VI

En la estancia vecina se oyó un roce de ropas femeninas. El príncipe Andréi se sobresaltó como si acabara de despertarse y su rostro recobró la expresión que tenía en casa de Anna Pávlovna. Pierre quitó las piernas del diván. La princesa entró en el despacho. Ahora llevaba un vestido de casa, fresco, pero tan elegante como el otro. El príncipe Andréi se levantó y le acercó cortésmente una butaca.

La princesa habló, como siempre, en francés, mientras se acomodaba diligente y presurosa en el sillón.

—Me pregunto con frecuencia por qué no se habrá casado Annette. ¡Qué tontos son todos ustedes, messieurs, de no haberse casado con ella! Perdonen, pero no tienen ni idea de las mujeres… ¡Qué pasión tiene usted por las discusiones, monsieur Pierre!

—Sí, y hasta con su marido no hago más que discutir. No entiendo sus deseos de ir a la guerra— dijo Pierre, dirigiéndose a la princesa sin estar cohibido (como sucede de ordinario a los hombres jóvenes al hablar a una mujer igualmente joven).

La princesa se sobresaltó. Las palabras de Pierre, evidentemente, la tocaban en lo más vivo.

—¡Yo me pregunto lo mismo!— dijo. —No puedo comprender por qué los hombres son incapaces de vivir sin guerra. ¿Y por qué nosotras, las mujeres, no queremos nada ni necesitamos nada? Pues bien, juzgue usted mismo; yo siempre se lo digo… Aquí Andréi es ayudante de campo del tío; tiene una brillante posición, como ninguna otra; todos lo conocen y aprecian. Precisamente estos días, en casa de los Apraksin, oí decir a una señora: “¿Es ése el famoso príncipe Andréi?”. Ma parole d’honneur[59]— y se echó a reír. —Se lo recibe bien en todas partes. ¡Puede llegar, fácilmente, a ser ayudante de campo del Emperador! Su Majestad le habla con mucha deferencia. Annette comentó conmigo que sería facilísimo conseguirlo. ¿Qué le parece?

Pierre miró al príncipe Andréi y, comprendiendo que la conversación no le agradaba, se abstuvo de responder.

—¿Cuándo se va?— preguntó.

—Ah! ne me parlez pas de ce départ, ne m’en parlez pas. Je ne veux pas en entendre parler—[60] dijo la princesa con el tono caprichoso y coquetón con el cual hablaba al príncipe Hipólito en el salón y que desentonaba en aquel círculo familiar en el que Pierre parecía ser un miembro más.

—Hoy, pensando que debo interrumpir todas esas relaciones tan agradables… Y, además, ¿sabes, Andréi?— la princesa hizo una seña significativa a su marido, —j’ai peur, j’ai peur murmuró, estremeciéndose.

El marido la miró como si estuviera asombrado al advertir que, además de Pierre, hubiera otra persona en la estancia, y con fría deferencia preguntó a su mujer:

—¿De qué tienes miedo, Lisa? No comprendo…

—¡Qué egoístas sois todos los hombres! ¡Todos, todos sois egoístas! Me abandona por un capricho, Dios sabe por qué, y quiere confinarme sola en el campo.

—Con mi padre y mi hermana, no lo olvides— dijo en voz baja el príncipe Andréi.

—Es lo mismo, sola, sin mis amigos… Y quiere que no tenga miedo.

El tono de su voz se había hecho gruñón y el corto labio, al levantarse, no comunicaba ya al rostro su acostumbrada expresión sonriente; era más bien la expresión de una bestezuela, de una ardilla. La princesa guardó silencio, como si encontrara inconveniente hablar de su embarazo delante de Pierre, cuando precisamente alrededor de eso giraba todo…

—Sigo sin comprender de quoi vous avez peur[61]— dijo lentamente el príncipe, sin apartar los ojos de su esposa.

La princesa enrojeció, agitando desesperadamente los brazos.

