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El teléfono sonó a las seis de la mañana poco más o menos, y su ruido estrepitoso quebró por la mitad el sueño en que el inspector Mazeres estaba sumido en cuerpo y alma. Desde que, apenas hacía unos meses, había conocido a Paloma, la flamante bibliotecaria del museo del Prado, mucho más joven que él, ese sueño lo visitaba con frecuencia, y durante el tiempo que duraba (a él siempre le pareció corto) los dos se acariciaban, se comían por todos los resquicios de su cuerpo buscando con desasosiego apagar su apetito, y lo único que conseguían era encenderlo aún más. Nunca hubiese podido sospechar que le vinieran a la boca palabras tan picantes y que sintiese la ineludible necesidad de destilárselas al oído y cómo ella las escuchaba como si fuesen galanterías. Tampoco había imaginado que el pecado de lujuria, por el que los curas del Opus preguntaban con tanta minuciosidad (cómo, dónde, cuándo, solo o con quién y cuántas veces...) y apostrofaban con las llamas del infierno (lugar real de fuego inextinguible, no metafórico, insistían, donde los rijosos ardían por toda la eternidad), alcanzase formas tan caprichosas como las plasmadas por El Bosco y que le pudiese producir placer tan intenso hasta hacerle morir de gusto y arrebatarlo fuera de sí y tocar con la punta de los dedos el mismísimo séptimo cielo. En aquel sueño se rompía el maleficio de las censuras morales, los tabúes de la adolescencia, las represiones de la juventud, y el yo, al verse emancipado, brincaba como potro sin freno. El inspector era en la vida real una persona morigerada, inseguro con las mujeres, quizá dispuesto a disimular su interés por ellas, o, según pensaban sus colegas de la comisaría, un solterón recalcitrante. Tampoco él se reconocía al contemplarse tan ardiente y lanzado en sus sueños, y tuvo sus dudas de si todo aquello era normal. Los sueños con Paloma no eran como los de su juventud, que lo despertaban sobresaltado a media noche, angustiado, amargado más bien, con la duda corrosiva de si la eyaculación (polución nocturna, se declaraba en la confesión), además de no haberla disfrutado a sus anchas, constituía o no pecado mortal. Desde que conoció a aquella mujer, su vida había cambiado. Se sentía libre y con ansias locas de disfrutar del sexo. ¡Libreee!, gritaba a veces cuando estaba solo, en arrobamientos que ni los de Santa Teresa. "¡Cuanto sueños y masturbaciones desaprovechados!", se lamentó ahora al recordar aquellos tiempos de oscurantismo en que el pecado lo presidía todo. Sin despabilarse por completo, como un autómata, buscó el despertador para parar la alarma. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el timbre que sonaba era el del teléfono. Cogió el auricular, aún aturdido por completo, sudando a mares y de mal humor, como si Gabriel, Rafael o algún otro ángel custodio, de los que la gente del Opus tanto le había sermoneado, le hubiese arrojado bruscamente del paraíso terrenal donde dejaba a innumerables parejas retozando desnudas y haciendo mil virguerías que sólo había visto en El Jardín de las Delicias y en sueños como aquél.
—Mazeres al habla —dijo con desgana y presintió que a esa hora intempestiva sólo podían llamarle desde la comisaría.
—Perdone que le despierte —oyó que le decía la amable telefonista con tono de hacerse perdonar—. En el monasterio de la Encarnación se ha producido un robo —dudó un momento antes de pronunciar la siguiente palabra, que no sabía muy bien su significado— Un robo sacrílego.
—¿Que en el monasterio de la Encarnación se ha producido un robo sacrílego? —se incorporó en la cama y repitió para confirmar que había oído bien.
—Sí. Sí. Las monjas acaban de telefonear para poner la denuncia. Las pobres están nerviosos, asustadas. Son personas muy mayores.
—¿Y no teníais a otro a mano? ¿Tenía que ser yo?
—Bueno, no sé... El caso es que el comisario Ortiz ha estado dudando y, al fin, ha decidido que vaya usted. "Mazeres es la persona idónea", eso es lo que me ha dicho —la telefonista quiso agregar algún otro comentario que había oído; pero se calló.
