XVIII
Al día siguiente el príncipe Andréi recordó el baile de la víspera, pero su pensamiento no se detuvo por mucho tiempo en él. “Sí… un baile espléndido. Y la joven Rostova es encantadora. Hay en ella algo peculiar, espontáneo, que la distingue; no es como las muchachas de San Petersburgo.” Eso fue todo lo que pensó del baile. Tomó el té y se dedicó a su trabajo.
Pero ya fuese por el cansancio o la falta de sueño, el día resultó malo para trabajar; el príncipe Andréi se sentía incapaz de hacer nada; no se le ocurría más que criticar cuanto hacía, lo que era frecuente en él, y lo alegró el anuncio de una visita.
El visitante, Bitski, miembro de varias comisiones, asiduo contertulio de todos los salones de San Petersburgo, apasionado admirador de las nuevas ideas de Speranski, gacetillero siempre bien informado en la capital, era uno de esos hombres que eligen sus opiniones como su ropa, según la moda; y precisamente por ello parecen ser los más ardientes partidarios de las novísimas corrientes. Con gesto preocupado, sin tiempo apenas para quitarse el sombrero, se acercó al príncipe Andréi y comenzó a hablar inmediatamente. Acababa de enterarse de todos los detalles de la sesión del Consejo Imperial, celebrada por la mañana y presidida por el mismo Emperador, y los exponía con entusiasmo. El discurso del Emperador había sido extraordinario, un discurso que sólo pronuncian los monarcas constitucionales. “El Emperador dijo claramente que el Consejo y el Senado son estamentos sociales y que la gobernación del país no debe fundarse en la arbitrariedad sino en principios firmes; ha manifestado también que es preciso reformar las finanzas y que las cuentas deben hacerse públicas”, explicaba Bitski recalcando algunas palabras y abriendo significativamente los ojos.
—Sí, el acontecimiento de hoy marca el comienzo de una era, de la era más grande de nuestra historia— concluyó Bitski.
El príncipe Andréi escuchaba interesado los informes sobre la sesión del Consejo Imperial, que con tanta impaciencia esperaba y a la que tanta importancia atribuía; pero lo asombraba que ahora, una vez sucedido, ese acontecimiento, lejos de emocionarlo, le pareciera insignificante. Seguía la entusiasta exposición de Bitski con cierta ironía. Acudía a su mente una idea simplísima: “¿Qué puede importarnos a Bitski y a mí que el Emperador haya dicho esas cosas en el Consejo? ¿Puede, acaso, hacerme más feliz y mejor?”.
Y ese simple razonamiento destruyó de golpe el interés que el príncipe Andréi pudiera sentir por las reformas que se llevaban a cabo. Aquel mismo día debía comer con Speranski en petit comité. La perspectiva de comer en un ambiente familiar y amistoso con un hombre a quien tanto admiraba suscitaba antes un gran interés en el príncipe Andréi, tanto mayor pues jamás había visto a Speranski en la intimidad de su hogar. Mas ahora no sentía deseo alguno de ir.
Con todo, a la hora indicada, se presentó en la pequeña casa propiedad de Speranski, cerca del jardín de Táurida. En el comedor entarimado, que llamaba la atención por su meticulosa limpieza (que recordaba la pulcritud de un convento), el príncipe Andréi, algo retrasado, encontró ya reunido al petit comité de Speranski. No había mujeres, excepto la pequeña hija del secretario de Estado —de rostro alargado, como el de su padre— y su institutriz. Los invitados eran Gervais, Magnitski y Stolipin, amigos íntimos del dueño de la casa. Al entrar en la antesala el príncipe Andréi oyó voces y una risa sonora, semejante a las que se oyen en el teatro. Alguien, con voz parecida a la de Speranski, reía marcando separadamente cada: ja… ja… ja… El príncipe Andréi no había oído reír a Speranski y aquella carcajada sonora y aguda del secretario de Estado le produjo un efecto extraño.
Entró en el comedor. Los invitados y su anfitrión estaban entre dos ventanas, ante una pequeña mesa llena de entremeses. Speranski, de frac gris, con una gran condecoración en el pecho, chaleco blanco y alta corbata también blanca —seguramente se había vestido así para asistir a la famosa sesión del Consejo—, se mantenía de pie junto a la mesa con cara alegre. Los demás lo rodeaban. Magnitski, dirigiéndose al anfitrión, contaba una anécdota. Speranski lo escuchaba, riendo ya de lo que iba a oír. Cuando el príncipe Andréi entraba en la estancia, las palabras de Magnitski eran sofocadas de nuevo por las risas. Stolipin, sin dejar de masticar un trozo de pan con queso, reía en tono de bajo profundo; Gervais dejaba escapar una risita y Speranski reía a carcajadas. Cuando vio a Bolkonski le tendió su mano blanca y delicada.
—¡Encantado de verlo, príncipe!— dijo. —Un momento…— se volvió a Magnitski, interrumpiendo su anécdota. —Hemos convenido hoy que nos reunimos para pasarlo bien: ni una palabra de negocios.
Y volvió a reír.
El príncipe Andréi escuchaba con asombro y tristeza, por la decepción, la risa de Speranski. Lo miraba y le parecía ver a otro hombre, distinto. Todo lo que antes le había parecido misterioso y seductor en Speranski adquirió, de pronto, claridad y dejó de ser atractivo; se hizo ahora evidente y vulgar.