—Non, Andréi, je dis que vous avez tellement, tellement changé…[62]

—Tu doctor te tiene ordenado que te acuestes temprano— cortó el príncipe Andréi; —harías bien en irte a dormir.

La princesa no respondió nada; se estremeció de pronto su labio sombreado de vello; el príncipe Andréi se levantó y, encogiéndose de hombros, se paseó por el despacho.

Pierre, asombrado, miraba con ingenuidad por encima de sus lentes, ya al príncipe, ya a su mujer; a punto estuvo de levantarse, pero reflexionó y permaneció sentado.

—¿Qué me importa que esté aquí monsieur Pierre?— dijo de improviso la pequeña princesa, y su bonito rostro se contrajo, de pronto, en una mueca lacrimosa. —Hace mucho tiempo que quería preguntártelo, Andréi: ¿por qué has cambiado tanto conmigo? ¿Qué te hice? Te vas a la guerra y no te compadeces de mí. ¿Por qué?

—¡Lisa!— se limitó a decir el príncipe Andréi. En esa palabra había a un tiempo súplica, amenaza y sobre todo la certidumbre de que ella misma se arrepentiría de lo dicho.

Pero la princesa prosiguió precipitadamente:

—Me tratas como a un enfermo o a un niño. Lo veo todo. ¿Eras así hace seis meses?

—Lisa, te ruego que no sigas— dijo el príncipe con tono aún más expresivo.

Pierre, cada vez más nervioso a lo largo de esa conversación, se levantó y se acercó a la princesa. Parecía no poder soportar la vista de las lágrimas y encontrarse a punto de llorar también.

—Cálmese, princesa. Le aseguro que estas cosas no son más que aprensiones suyas, pero… yo sé… porque… porque… Pero, perdóneme: los extraños sobran… Cálmese… Adiós…

El príncipe Andréi lo detuvo, sujetándolo por el brazo.

—No, espera, Pierre. La princesa es tan amable que no me privará del placer de una velada contigo.

—No piensa más que en sí mismo— dijo la princesa sin contener unas lágrimas de cólera.

—¡Lisa!— exclamó el príncipe Andréi secamente; el tono de su voz hacía comprender que su paciencia se había agotado.

De pronto el enfado, esa semejanza con la ardilla en el lindo rostro de la princesa, se transformó en una expresión de temor que suscitaba sentimientos de piedad y conmiseración; con sus bellos ojos miró de reojo a su marido y su rostro reflejó la humillada y tímida actitud de un perro que agita con rapidez, pero débilmente, el rabo ende sus patas.

—Mon Dieu, mon Dieu!— dijo, y sujetando con una mano el pliegue del vestido se acercó al marido y lo besó en la frente.

—Bonsoir, Lise— dijo el príncipe Andréi levantándose y besando cortésmente su mano, como a una desconocida.

Ambos amigos permanecieron silenciosos. Ni uno ni otro comenzaba la conversación. Pierre miraba al príncipe Andréi, que se frotaba la frente con su pequeña mano.

—Vamos a cenar— dijo con un suspiro, levantándose y dirigiéndose hacia la puerta.

Entraron en el comedor, arreglado con muebles nuevos, suntuosos y elegantes. Todo, desde la mantelería hasta el servicio de plata, las porcelanas y la cristalería, tenía ese aspecto de nuevo tan frecuente en los hogares de los recién casados. Mediada la cena, el príncipe Andréi se apoyó con los codos en la mesa; denotaba una nerviosa irritación que Pierre nunca había observado en él y, como hombre que desde hace tiempo tiene algo clavado en el corazón y se decide por fin a desahogarse, dijo:

—No te cases nunca, nunca, amigo mío; te lo aconsejo. No te cases antes de que puedas decirte a ti mismo que has hecho todo lo posible por dejar de amar a la mujer escogida antes de verla tal como es; de otro modo, te equivocarás cruelmente, sin remedio… Cásate sólo cuando seas un viejo inútil… De lo contrario, morirá cuanto en ti haya de bueno y de noble; todo se dispersará en menudencias sin importancia. ¡Sí, sí, sí! No me mires con tanto asombro. Si ambicionas hacer algo en el porvenir, a cada paso te darás cuenta de que todo ha terminado para ti, que está cerrado, excepto el salón donde te verás a la altura de un lacayo de corte y de un idiota… Pero ¡a qué hablar!…— y agitó la mano con energía.

