intensidad de la fusilería, detrás y a la derecha, cada vez más nutrida y próxima. Cuando Tushin, que no cesaba de alcanzar y adelantar a grupos de heridos, hubo salido de la zona de fuego y llegó con sus cañones al pie del barranco, se encontró con los jefes y ayudantes de campo, entre los que estaban el oficial de Estado Mayor y Zherkov, enviado por dos veces a la batería de Tushin, sin haber llegado una sola. Todos, interrumpiéndose los unos a los otros, le transmitieron órdenes sobre lo que había que hacer y adonde dirigirse, haciéndole observaciones y reproches; Tushin se limitó a guardar silencio, porque cada vez que intentaba hablar, sin saber por qué, se le saltaban las lágrimas. Así, callado, siguió adelante en su caballejo. Aunque había orden de abandonar a los heridos, muchos seguían a la tropa y pedían que se los dejara montar sobre los cañones. El apuesto oficial de infantería que antes de la batalla había salido corriendo de la chabola de Tushin yacía con una bala en el vientre, sobre el afuste de “Matvéievna”. En el descenso, un cadete de húsares, muy pálido, sujetándose una mano con la otra, se acercó a Tushin y le rogó que lo dejara sentarse.
—Capitán, por amor de Dios, tengo una contusión en el brazo— dijo tímidamente. —No puedo andar… ¡Por Dios!
Era evidente que había pedido ya más de una vez permiso para acomodarse en cualquier sitio y se lo habían negado. Siguió pidiendo con voz tímida y vacilante:
—¡Ordene que me permitan subir, por Dios!
—Dejadlo subir, dejadlo— ordenó Tushin. —Extiende un capote, tío— dijo a su soldado favorito. —¿Dónde está el oficial herido?
—Lo hemos retirado. Estaba muerto— respondió alguien.
—Dejad que se siente… Siéntate, amigo, siéntate. Extiende el capote, Antónov.
El cadete era Rostov. Con una mano se sujetaba la otra. Estaba muy pálido y un temblor febril le agitaba la mandíbula inferior. Lo sentaron sobre “Matvéievna”, el mismo cañón del que retiraran al oficial muerto. En el capote que tendieron había sangre, que manchó el pantalón y las manos de Rostov.
—¿Estás herido, amigo?— preguntó Tushin, acercándose al cañón en que estaba sentado Rostov.
—Es sólo una contusión.
—Entonces ¿de dónde es la sangre de los pantalones?
—Es del oficial, Excelencia— respondió un artillero, limpiando la sangre con su manga, como excusándose de la falta de limpieza del cañón.
Con grandes dificultades, y gracias a la ayuda de la infantería, habían conseguido subir cuesta arriba con los cañones, y cuando llegaron a la aldea de Guntersdorf se detuvieron. Había tanta oscuridad que era imposible distinguir a diez pasos los uniformes de los soldados. El tiroteo empezaba a decrecer. De pronto, muy cerca, hacia la derecha, sonaron de nuevo gritos y disparos. En la oscuridad resplandían los fogonazos. Era el último ataque de los franceses, al que respondían los soldados alojados en casas del villorrio. Todos abandonaron la aldea, pero los cañones de Tushin no podían moverse y los artilleros, su capitán y el cadete de húsares se miraban en silencio, en espera de su destino. El tiroteo disminuyó; de una calle próxima llegó la animada conversación de unos soldados.
—¿Estás entero, Petrov?— preguntaba uno.
—Buena les hemos dado, hermano. Ahora ya no volverán más— respondía otro.
—¡No se ve nada! ¡Cómo se han frito entre ellos! ¡Vaya oscuridad, hermanos! ¿Hay algo para beber?
Los franceses habían sido rechazados por última vez. De nuevo, en la oscuridad más absoluta, los cañones de Tushin, encuadrados por el confuso clamor de la infantería, se pusieron en marcha.
Diríase que fluía, en medio de la oscuridad, un río invisible, lóbrego, en una sola dirección entre murmullos, voces y ruidos de cascos y ruedas. Entre la barahúnda general, lo que sonaba más fuerte y claro eran los gemidos y las voces de los heridos: parecían llenar la oscuridad que rodeaba el ejército. Los gemidos y la oscuridad de la noche eran una sola y misma cosa. Poco después se produjo cierta agitación entre la muchedumbre: alguien pasó sobre un caballo blanco, seguido de su séquito, y dijo algo al pasar.
