XII
Después de las ejecuciones, separaron a Pierre de los demás y lo dejaron en una pequeña iglesia sucia que había sido saqueada.
Al anochecer, el suboficial de guardia y dos soldados entraron en la iglesia e informaron a Pierre de que había sido indultado y que iba a ser trasladado a la barraca de los prisioneros de guerra. Sin comprender bien lo que le decían, Pierre se levantó y siguió a los soldados. Lo condujeron a unas barracas construidas con tablas chamuscadas, troncos y chillas al fondo del campo y lo metieron en una de ellas.
En la oscuridad una veintena de personas rodearon al recién llegado. Pierre los miró sin comprender quiénes eran, por qué estaban allí y qué pretendían de él. Escuchaba las palabras que le dirigían, pero no las entendía ni sabía explicarlas; no comprendía su sentido. Respondía a las preguntas que le dirigían pero no se daba cuenta de quién lo escuchaba ni cómo entenderían sus respuestas. Miraba aquellos rostros y figuras y todo le parecía igualmente absurdo.
Desde que presenciara aquella matanza, cometida por hombres que no querían matar, sentía como si hubieran arrancado de su ser un resorte que lo sostenía todo y lo hacía vivo y como si todo ello no fuera ahora más que un montón informe y absurdo de desperdicios. Había perdido la fe en la posibilidad de arreglar el mundo y la humanidad —aunque no era consciente de ello— y la fe en su propia alma y en Dios. Ya antes había sentido lo mismo, pero no de manera tan intensa como ahora. Antes, cuando surgía en su alma una duda semejante, el origen era un error propio. Y Pierre sentía en lo más profundo de su alma que el medio de evitar la desesperación y la duda radicaba en sí mismo. Pero ahora no tenía conciencia de ser él la causa de que el mundo se derrumbara ante sus ojos, y se convirtiera en escombros absurdos; sentía que no estaba en su poder recuperar la fe en la vida.
Alrededor de él, en la oscuridad, había algunas personas. Algo en él, sin duda, les interesaba grandemente. Le contaban algo, le hacían preguntas, después lo condujeron al interior y por último se encontró en un rincón de la barraca con otra gente, que hablaba y reía desde todas partes.
—Y así ocurrió, hermanos… ese mismo príncipe quien… (la palabra quien fue pronunciada con acento especial)— decía una voz al otro extremo de la barraca.
Pierre, silencioso e inmóvil, sentado en un montón de paja junto a la pared, ora cerraba, ora abría los ojos. En cuanto los cerraba, volvía a ver el rostro terrible del obrero, terrible sobre todo por su simplicidad; y los rostros de quienes, a su pesar, habían sido sus asesinos, más terribles todavía a causa de su inquietud. Volvía a abrir los ojos y miraba extraviado en la oscuridad.
Junto a él estaba sentado un hombrecillo encogido cuya presencia advirtió al principio por el intenso olor a sudor que emanaba de él a cada movimiento. Aquel hombre, en la oscuridad, hacía algo con sus pies, y aunque Pierre no veía su rostro adivinó que lo estaba mirando sin quitarle los ojos. Al acostumbrarse a la oscuridad, Pierre comprendió que el hombre se estaba descalzando. Y el modo como lo hacía interesó a Pierre.
Después de soltar la cuerda que cubría una de sus piernas, la enrolló concienzudamente y se dedicó a la otra, mirando de vez en cuando a Pierre. Mientras con una mano colgaba la cuerda, con la otra desataba la segunda. Así, con movimientos seguros, precisos y ágiles, que se sucedían rápidos unos a otros, terminó de descalzarse y colgó todo en unas estaquillas clavadas en la pared, encima de su cabeza; después sacó una navajita, cortó algo, la cerró y la puso bajo su cabecera; se sentó cómodamente, rodeó con los brazos sus rodillas y fijó la mirada en Pierre, quien sentía algo agradable y sedante en todos esos movimientos rápidos, en el orden en que había colocado sus cosas y hasta en el olor de aquel hombre; y también él lo miraba fijamente.
—¿Lo ha pasado usted mal, señor? ¿Eh?— dijo al cabo de un rato el hombrecillo.