Pierre se quitó los anteojos, lo que cambió su rostro, que reflejaba todavía más bondad, y miró atónito al amigo.

—Mi esposa— continuó el príncipe Andréi —es una mujer excelente: una de esas raras mujeres con las que no peligra el honor de uno; pero, Dios mío, ¿qué no daría yo ahora por estar soltero? Eres la primera persona y el único a quien digo esto, y lo hago porque te quiero.

Al hablar así, el príncipe Andréi se parecía aún menos al Bolkonski de antes, arrellanado en los sillones de Anna Pávlovna, diciendo, entre dientes y con los ojos entornados, frases en francés. Ahora cada músculo de su enjuto rostro vibraba de nerviosa agitación y los ojos, antes apáticos e indiferentes, irradiaban vivísima luz. Era evidente que cuanto más displicente parecía en su vida cotidiana, mayor energía mostraba en los momentos de irritación.

—Tú no alcanzas a comprender por qué hablo así— prosiguió—, y sin embargo es la historia entera de la vida. Hablabas de Bonaparte y de su carrera— añadió, aunque Pierre no se había referido a Bonaparte. —Hablabas de Bonaparte, pero cuando Bonaparte trabajaba, cuando avanzaba paso a paso hacia su meta, era libre y no tenía delante otra cosa que su objetivo, y lo alcanzó. Pero en cuanto te atas a una mujer, entonces pierdes toda libertad, como un preso atado a sus cadenas. Cuanto hay en ti de esperanza y de energía te oprime, y el arrepentimiento te atormenta. Recepciones, chismes, bailes, vanidades, nulidad; he aquí el círculo vicioso del que yo no puedo salir. Ahora parto para la guerra, para la mayor guerra que nunca haya existido, y no sé nada, no sirvo para nada. Je suis très aimable et tres caustique[63]— prosiguió el príncipe Andréi —y en casa de Anna Pávlovna me escuchan. Y esta necia sociedad, sin la cual no puede vivir mi esposa, esas mujeres… ¡Si tú pudieras saber cómo son toutes les femmes distinguées y, en general, todas las mujeres! Tiene razón mi padre: el egoísmo, la vanidad, la estupidez, la nulidad en todo, aquí tienes a las mujeres cuando se muestran como son en realidad. Cuando se las ve en sociedad parece que valen algo, pero, en verdad, no valen nada, nada, nada. No te cases, amigo mío, no te cases— concluyó el príncipe.

—Me parece absurdo— dijo Pierre —que usted se considere a sí mismo un incapaz y crea fracasada su vida. Todo lo tiene por delante. Y usted…

No terminó la frase, pero su voz indicaba en qué consideración tenía al amigo y cuánto esperaba de él en el futuro.

“¿Cómo puede hablar así?”, pensaba Pierre. El príncipe Andréi era para él un modelo de todas las perfecciones, precisamente porque en su persona se reunían en su más alto grado todas las cualidades que le faltaban a él y que podían resumirse en este concepto: fuerza de voluntad. Pierre había admirado siempre las aptitudes del príncipe Andréi, su tranquila manera de tratar a los hombres de toda condición, su extraordinaria memoria y lo mucho que había leído (leía todo, lo sabía todo y tenía una idea de todas las cosas) y principalmente su facilidad para entregarse al trabajo y aprender. Y si en ocasiones llamaba su atención la incapacidad del príncipe para la filosofía idealista (por la cual sentía Pierre especial inclinación), eso no le parecía un defecto, sino una fuerza.

