XXI

Pierre descendió del coche y, pasando entre los campesinos que trabajaban, subió al túmulo desde el cual, según le dijera el doctor, podía contemplar el campo de batalla.

Eran las once de la mañana. El sol, hacia la izquierda y a espaldas de Pierre, alumbraba claramente, a través de un aire purísimo, el panorama que se extendía como un enorme anfiteatro.

A lo alto y hacia la izquierda, cortando ese anfiteatro, serpenteaba el camino grande de Smolensk, que atravesaba una aldea de iglesia blanca situada a quinientos pasos delante del túmulo y debajo de él (era Borodinó). Más allá el camino pasaba por un puente y seguía entre subidas y bajadas hacia la aldea de Valúievo (donde se hallaba ahora Napoleón), que podía distinguirse bien a una distancia de seis kilómetros. Detrás de Valúievo, el camino desaparecía en un bosque que amarilleaba en el horizonte. En medio de ese bosque de abedules y abetos brillaba, a la derecha del camino, la lejana cruz y el campanario del monasterio de Kolotski. En toda aquella lejanía azul, a derecha e izquierda del bosque y del camino, se veía en diversos puntos el humo de las hogueras y las masas informes de tropas rusas y francesas. A la derecha, a lo largo del Kolocha y el Moskova, el terreno era montuoso y surcado de barrancos. Entre dos desfiladeros se veían las aldeas de Bezúbovo y Zajárino. A la izquierda, el terreno era más llano, con campos de mieses y la aldea de Semiónovskoie, aún humeante después de haber sido consumida por el fuego.

Todo lo que Pierre veía a un lado y otro resultaba tan indefinido que no respondía en modo alguno a lo imaginado por él. En ninguna parte estaba el campo de batalla que esperaba ver. Sólo distinguía llanuras, tropas, bosques, campos, hogueras humeantes, aldeas, túmulos y arroyos. Y, a pesar de lo detenidamente que examinó el panorama, no pudo encontrar las posiciones, y ni siquiera le fue posible distinguir las tropas rusas de las enemigas.

“Tendré que preguntar a alguien que esté enterado”, se dijo, y se dirigió a un oficial que contemplaba con gran curiosidad su vigorosa figura de aspecto tan poco militar.

—Me hace el favor, ¿qué aldea es la que se ve ahí delante?

—Burdinó… o algo así— dijo el oficial dirigiéndose a su camarada.

—Borodinó— corrigió el otro.

El oficial se acercó a Pierre, satisfecho, al parecer, de la oportunidad de conversar un rato.

—¿Están allí los nuestros?— preguntó Pierre.

—Sí, y algo más lejos los franceses. ¡Mire, allí puede verlos!— dijo.

—¿Dónde? ¿Dónde?— preguntó Pierre.

—Se ven a simple vista. Ahí están.

El oficial señaló con la mano los humos que aparecían a la izquierda, detrás del río, y en su rostro apareció aquella expresión severa y grave que Pierre había visto ya en muchos hombres.

—¡Ah! ¡Son los franceses! ¿Y allí?…— Pierre señaló a la izquierda del túmulo, donde se veían algunas tropas.

—Son los nuestros.

—¡Ah, los nuestros!— y Pierre indicó ahora un túmulo lejano, con un gran árbol, junto a una aldea hundida en un barranco; también allí humeaban las hogueras y se veía algo negro.

—Él de nuevo— dijo el oficial (era el reducto de Shevardinó). —Ayer era nuestro y hoy es de él.

—Entonces, ¿dónde está nuestra posición?

—¿La posición?— dijo el oficial con sonrisa satisfecha. —Puedo decírselo con seguridad, porque he sido yo quien ha construido casi todas nuestras fortificaciones. Mire: nuestro centro está en Borodinó— y señaló la aldea de la iglesia blanca, visible en primer término; —aquí está el paso sobre el Kolocha. Allí abajo, donde se ven todavía unos montones de heno segado, está el puente y nuestro centro. Ahí, nuestro flanco derecho— y señaló muy a la derecha a lo lejos del barranco. —Por allá pasa el Moskova y cerca hemos construido tres reductos muy fuertes. Ayer el flanco izquierdo…— aquí el oficial se detuvo. —Mire, es difícil de explicar… Ayer, nuestro flanco izquierdo estaba allí, en Shevardinó, donde se ve aquel roble; pero ahora hemos desplazado hacia atrás el flanco izquierdo, ¿ve una aldea humeante? Está ahora en Semiónovskoie; y también ahí— e indicaba el túmulo de Raievski. —Pero no es probable que la batalla se dé en ese lugar. Él quiere engañarnos, y por eso ha hecho pasar sus tropas a esta parte del río; él, de seguro, tratará de envolvernos, dejando al Moskova a su derecha. Pero sea como sea, mañana muchos de nosotros no lo contaremos— concluyó el oficial. Un viejo suboficial, que se había acercado a su superior mientras éste hablaba, esperaba en silencio el final del discurso. Pero en aquel momento, disgustado sin duda por las palabras del oficial, lo interrumpió:

—Hay que ir a buscar cestones— dijo severamente.

El oficial pareció turbarse, como si comprendiera que se podía pensar que al día siguiente caerían muchos pero no fuese oportuno hablar de ello.