—¿Qué dijo? ¿Adónde ahora? ¿Hay que parar? ¿Dio las gracias o qué?— fueron muchas las preguntas ansiosas que se hacían desde todas partes y la masa humana en movimiento empezó a presionar sobre sí misma (los que iban a la cabeza, al parecer, se habían detenido) y se expandió el rumor de que habían dado la orden de parar. Todos se detuvieron de inmediato en medio de un sucio camino.
Se encendieron hogueras y la conversación se hizo más perceptible. El capitán Tushin dio sus órdenes a la compañía y mandó que buscasen un puesto de socorro o un médico para atender al cadete; después se sentó junto al fuego preparado en el camino por los soldados. También Rostov se acercó como pudo a la hoguera. Todo su cuerpo se estremecía con temblor febril por el dolor, el frío y la humedad. El deseo de dormir era irresistible, pero el tormento de aquel brazo dolorido que no sabía dónde poner le impedía hacerlo. Ya cerraba los ojos, ya miraba fijamente a las llamas rojizas y cálidas, ya a la figura encorvada y débil de Tushin, sentado a la turca, a su lado. Los grandes, inteligentes y bondadosos ojos de Tushin fijaban en él una mirada compasiva y cariñosa. Se daba cuenta de que Tushin quería ayudarlo de todo corazón, pero no tenía medios para hacerlo.
Desde todas partes llegaba rumor de pasos y voces de soldados que pasaban bien a pie, bien a caballo y se instalaban en los alrededores. El resonar de esos pasos y voces, el chapoteo de los caballos en el fango, el crepitar lejano y próximo de la leña en las hogueras se fundían en un solo ruido confuso y vacilante.
Ya no era como antes un río invisible en las tinieblas, sino un tenebroso mar que se acomoda todavía estremecido después de la tormenta. Rostov miraba y escuchaba todo cuanto pasaba ante él y a su alrededor, sin entenderlo. Un soldado de infantería se acercó a la hoguera, se sentó en cuclillas, acercó las manos al fuego y miró a Tushin.
—¿Me permite, Excelencia?— preguntó. —He perdido mi compañía; ni sé dónde me encuentro. ¡Qué calamidad!
Con el soldado se había acercado un oficial de infantería, que llevaba una mejilla vendada, y, dirigiéndose a Tushin, le pidió que hiciera mover un poco los cañones para dejar paso a un carro. Tras el jefe de la compañía llegaron dos soldados. Se insultaban ferozmente y reñían tratando de arrebatarse uno al otro una bota.
—¡Sí, di que la has cogido tú, bribón!— gritaba uno con voz ronca.
Después llegó un soldado pálido y flaco que llevaba el cuello vendado con un trapo manchado de sangre y con voz irritada exigió agua a los artilleros.
—¿Acaso tengo que morir como un perro?— dijo.
Tushin mandó que le trajeran agua. Más tarde se aproximó un soldado de buen humor, pidiendo fuego para los de infantería.
—¡Un poco de fuego calentito para la infantería! ¡Que os vaya bien, paisanos! Gracias por la lumbre, os la devolveremos con réditos— dijo llevándose en la oscuridad un tizón encendido.
Cuatro soldados que llevaban un objeto muy pesado pasaron junto a la hoguera. Uno de ellos tropezó.
—¡Esos demonios han dejado leños en medio del camino!— gruñó.
—¿Para qué lo lleváis si está muerto?— preguntó alguien.
—¡Mal rayo os parta!— y en seguida desaparecieron en la oscuridad.
Tushin preguntó en voz baja a Rostov:
—¿Le duele?
—Sí, duele.
—Excelencia, lo llama el general— dijo un artillero acercándose a Tushin. —Está aquí, en la isba.
—En seguida voy.
Tushin se puso en pie y se alejó de la hoguera, abrochándose de paso el capote.
No lejos de la hoguera de los artilleros, en la isba preparada para él, el príncipe Bagration estaba sentado ante una mesa dispuesta para la cena, de charla con algunos jefes de unidad reunidos con él. Allí estaba el viejecillo de los ojos medio cerrados, que roía ávidamente un hueso de cordero; el general de los veintidós años de intachable servicio, rojo ahora por el vodka y la cena; el oficial de Estado Mayor con su vistoso anillo; Zherkov, que miraba inquieto a todos, y el príncipe Andréi, pálido, con los labios apretados y los ojos que relucían con brillo febril.