En las mejores relaciones, aun las más amistosas y sencillas, el halago y la alabanza son tan necesarios como la grasa en el eje de las ruedas para que giren.

—Je suis un homme fini—[64] dijo el príncipe Andréi. —¿Para qué hablar de mí? Hablemos mejor de ti— añadió; y quedó en silencio, sonriendo a sus propias consoladoras ideas.

Instantáneamente, el rostro de Pierre reflejó esa sonrisa.

—¿Para qué hablar de mí?— dijo Pierre, ensanchando sus labios en una sonrisa despreocupada y alegre. —¿Quién soy yo? Je suis un bâtard![65]— enrojeció al decirlo. Había hecho, evidentemente, un gran esfuerzo para pronunciar esa palabra. —Sans nom, sans fortune… En realidad…— pero no terminó la frase. —Ahora soy libre y me siento perfectamente, pero no sé por dónde empezar. Querría, de verdad, pedirle consejo.

El príncipe Andréi lo miró cariñosamente. Pero aun en esa mirada de amistad y afecto prevalecía la conciencia de la propia superioridad.

—Te quiero especialmente porque eres el único ser vivo en todo nuestro mundo. Para ti todo es fácil, puedes escoger lo que quieras, da lo mismo. En todas partes serás bueno, estés donde estés… pero una cosa te digo… deja de ir con Kuraguin y de llevar esa vida. Las orgías y francachelas no van contigo y…

—Que voulez-vous, mon cher—[66] dijo Pierre encogiéndose de hombros—. Les femmes, mon cher, les femmes.

—No comprendo— replicó Andréi. —Les femmes comme il faut es otra cosa, pero las femmes de Kuraguin, les femmes et le vin[67], no lo comprendo.

Pierre vivía en casa del príncipe Vasili Kuraguin y participaba de la vida disoluta de su hijo, Anatole, la vida de aquel a quien, para enderezarlo, querían casar con la hermana del príncipe Andréi.

—¿Sabe?— dijo Pierre, como si espontáneamente le viniera un feliz pensamiento. —En serio, hace tiempo que lo pienso; con esa vida no puedo decidir nada, no puedo reflexionar; sufro dolores de cabeza, carezco de dinero… Me ha invitado hoy, pero no iré.

—Dame tu palabra de honor de que no irás más.

—¡Palabra de honor!

Pasaba de la una cuando Pierre salió de casa de su amigo. Era una clara noche de junio, típica de San Petersburgo. Pierre tomó un coche de punto con intención de ir a su casa, pero cuanto más se acercaba a ella más sentía la imposibilidad de dormir en una noche que antes parecía crepúsculo o amanecer. La vista alcanzaba a lo lejos en las desiertas calles. Ya en el camino, Pierre se acordó de que en casa de Anatole Kuraguin debían reunirse aquella noche sus habituales compañeros de juego, tras lo cual vendría la acostumbrada francachela, que terminaba siempre con una de las diversiones predilectas de Pierre.

“Estaría bien ir a casa de Kuraguin”, pensó. Pero enseguida recordó la palabra de honor, dada al príncipe Andréi, de no frecuentarlo más.

Pero al instante, como les suele pasar a los hombres sin carácter, sintió tan vivos deseos de gozar una vez más de aquella vida depravada, tan bien conocida, que decidió acudir. Y al momento pensó que la palabra empeñada no tenía validez, porque antes de hacer la promesa al príncipe Andréi había dado al príncipe Anatole su palabra de ir con él. “En fin de cuentas— pensó, —todas estas palabras de honor son algo convencional, sin sentido preciso alguno, sobre todo si se considera que mañana mismo se puede morir uno, o puede ocurrirle algo tan extraordinario que ya no exista nada, ni honor ni deshonor.” Semejantes razonamientos, que destruían en él todas las decisiones y todas las suposiciones, eran frecuentes en Pierre. Se encaminó, pues, a casa de Kuraguin.