—Sí, bien, envía de nuevo la tercera compañía— dijo con viveza. —Y usted, ¿quién es? ¿Un doctor?

—No: vengo para ver…— respondió Pierre.

Y siguió hacia abajo, volviendo a pasar ante los milicianos.

—¡Ah! ¡Malditos!— murmuró el oficial, que lo seguía tapándose la nariz y alejándose de los mujiks.

—¡Ahí están!… La traen…, ¡ya vienen!…— dijeron de pronto algunas voces; muchos oficiales, soldados y milicianos corrieron al camino.

La procesión, que había salido de la iglesia, subía por la cuesta de Borodinó. Delante de todos, sobre el camino polvoriento, iban las bien formadas filas de los infantes, descubiertos y con el fusil bajado. Detrás de la infantería se oían cánticos religiosos.

Los soldados y los milicianos corrieron a su encuentro con la cabeza descubierta, dejando atrás a Pierre.

—¡Traen a Nuestra Santa Madre! ¡Nuestra Protectora!… ¡La Virgen de Iverisk!

—¡Es la Santa Madre de Smolensk!— corrigió otro.

Los milicianos, tanto aquellos que estaban en la aldea como los que trabajaban en la batería, tiraron sus palas y corrieron al encuentro de la procesión. Detrás del batallón que avanzaba por la polvorienta carretera iban los sacerdotes con sus casullas; uno era viejo y llevaba un alto gorro; lo acompañaban varios clérigos y chantres. Detrás de ellos, soldados y oficiales portaban un gran icono enmarcado de rostro negro. Era el icono sacado de Smolensk que desde entonces seguía al ejército. Detrás del icono, delante y alrededor de él, desde todas partes, corrían y se inclinaban profundamente, con las cabezas descubiertas, multitud de militares.

El icono se detuvo en lo alto de la loma. Los hombres que lo llevaban sobre toallas fueron sustituidos por otros. Los diáconos encendieron de nuevo los incensarios y comenzó el tedéum. Los rayos cálidos del sol caían perpendiculares; un fresco vientecillo movía los cabellos de las cabezas descubiertas y las cintas que adornaban el icono. El canto, a cielo abierto, no era muy sonoro. Una gran muchedumbre de oficiales, soldados y milicianos, todos descubiertos, rodeaba a la imagen. Detrás del sacerdote y del sacristán, en un espacio libre, se encontraban los dignatarios: un general calvo, condecorado con la cruz de San Jorge, pegado casi al sacerdote y sin santiguarse (sería un alemán), esperaba pacientemente el término de la ceremonia, a la que consideraba necesario asistir para estimular el patriotismo del pueblo ruso. Otro general, con postura militar, sacudía una mano delante del pecho y miraba en derredor. En aquel grupo de personalidades, Pierre, que se mantenía entre los mujiks, identificó a varios conocidos. Pero no era a ellos a quienes miraba; toda su atención estaba acaparada por los rostros graves y serios de aquella multitud de soldados y milicianos que, con idéntica avidez, contemplaban el icono. En cuanto los sacristanes (que cantaban el vigésimo tedéum) entonaron perezosamente y como por costumbre el “Santa Madre, salva a tus esclavos de la desventura” y el pope y el diácono cantaron el “Acudimos a ti para nuestra defensa como a una muralla indestructible”, apareció de nuevo en todos los rostros la misma conciencia de la solemnidad del instante que Pierre había observado al bajar la cuesta de Mozhaisk y, por momentos, en otros muchos rostros vistos aquella mañana; las cabezas se inclinaban más frecuentemente; sacudían los cabellos y se oían suspiros y golpes de pecho al hacer la señal de la cruz.

De pronto la muchedumbre que rodeaba a la imagen se hizo atrás, empujando a Pierre. Alguien, seguramente un personaje muy importante a juzgar por la prisa con que le dejaban paso, se acercó al icono.

Era Kutúzov, que estaba inspeccionando las posiciones. De regreso a Tatárinovo se acercó para asistir al oficio. Pierre lo reconoció en seguida por su singular aspecto, tan diferente de todos los demás.

Con una larga levita sobre su cuerpo de enorme gordura, encorvada la espalda, al aire la cabeza canosa y el ojo blanco, sin vida, en el rostro abotargado, Kutúzov entró con su paso vacilante en el círculo que formaban los oficiales y se detuvo detrás del pope. Se santiguó mecánicamente y tocó casi con la mano el suelo al inclinar su blanca cabeza con un profundo suspiro. A sus espaldas estaban Bennigsen y el séquito. A pesar de la presencia del general en jefe, que atrajo la atención de toda la alta oficialidad, los soldados y milicianos siguieron sus oraciones, sin mirarlo apenas.

Cuando acabó el tedéum Kutúzov se acercó al icono, se arrodilló pesadamente, inclinándose hasta el suelo, y tuvo que hacer grandes esfuerzos para volver a levantarse a causa de su peso y su debilidad. Su cabeza blanca oscilaba con el esfuerzo. Por fin se puso en pie y con una expresión ingenua e infantil alargó los labios, besó el icono y se inclinó de nuevo tocando la tierra con la mano. Los generales imitaron su ejemplo, siguieron los oficiales, y, tras ellos, resoplando y empujándose unos a otros, afanosos y conmovidos, los soldados y milicianos.

Guerra y paz
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