XVI
A partir del 28 de octubre, cuando empezaron los primeros hielos, la huida de los franceses adquirió un carácter más trágico: unos morían helados, otros se abrasaban en las hogueras y otros, vestidos con pellizas, proseguían la fuga en carros y coches, llevando el botín robado por el Emperador, los reyes y los duques. Pero, de hecho, el curso de la huida y la descomposición del ejército francés no cambiaron en nada desde la salida de Moscú.
De Moscú a Viazma, de los setentaitrés mil hombres del ejército francés (descontada la Vieja Guardia, que durante toda la campaña no había hecho más que saquear), no quedaban sino treintaiséis mil (de ellos no pasarían de cinco mil los muertos durante la campaña). Aquél era el primer término de la progresión, que podía determinar matemáticamente lo que ocurriría después. El ejército francés se fue disolviendo y desapareciendo en la misma proporción de Moscú a Viazma, de Viazma a Smolensk, de Smolensk al Berezina y del Berezina a Vilna, independientemente del frío más o menos intenso, de la persecución enemiga, de los obstáculos levantados en su camino y de todas las demás condiciones tomadas por separado. Después de Viazma, las tres columnas se fundieron en una masa confusa y siguieron así hasta el fin. Berthier escribía a su Emperador (y es bien sabido cuán lejos de la verdad quedan los jefes al describir la situación del ejército):
Creo un deber informar a Vuestra Majestad sobre el estado de sus tropas en los diversos cuerpos de ejército, según he podido observar desde hace dos o tres días en distintos lugares. Las tropas están casi en desbandada. El número de soldados que siguen sus banderas está en una proporción de un cuarto, a lo más, en casi todos los regimientos; los demás marchan aisladamente, en diferentes direcciones y por cuenta propia, con la esperanza de encontrar víveres y librarse de la disciplina. En general todos miran a Smolensk como el lugar en que podrán rehacerse. Estos últimos días se observa que muchos soldados arrojan las cartucheras y las armas. En semejante estado de cosas, el interés del servicio de Vuestra Majestad exige, sean cuales fueran sus ulteriores puntos de vista, que todo el ejército se reúna en Smolensk y que se comience a aliviarlo de los no combatientes como los hombres desmontados, los bagajes inútiles y el material de artillería, que ya no guarda proporción con nuestras actuales fuerzas: urgen los víveres y que se les dé algún día de descanso. Muchos han muerto en estos últimos días a lo largo del camino y en los campamentos. Tal estado de cosas va agravándose y es de temer que, si no se pone pronto remedio, no podamos ser dueños de nuestras tropas en caso de combate.
9 de noviembre,
a 30 verstas de Smolensk.
Llegados a Smolensk, que se imaginaban como una tierra prometida, los franceses se mataban unos a otros para apoderarse de los víveres, saqueaban sus propios almacenes de provisiones y, cuando ya no quedó nada, prosiguieron la huida.
Avanzaban sin saber adonde iban ni por qué lo hacían. Menos que nadie lo sabía el genial Napoleón, puesto que nadie le daba orden alguna. Sin embargo, tanto el Emperador como su séquito seguían observando las costumbres de antes: se escribían cartas, informes y ordres du jour, se trataban unos a otros con los títulos de Sire, Mon Cousin, Prince d’Eckmühl, roi de Naples, etcétera. Pero sus órdenes e informes eran papeles mojados. Nadie los hacía cumplir, porque nada podía cumplirse, y a pesar de los títulos de sire, y alteza y primo, que se otorgaban, comprendían todos que eran míseros y viles, culpables de muchas maldades que ahora estaban pagando. Fingían mostrar una gran preocupación por el ejército, pero cada uno no pensaba más que en sí mismo y en la manera de escapar cuanto antes y salvarse.