Pierre dejó el coche cuando llegó al zaguán de la gran casa, con el portal iluminado, donde vivía Kuraguin junto al cuartel de la Guardia Montada; la puerta estaba abierta y siguió adelante. En el vestíbulo no había nadie; todo era una confusión de botellas vacías, capas y chanclos; olía a vino y, a lo lejos, se oía rumor de conversaciones y gritos.

Habían concluido ya el juego y la cena, pero los invitados no se habían marchado aún. Pierre se quitó la capa y entró en la primera sala, donde se hallaban los restos de la cena y un lacayo, creyendo que nadie lo veía, apuraba furtivamente los vasos. De la tercera sala llegaba un gran ruido; risas, gritos de voces conocidas y el gruñido de un oso. Ocho jóvenes trajinaban preocupados junto a la abierta ventana, y otros tres jugaban con un osezno, al que uno de ellos arrastraba con una cadena, atemorizando a los demás.

—¡Apuesto cien rublos por Stievens!— gritaba uno.

—¡Ojo, no hay que sujetarlo!— exclamó otro.

—Yo apuesto por Dólojov— dijo un tercero. —¡Cierra el trato, Kuraguin!

—Dejad ya al oso. Atención a la apuesta.

—Todo de un trago; si no, pierdes— gritó el cuarto.

—¡Yákov, trae una botella, Yákov!— gritó a su vez el dueño de la casa, un joven alto y guapo, quien, con su fina camisa desabrochada, permanecía en medio del grupo. —Señores: ahí está nuestro querido amigo Petrusha— dijo después, volviéndose hacia Pierre.

Otra voz, la de un hombre de mediana estatura y claros ojos azules, cuya firmeza y serenidad eran sorprendentes entre las voces vacilantes por el vino, gritaba desde la ventana:

—Ven aquí, sé el árbitro de la apuesta.

Dólojov era un oficial del regimiento Semiónovski, conocidísimo jugador y espadachín que vivía con Anatole. Pierre sonreía, mirando alegremente en derredor.

—No entiendo nada. ¿De qué se trata?

—Esperad. No está borracho. Venga una botella— dijo Anatole; y tomando un vaso de encima de la mesa se acercó a Pierre.

—Lo primero de todo, bebe.

Pierre vació un vaso tras otro; miraba a los beodos que se agrupaban junto a la ventana prestando oído a su conversación. Anatole seguía sirviéndole vino y le contaba que Dólojov había apostado con un inglés, Stievens, oficial de marina allí presente, que era capaz de vaciar una botella de ron sentado en una ventana del tercer piso, con las piernas fuera.

—¡Bueno! ¡Acaba la botella!— dijo Kuraguin, sirviéndole el último vaso. —Si no, no te dejaré en paz.

—No, no quiero más— dijo Pierre apartando a Anatole, y se acercó a la ventana.

Dólojov sujetaba al inglés del brazo y exponía claramente las condiciones de la apuesta, dirigiéndose sobre todo a Anatole y a Pierre.

Dólojov era un joven de estatura media, cabellos rizados y claros ojos azules. Tendría unos veinticinco años, no usaba bigote, como todos los oficiales de infantería, por lo cual su boca —el rasgo más característico de su rostro— aparecía del todo descubierta. La curvatura sinuosa de sus labios era muy notable; en el centro, el labio superior descendía resueltamente en cono agudo sobre el inferior, mas grueso, y en las comisuras se formaba constantemente algo semejante a dos sonrisas, una a cada lado; todo el conjunto, en especial su mirada firme, atrevida e inteligente, producía tal impresión que difícilmente podía pasar inadvertido su rostro. Dólojov carecía de fortuna, de toda relación social con las altas esferas, pero, aunque Anatole derrochaba miles de rublos, supo, pese a vivir con él, hacerse respetar de tal modo que todos los amigos estimaban más a Dólojov que a Anatole. Dólojov jugaba a todo y ganaba casi siempre. Y aunque bebía en abundancia, jamás perdía la lucidez de su mente. Kuraguin y Dólojov eran entonces dos celebridades en el mundo de los juerguistas disolutos de San Petersburgo.