En la mesa la conversación no cesó un punto y fue como una recopilación de anécdotas divertidas. No había concluido Magnitski su historieta cuando ya otro se ofrecía a contar una mejor. Las anécdotas se referían, en su mayor parte, no tanto a la administración como a los funcionarios. Se habría dicho que para ellos era tan manifiesta la estulticia de aquellas personas que la única actitud posible hacia ellos era la de cómica indulgencia. Speranski contó que, en la sesión del Consejo de la mañana, un consejero, completamente sordo, siempre que se le preguntaba su opinión sobre algo, respondía que él opinaba lo mismo. Gervais se refirió a una visita de inspección famosa por la absoluta imbecilidad de todos sus componentes. Stolipin, balbuceando, criticó con vehemencia los abusos del viejo estado de cosas, amenazando así con dar a la conversación un giro serio. Magnitski terció para reírse del acaloramiento de Stolipin y Gervais intercaló una broma que devolvió a la conversación general su tono frívolo.
A Speranski le gustaba evidentemente descansar después del trabajo y divertirse en una tertulia de amigos íntimos; y los invitados, que comprendían el deseo del secretario de Estado, trataban de alegrarlo y divertirse a su vez. Pero aquella alegría pareció aburrida y penosa al príncipe Andréi. El timbre agudo de la voz de Speranski le causaba una impresión desagradable, y su continua risa le sonaba a falsa y hería su sensibilidad. Bolkonski no reía y temió ser un aguafiestas, pero ninguno de ellos se percató de que su humor no estaba en consonancia con el ambiente general. Parecía que todos lo estaban pasando muy bien.
Se esforzó varias veces por intervenir en la conversación, pero siempre sus palabras eran rechazadas, como el corcho hundido en el agua, y no lograba bromear con todos ellos.
Nada había de malo ni impropio en lo que se decía: todo era ingenioso y podía resultar divertido, pero faltaba un punto de sabor, la sal de la alegría, cuya existencia ni siquiera sospechaban.
Después de la comida la hija de Speranski y su institutriz se levantaron. El secretario de Estado acarició a la niña con su blanca mano y le dio un beso. También ese gesto pareció artificial al príncipe Andréi.
De acuerdo con la costumbre inglesa, los hombres se quedaron de sobremesa bebiendo vino de Oporto. En mitad de la conversación, que había derivado a la intervención napoleónica en España —que todos aprobaban—, el príncipe Andréi manifestó su opinión contraria. Speranski sonrió y, con el deseo evidente de cambiar de tema, contó una anécdota que nada tenía que ver con la conversación general. Por un instante callaron todos.
Antes de levantarse, Speranski tapó la botella de oporto y dijo:
—Hoy día el buen vino es tan raro como el mirlo blanco.
La entregó al criado y se puso en pie. Todos hicieron lo mismo y conversando animadamente pasaron a la sala. En ese momento entregaron a Speranski dos despachos traídos por un correo. Los tomó y entró en su gabinete. Cuando se retiró, la alegría general desapareció y los invitados comenzaron a hablar de temas serios en voz baja.
—Bien, ahora llega la declamación— dijo Speranski saliendo de su despacho. —¡Tiene un talento sorprendente!— añadió volviéndose al príncipe Andréi.
Magnitski adoptó la postura adecuada y comenzó a declamar unos versos humorísticos franceses, compuestos por él sobre diversos personajes petersburgueses. Lo interrumpieron varias veces con aplausos.
Concluida la declamación, el príncipe Andréi se acercó a Speranski para despedirse.
—¿Dónde va tan pronto?— le preguntó el secretario de Estado.
—Me he comprometido para una velada…
Ambos guardaron silencio. El príncipe Andréi veía de cerca aquellos ojos velados que no se dejaban penetrar y le pareció cómico que él pudiera esperar algo de Speranski, y de su propia actuación, relacionada con él; ahora se preguntaba cómo podía haber dado tanta importancia a lo que él hacía. La risa acompasada y la falta de alegría siguieron sonándole en los oídos mucho tiempo después de abandonar la casa de Speranski.
De vuelta en la suya, el príncipe Andréi pasó revista, como si fuera algo nuevo, a su vida en San Petersburgo durante aquellos cuatro meses. Recordaba sus idas y venidas, sus búsquedas, el proyecto de reforma de los reglamentos militares tomados en consideración y sobre el que se había hecho un silencio total, sólo porque otro proyecto, muy malo, había sido presentado al Emperador. Recordó las sesiones del comité, en el cual figuraba Berg, y recordó cómo en esas reuniones se hablaba largo y tendido sobre la forma de celebrarlas, dejando siempre de lado con la misma diligencia todo aquello que se refería a la esencia del problema. Recordó su trabajo de codificación, el interés con que había traducido al ruso los artículos de los códigos romano y francés, y sintió vergüenza de sí mismo. Después se representó vivamente a Boguchárovo, sus trabajos en el campo y su viaje a Riazán. Recordó a los mujiks, al stárosta Dron y, aplicándoles mentalmente los derechos de las personas, que él había dividido en parágrafos, se asombró de haber empleado tanto tiempo en un trabajo tan estéril.