Y en su cantarina voz había tanta dulzura y sencillez, que Pierre sintió deseos de contestar; pero le tembló la mandíbula y sintió lágrimas en los ojos. El hombrecillo, sin dar tiempo a Pierre de manifestar su turbación, siguió hablando con la misma voz agradable.
—No te aflijas, palomo…— dijo con esa acariciante modulación de voz con que hablan las viejas campesinas rusas. —No te aflijas, palomito; el sufrimiento es corto y la vida larga. Así es, amigo mío. Vivimos aquí, gracias a Dios, y nadie nos molesta. Son también hombres y los hay malos y buenos.
Y mientras hablaba, se enderezó sobre sus rodillas, se puso en pie y se alejó tosiendo.
—¡Hola! ¿Has vuelto ya, bribona?— sonó en el otro extremo de la barraca la misma voz acariciante. —¡Volvió la bribona! Se acuerda. Bueno, bueno, basta.
Y el soldado, apartando de sí a una perrita que le saltaba al pecho, volvió a sentarse en su sitio. Entre las manos tenía algo envuelto en un trapo.
—Tome, señor, coma— dijo, volviendo al tono respetuoso de antes y ofreciendo a Pierre unas patatas asadas. —Para la comida tuvimos sopa. Pero las patatas son excelentes.
Pierre no había probado bocado en todo el día y el olor de las patatas le pareció gratísimo. Dio las gracias al soldado y se puso a comer.
—Así no se comen— sonrió el soldado, tomando una de las patatas. —Hazlo así.
Sacó de nuevo la navaja, partió la patata en dos mitades, echó sal, que traía en el trapo, y se la ofreció a Pierre.
—Son de categoría— repitió. —Cómelas así.
A Pierre le parecía que nunca había probado manjar tan exquisito.
—Lo mío no es nada— dijo. —Pero ¿por qué han fusilado a esos infelices?… El último tendría veinte años…
—¡Ay… ay…!— dijo el hombrecillo. —¡Cuántos pecados, cuántos pecados…!— añadió rápidamente; y como si las palabras estuvieran siempre prontas en sus labios y salieran involuntariamente, prosiguió: —¿Cómo fue, señor, que se quedó en Moscú?
—Nunca creí que fueran a llegar tan pronto. Me quedé por casualidad— contestó Pierre.
—Pero, ¿cómo te han cogido, palomo? ¿En tu casa?
—No, fui a ver el incendio y allí me cogieron y me juzgaron por incendiario.
—Donde hay tribunales hay injusticia— sentenció el hombrecillo.
—Y tú, ¿hace tiempo que estás aquí?— preguntó Pierre, terminando de comer la última patata.
—¿Yo? El domingo anterior me sacaron del hospital en Moscú.
—¿Eres soldado?
—Sí, del regimiento de Apsheron. Me consumía la fiebre. Nada nos habían dicho. En el hospital seríamos unos veinte hombres. No sabíamos nada, nada sospechábamos.
—Y qué, ¿te aburres aquí?— preguntó Pierre.
—¡Claro que me aburro, palomito! Me llamo Platón. Karatáiev es un mote— añadió, sin duda para facilitar la conversación con Pierre. —En el regimiento me llamaban “Halconcito”. ¿Cómo quieres que esté? Moscú es la madre de todas las ciudades. ¡Cómo no voy a sentir tristeza al ver todo esto! Pero el gusano se come la berza y perece antes que ella: eso dicen los viejos— añadió rápidamente.
—¿Cómo, cómo has dicho?— preguntó Pierre.
—¿Yo?— respondió Karatáiev. —Digo que no se hacen las cosas según nuestro deseo, sino según la voluntad de Dios— sentenció, creyendo repetir lo que había dicho antes; y en seguida prosiguió. —Entonces, señor, ¿usted posee patrimonio? ¿Y casa? Es decir, que vive en la abundancia. ¿Y tiene mujer? ¿Sus padres viven?— siguió preguntando.
Y aunque Pierre no viera en la oscuridad, advirtió por el tono de la voz que los labios del soldado se plegaban en una sonrisa acariciante mientras le hacía aquellas preguntas. Lo disgustaba, al parecer, que Pierre no tuviera padres, y sobre todo madre.