Se trajo una botella de ron; dos lacayos, aturdidos y asustados, ensordecidos por los gritos y consejos de los señores que los rodeaban, desmontaban el marco de la ventana, que impedía sentarse en el alféizar exterior.

Anatole, con aire imperioso, se acercó a la ventana. Quería romper algo. Apartó a los lacayos y tiró del marco, que resistió; entonces rompió los cristales.

—A ver tú, forzudo— dijo a Pierre.

Pierre agarró los travesaños de roble, tiró de ellos y los desencajó con gran estruendo.

—Sácalos del todo; si no, pensarán que me sujeto— dijo Dólojov.

—El inglés se jacta… ¿Eh… está bien eso?— decía Anatole.

—Bien— dijo Pierre mirando a Dólojov, quien, con una botella de ron en la mano, se acercaba a la ventana, desde la cual se veía el cielo claro fundido con las luces de la tarde y del amanecer.

Dólojov, con la botella de ron en la mano, saltó a la ventana y gritó a los que estaban en la sala:

—¡Atención!

Todos callaron.

—Apuesto— hablaba en francés para que el inglés lo entendiese, y él no dominaba bien aquella lengua, —apuesto cincuenta imperiales, y cien si quiere— añadió volviéndose al inglés.

—No, cincuenta— dijo éste.

—Bien: cincuenta imperiales a que me beberé toda la botella sin separarla de la boca sentado en la ventana hacia afuera, aquí— se inclinó e indicó un saliente en declive del muro, fuera de la ventana, —y sin sujetarme a nada…, ¿es así?

—Así es— dijo el inglés.

Anatole se volvió al inglés, lo cogió por un botón del frac y, mirándolo desde arriba (el inglés era de baja estatura), le repitió en su idioma las condiciones de la apuesta.

—Espera— gritó Dólojov, golpeando con la botella en la ventana para llamar la atención. —Espera, Kuraguin. Escuchen: si alguno hace lo mismo, le doy cien imperiales. ¿Entendido?

El inglés asintió con la cabeza, sin que se pudiera comprender si tenía o no la intención de aceptar la nueva apuesta. Anatole no soltaba al inglés y, por más que éste, asintiendo, quisiera hacerle entender que lo había comprendido todo, le fue traduciendo las palabras de Dólojov. Un joven delgado, con uniforme de húsar de la Guardia, que había perdido todo su dinero aquella noche, se encaramó a la ventana, se inclinó y miró hacia abajo.

—¡Oh!… ¡Oh!… ¡Oh!…— exclamó, mirando las losas de la acera.

—¡Quietos todos!— gritó Dólojov; y sacó de la ventana al oficial, quien, tropezando con las espuelas, saltó torpemente al suelo.

Dólojov puso la botella en el alféizar, para poder cogerla con facilidad, y poco a poco, con prudencia, se subió a la ventana. Bajó las piernas y, apoyándose con las manos en los extremos de la ventana, observó el sitio, soltó las manos, se sentó, se movió a derecha e izquierda y tomó la botella. Anatole trajo dos candelabros y los puso en el alféizar, aunque la noche era clarísima. La espalda de Dólojov, con su camisa blanca y la cabellera ensortijada, aparecía iluminada por ambas partes. Todos se agolparon junto a la ventana. El inglés estaba delante; Pierre sonreía en silencio. Uno de los asistentes, el de más edad, se adelantó colérico y asustado y quiso sujetar a Dólojov por la camisa.