En un ángulo de la isba había una bandera tomada a los franceses; el auditor civil de rostro ingenuo palpaba la tela de la bandera y sacudía su cabeza con asombro, tal vez porque le interesaba verdaderamente el paño o porque le resultaba penoso, con el hambre que sentía, asistir a una comida en la que no tomaba parte por falta de cubierto. Un coronel francés hecho prisionero por los dragones estaba instalado en una isba próxima. Los oficiales se agolpaban para verlo. El príncipe Bagration dio las gracias a algunos jefes, pidió detalles de la batalla y de las pérdidas sufridas. El comandante del regimiento presentado en Braunau informaba al príncipe de que al iniciarse la acción se retiró del bosque, reunió a los soldados que cortaban leña, dejó pasar a los franceses y los atacó con dos batallones con la bayoneta calada haciéndolos huir.
—Cuando me di cuenta, Excelencia, de que el primer batallón estaba desbaratado, me detuve en el camino y pensé: “Dejaré que pasen éstos y recibiré al enemigo con fuego graneado”. Y así lo hice.
Había deseado tanto el comandante del regimiento llevar a cabo aquel movimiento de tropas y lamentaba tanto no haberlo podido realizar que acabó por convencerse de que las cosas habían sucedido como él pensaba; tal vez había ocurrido así. ¿Acaso podía discernirse, en semejante confusión y desorden, lo que se había hecho y lo que no se hizo?
—También debo exponer a su Excelencia— prosiguió recordando la conversación entre Dólojov y Kutúzov, y su postrer encuentro con el degradado —que el soldado degradado Dólojov, ante mis propios ojos, capturó a un oficial francés y se ha distinguido particularmente.
—Precisamente en ese momento, Excelencia, vi el ataque del regimiento de Pavlograd— intervino Zherkov, mirando en derredor con inquietud; aquel día no había visto en absoluto a los húsares y no tenía de ellos más noticias que las oídas a un oficial de infantería. —Arrollaron dos cuadros, Excelencia.
Algunos sonrieron a las palabras de Zherkov, pensando que, como siempre, se trataba de una broma. Pero advirtiendo que su relato contribuía a la gloria de las Armas rusas y de aquella jornada, adquirieron de nuevo una expresión grave, aun cuando muchos sabían muy bien que la afirmación de Zherkov era una mentira sin fundamento alguno. El príncipe Bagration se volvió al anciano coronel.
—Les doy las gracias a todos, señores. Todas las Armas, la infantería, la caballería y la artillería, se han portado heroicamente. Pero ¿por qué han quedado abandonados dos cañones en el centro?— preguntó, buscando a alguien con los ojos. (El príncipe Bagration no se refería a los cañones del flanco izquierdo, puesto que sabía que, allí, al comienzo mismo de la acción, fueron abandonados todos los cañones.) —Creo recordar que le pedí averiguarlo— dijo al oficial de Estado Mayor de servicio.
—Uno quedó destrozado— repuso el oficial de servicio; —el otro, no lo comprendo; yo mismo estuve allí casi todo el tiempo y di las órdenes… acababa de irme… La verdad es que la cosa estaba fea— concluyó con modestia.
Alguien dijo que el capitán Tushin se encontraba allí mismo, en la aldea, y que habían enviado a buscarlo.
—Por cierto que usted también estuvo— dijo el príncipe Bagration a Bolkonski.
—Sí. No coincidimos por muy poco— contestó el oficial de servicio, sonriendo amablemente al príncipe Andréi.
—No tuve el placer de verlo— contestó fría y secamente el príncipe Andréi.
Todos guardaron silencio. En el umbral apareció Tushin abriéndose paso tímidamente tras las espaldas de los generales en la estrecha isba. Confuso, como siempre que se hallaba delante de sus jefes, Tushin no reparó en el asta de la bandera y tropezó con ella.
Algunos rieron.
—¿Por qué se ha abandonado un cañón?— preguntó Bagration frunciendo el ceño, no tanto contra el capitán como contra los que se reían, entre los que sobresalía Zherkov.
Ahora, ante su temible superior, Tushin pensó por primera vez en todo el horror de su falta y en la vergüenza de perder dos cañones estando él con vida. Tantas habían sido sus emociones que hasta aquel instante no tuvo tiempo de pensar en ello. Las risas de los oficiales lo turbaron más aún. Se mantenía firme delante de Bagration, y la mandíbula inferior le temblaba. Apenas pudo decir:
—No sé… Excelencia… No tenía bastantes hombres, Excelencia.