—La mujer para el consejo, la suegra para el respeto, pero nada hay mejor que una madre— dijo. —¿Tiene hijos?— continuó preguntando.
La respuesta negativa de Pierre pareció entristecerlo, y se apresuró a decir:
—No importa, es usted joven… Dios se los dará, ya vendrán. Lo principal es vivir de acuerdo…
—Ahora me da lo mismo— dijo involuntariamente Pierre.
—¡Eh! ¡Querido amigo!— repuso Platón. —Nadie puede estar a salvo de la pobreza y la cárcel.
Se sentó cómodamente y carraspeó como preparándose para un largo discurso.
—Yo vivía en mi casa, amigo mío— comenzó. —La hacienda de los señores era rica; tenía muchas tierras; los mujiks vivían bien, no podíamos quejarnos. Mi padre trabajaba en su propia parcela. Vivíamos bien, como verdaderos cristianos. Pero un buen día…
Y Platón Karatáiev contó una larga historia de cómo un buen día fue a un bosque vecino para cortar leña y el guardabosque lo había sorprendido en plena faena. Lo azotaron y condenaron a servir en el ejército.
—Pues ya ves, querido— dijo con una voz transfigurada por la sonrisa. —Creíamos que aquello era una desgracia y resultó una suerte. De no ser así, habría tenido que ir mi hermano al ejército, si yo no hubiese pecado; y mi hermano menor tenía cinco hijos, a cual más pequeño, mientras que yo no tenía más que a mi mujer. Nos nació una niña, pero Dios se la llevó antes de que me castigaran. Cuando estuve con permiso me encontré con que vivían mejor que antes, las cuadras llenas de ganado; las mujeres en casa, los dos hermanos ganando fuera; sólo el menor, Mijailo, estaba en casa. El padre dijo: “Para mí todos los hijos son iguales. Cualquiera que sea el dedo mordido, siempre duele; y si no hubieran llevado a Platón, habría tenido que ir Mijailo”. Nos llamó a todos, la verdad te digo, y nos puso delante de los iconos. “Mijailo —dijo mi padre—, ven aquí, híncate de rodillas ante él, y también tú, mujer, y también los nietos. ¿Lo habéis entendido?”, dijo. Así es, querido amigo mío. El destino escoge y nosotros juzgamos siempre: eso no está bien. Nuestra felicidad, amiguito, es como el agua en una nasa; parece que está llena, pero cuando la sacas no queda nada. Así es— y Platón pasó a su montón de paja.
Después de unos instantes de silencio se levantó.
—Creo que ya tendrás ganas de dormir, ¿verdad?— y se persignó rápidamente mientras murmuraba: —Señor mío Jesucristo, santos Nicolás, Frol y Lavr, Señor mío Jesucristo, perdónanos y sálvanos— concluyó. Se inclinó hasta tocar el suelo, se irguió, suspiró y se sentó en la paja. —Dios mío, haz que duerma como una piedra y me levante hecho un pimpollo— murmuró aún mientras se acostaba y se cubría con su capote.
—¿Qué plegaria has rezado?— preguntó Pierre.
—¿Eh?— preguntó Platón (casi estaba dormido). —¿Qué recé? He rezado a Dios. ¿Tú no rezas?
—Sí, también yo rezo. ¿Qué decías de Frol y Lavr?
—¡Pues cómo!— contestó con vivacidad Platón. —Son los patronos de las caballerías. También hay que tener piedad de las bestias. ¡Ah, bribona!, ¿has vuelto? Ya te has calentado, hija de perra…— dijo pasando la mano por el lomo de la perra, que se había acurrucado a sus pies.
Y volviéndose, se quedó dormido.
Fuera, a lo lejos, se oían gritos y sollozos; entre las rendijas de la barraca era visible el incendio. Dentro todo era silencio y oscuridad. Pierre tardó mucho en dormirse. Con los ojos abiertos escuchaba los mesurados ronquidos de Platón, echado junto a él, y sentía que todo aquel mundo antes destruido resurgía ahora en su alma con nueva belleza, sobre nuevos fundamentos inquebrantables.