—Señores, es una locura, va a matarse— dijo el hombre, sin duda el más sensato de los reunidos. Anatole lo detuvo.

—No lo toques; puedes asustarlo y caería… Y entonces, ¿qué?…

Dólojov se volvió y se acomodó de nuevo, apoyándose en las manos.

—Si alguno vuelve a intervenir— dijo, pronunciando claramente las palabras a través de los labios finos y apretados —lo arrojaré ahí abajo. ¿Entendido?

Dicho esto se volvió de nuevo, soltó las manos, tomó la botella, se la llevó a los labios, echó hacia atrás la cabeza y levantó el brazo libre para hacer contrapeso. Uno de los lacayos, que comenzaba a recoger los cristales, se detuvo, inclinado como estaba, sin apartar los ojos de la ventana y de la espalda de Dólojov. Anatole, erguido, tenía los ojos muy abiertos. El inglés, alargados los labios, miraba de lado. El que había intentado detener a Dólojov prefirió refugiarse en un rincón de la sala y echarse sobre un diván, con el rostro vuelto hacia la pared. Pierre se cubrió la cara con las manos y en sus labios quedó fija una débil sonrisa, aunque lo dominase el miedo y el horror. Todos callaban. Pierre separó sus manos de los ojos. Dólojov seguía sentado en la misma posición aunque tenía la cabeza tan echada hacia atrás que los rizados cabellos de la nuca rozaban el cuello de la camisa; la mano que sostenía la botella se levantaba más y más, estremecida por el esfuerzo. La botella se vaciaba sensiblemente, al mismo tiempo que la cabeza se inclinaba cada vez más hacia atrás. “¿Por qué dura esto tanto?”, pensó Pierre. Le parecía que había pasado más de media hora. De pronto, Dólojov echó hacia atrás la espalda y su mano tembló nerviosamente. Aquel temblor podía haber sido bastante para desequilibrar todo el cuerpo, que descansaba sobre el saliente inclinado de la ventana; se desplazó todo su cuerpo, la mano y la cabeza temblaron más aún por el esfuerzo. Alzó una mano para asirse al alféizar, pero volvió a bajarla. Pierre cerró los ojos y se hizo el propósito de no mirar más. En esto sintió que todo se agitaba a su alrededor. Miró: Dólojov estaba sentado en el alféizar, con el rostro pálido y alegre.

—¡Vacía!

Y arrojó la botella al inglés, que la cogió con destreza.

Dólojov saltó de la ventana. Exhalaba un fuerte olor a ron.

—¡Bravo, magnífico! ¡Vaya apuesta! ¡Que os lleve el diablo!— gritaban desde diversas partes.

El inglés sacó la bolsa y contó el dinero. Dólojov, con el ceño fruncido, quedaba en silencio. Pierre se subió a la ventana.

—¡Señores! ¿Quién quiere jugarse algo conmigo? Haré lo mismo que él— gritó. —Y sin apuesta también. Que me traigan una botella. Yo lo haré, que la traigan.

—Dejadlo, dejadlo— sonrió Dólojov.

—¿Te has vuelto loco? ¿Crees que te vamos a dejar? Te mareas hasta en la escalera— gritaron desde varios lados.

—¡Me la beberé! ¡Dadme una botella de ron!— gritó Pierre; y con el gesto resuelto del ebrio, golpeó una silla e intentó subirse a la ventana.

Trataron de sujetarlo por los brazos, pero era tan fuerte que arrojaba a gran distancia a todos cuantos pretendían acercársele.

—No, así no podremos con él— dijo Anatole. —Esperad, trataré de engañarlo. Escucha: acepto la apuesta, pero para mañana, y ahora vámonos todos a…

—¡Vamos!— gritó Pierre. —Vamos y llevémonos a Mishka…— y diciendo esto, abrazó a Mishka, el oso, lo levantó y se puso a bailar con él por la sala.

Guerra y paz
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