—Podía haberlos tomado de las tropas de protección. Tushin no dijo que no había tropas de protección, por más que ésa fuera la verdad. Creía que, diciendo eso, iba a comprometer a algún otro jefe y, en silencio, con los ojos fijos, miraba a Bagration como mira el alumno a los ojos de su profesor cuando no sabe qué responder.
Aquel silencio se prolongó bastante. El príncipe Bagration, que, evidentemente, no quería mostrarse severo, no sabía qué decir y los demás no se atrevían a intervenir en la conversación. El príncipe Andréi miraba a Tushin de reojo y movía nervioso los dedos.
—Excelencia— rompió Bolkonski el silencio con su voz cortante, —usted se dignó enviarme a la batería del capitán Tushin; fui, en efecto, y encontré muertos a dos tercios de los hombres y de los caballos, dos cañones deshechos y ninguna tropa de protección.
El príncipe Bagration y Tushin miraban ahora con idéntica fijeza a Bolkonski, que hablaba con mesura y emoción.
—Y si me permite, Excelencia, una opinión— prosiguió, —diré que el éxito de esta jornada lo debemos en gran parte a esa batería y a la firmeza heroica del capitán Tushin y de su compañía.
Sin esperar respuesta, el príncipe Andréi se alzó y se apartó de la mesa. El príncipe Bagration miró a Tushin. Era claro que no quería dudar de la firme opinión de Bolkonski y que, a la vez, le era difícil darle absoluta fe. Inclinó la cabeza y dijo a Tushin que podía retirarse.
El príncipe Andréi salió detrás del capitán.
—¡Oh, amigo! ¡Gracias! ¡Me ha sacado de un apuro!— le dijo Tushin.
Bolkonski lo miró y se alejó sin responder nada; estaba triste, apesadumbrado. Todo lo que sucedía era tan extraño, tan distinto de cuanto él había esperado.
“¿Quiénes son? ¿Qué hacen aquí? ¿Qué necesitan? ¿Cuándo terminará todo esto?”, pensaba Rostov mirando a las sombras que se agitaban delante de él. El dolor en el brazo se hacía cada vez más agudo. El sueño lo dominaba; círculos rojos danzaban ante sus ojos; la impresión de las voces y las caras y el sentimiento de soledad se confundían con la sensación de dolor; eran ellos, esos soldados heridos y no heridos, los que le apretaban y retorcían los nervios, los que quemaban la carne de su brazo roto y del hombro. Para librarse de ellos cerró los ojos.
Logró dormirse un instante, pero en esos cortos minutos de modorra vio en sueños multitud de imágenes distintas: vio a su madre, con su larga mano blanca, los delgados hombros de Sonia, los ojos y la risa de Natasha; vio a Denísov, con su vozarrón y sus bigotes, vio a Telianin y su historia con él y Bogdánich. Toda esa historia se fundía con el soldado de la voz brusca y tanto aquélla como el soldado sujetaban constantemente su brazo causándole un dolor agudo, lo presionaban y tiraban de él siempre en la misma dirección. Intentaba separarse de ellos, pero ni por un instante conseguía que abandonaran su brazo y su hombro. No habría sufrido tanto, estaría bien, si no tirasen así de él; pero le era imposible librarse de ellos.
Abrió los ojos y miró a lo alto. El negro velo de la noche bajaba casi hasta las mismas brasas de la hoguera. Iluminada por el fuego, la nieve caía en polvo menudo. Tushin no había vuelto aún. El médico tampoco aparecía.
Estaba solo. Frente a él, un soldado totalmente desnudo calentaba junto a la hoguera su cuerpo delgado y amarillento.
“A nadie hago falta —pensó Rostov—. Nadie viene a socorrerme ni a consolarme. ¡Y en mi casa vivía amado de todos, fuerte, alegre y amado!” Suspiró, y con el suspiro salió de sus labios un involuntario gemido.
—¿Le duele algo?— preguntó el soldado, sacudiendo la camisa encima del fuego, y sin esperar respuesta, carraspeó y añadió: —¡Cuántos han caído hoy! ¡Un espanto!
Rostov no escuchaba las palabras del soldado. Miraba a la nieve que aleteaba sobre el fuego y se acordó del invierno ruso, de su casa tibia y luminosa, de su abrigo de pieles, los trineos veloces, su cuerpo vigoroso, todo el amor y los cuidados de la familia. “¿Para qué habré venido aquí?”, se preguntó.
Al día siguiente los franceses no renovaron el ataque y el resto del destacamento de Bagration pudo incorporarse al ejército de Kutúzov.