Desde hacía tiempo, en los cementerios de las grandes ciudades (y no sólo en España) aparecían pintadas enigmáticas de distinto signo y de tanto en tanto se daban casos de profanación de tumbas, incluso crímenes macabros relacionados con la brujería, magia negra y ritos satánicos. Se había escrito mucho sobre esos y otros fenómenos afines, vinculados de uno u otro modo con supersticiones religiosas, pero los sociólogos y los especialistas no sabían muy bien qué explicación darles. Se diría que Satán volvía a estar de actualidad, como en sus buenos tiempos, y no eran pocos los que veían su mano por todas partes. Sin ir más lejos, el padre Benoît Domergue. Por encargo de la Conferencia Episcopal Francesa, había llevado a cabo un estudio muy serio sobre la profanación de iglesias, cementerios y otros lugares de culto en aquel país, y llegaba a la conclusión de que se trataba de actos anticristianos de signo diabólico ejecutados principalmente por jóvenes. "El resurgimiento del satanismo, —explicaba el dominico— se debe a dos causas concomitantes. Por un lado, una subcultura colectiva, vehiculada por cierta música rock, algunos videojuegos y cómics de matriz gótica. Por otro, una neurosis individual, típica de la condición adolescente". Después de haber estudiado durante seis años el comportamiento de miles de chicos y chicas de la escuela media y superior, tenía la certeza de que: "Internet, el rock y los conciertos son los momentos en los que los muy jóvenes entran en contacto con el mundo satanista". Y añadía con grave preocupación: "El fenómeno está mucho más extendido de lo que se cree". Jean-Michel Roulet, presidente de MIVILUDES (Mission Interministérielle de Vigilance et de Lutte contre les Dérives Sectaires) confirmaba esta alarma: "El 5% de los suicidios de jóvenes menores de 25 años (aproximadamente 100 casos al año), son atribuibles al satanismo". El último informe de esta Agencia francesa apreciaba un aumento sensible del fenómeno del satanismo que encontraba adeptos gracias a "valores anticristianos" y a "gustos musicales, prácticas sexuales desviadas y actitudes hacia la magia y el vampirismo"... El Vaticano, por su parte, como respuesta a la presión de muchos obispos, había desempolvado y puesto al día su ritual de exorcismos y creado en Roma un instituto con rango universitario donde sacerdotes escogidos pudiesen formarse para ese oficio. El padre Gabriele Amorth, exorcista de la diócesis de Roma, creía a pie juntillas en las posesiones diabólicas, en demonios que escupían clavos y animalejos inmundos por la boca de sus víctimas y era un furibundo defensor de los exorcismos. En España, el padre José Antonio Fortea había alcanzado cierto grado de popularidad al salir en programas sensacionalistas y permitir que la TV filmase alguno de sus exorcismos. Para unos, este joven sacerdote era uno de los mejores demonólogos del momento, para los más (entre los que se encontraba el inspector Mazeres) era un simple charlatán de feria cuyas prácticas nadie con dos dedos de frente podía tomar en serio. La policía, y no sólo la española, preocupada y no menos desorientada ante el cúmulo de sucesos y teorías, había decidido crear gabinetes específicos. El inspector Mazeres, asistente asiduo a foros internacionales donde las intrincadas cuestiones de esoterismo, satanismo y criminalidad eran estudiadas de modo interdisciplinar y se intercambiaban interesantes experiencias, había llegado a ser uno de los policías más bien informados en estas materias y quizá el más experto de la unidad de Madrid. Por eso, sin duda, aquella madrugada lo reclamaron para el caso de La Encarnación.
Julián Mazeres había nacido en Játiva. Niño perspicaz, de familia arrimada a la Iglesia, monaguillo devoto y obediente, su párroco lo envió al Seminario por parecerle que tenía madera de cura, cosa que sus padres vieron con muy buenos ojos. Su vocación, contra todo pronóstico, se frustró. Resultó muy corta: apenas un par de años. Cursó el bachiller en el instituto de su ciudad y sus estudios superiores en la Universidad de Valencia, donde se licenció en Historia. Durante sus años universitarios residió en el Colegio Mayor "La Alameda" de Micer Mascó, regentado por sacerdotes del Opus Dei; fue de misa diaria y confesión frecuente y asistió con asiduidad a las charlas y ejercicios espirituales que éstos organizaban. "Coqueteé con la Obra, me dejé medio engatusar y a punto estuve de que me cazasen", le confesó un día a Paloma, en uno de aquellos ratos de intimidad que seguían a sus esparcimientos amorosos. "¿Tú también utilizaste el cilicio y las disciplinas?", le preguntó ella, fisgona. "De esos instrumentos penitenciales se hablaba poco, sin duda para no asustarnos. Pero sé que los numerarios se ponen el cilicio dos horas al día; supongo que unos se lo apretarán más que otros. Y los viernes, se flagelan con las disciplinas. Cada uno se encierra en su cuarto y mientras reza se pega lo más fuerte que puede. Alguna vez, aconsejado por mi confesor, usé el cilicio para ahuyentar los pensamientos impuros y no caer en la tentación. Y, a decir verdad, el dolor que me producían las púas al clavarse en mis muslos, en vez de ahuyentarlos, me ponía más cachondo. "Quizá el cilicio sea un instrumento masoquista", comentó Paloma. "La mortificación me parece un desperdicio de energía inútil y esquizofrénico", añadió. Aquella faceta de Mazeres despertaba en ella gran curiosidad. "¿Qué te movió a coquetear con el Opus?", siguió indagando. "Yo era un joven ambicioso, había decidido ser alguien, triunfar en la vida; pero no tenía ni idea de cómo conseguirlo. El Opus poseía dinero, influencias, poder... Había mucha gente de élite en sus filas. En aquellos años, eso era lo que yo buscaba". Mazeres no ingresó en el Opus pero tenía buenos amigos en la institución. Esa etapa de su juventud, como en otro momento confesó a Paloma, lo marcó para siempre. "Los que hemos jugueteado con el Opus, le dijo, hemos quedado tocados, como quien se contagia de malaria, que se puede curar pero que la llevará consigo toda tu vida".
Desde hacía bastantes años, vivía en Madrid y quizá conocía la ciudad mejor que muchos madrileños. Dentro del cuerpo nacional de la policía científica, donde ingresó recién licenciado, trabajaba en el departamento de satanismo y sectas destructivas. Había intervenido en muchos casos y en asesinatos muy enmarañados. Sus superiores lo consideraban un buen perito y con mucha experiencia en esos campos. Todo lo que olía a brujería, satanismo o a raro se lo endosaban a él.
—La gente no sabe hasta qué punto la religión puede ser destructiva.
Mazeres escuchó con frecuencia esa frase imprecisa y desafortunada en boca de alguno de sus colegas, como una pulla lanzada contra su persona.
—El fanatismo religioso querrás decir.
—No, no; la religión. El fanatismo es la punta del iceberg. Tú, que siempre has andado entre curas, lo debes de saber muy bien. Ahí están los atentados de los fundamentalistas islámicos.
—Y las Cruzadas y la Conquista de América y la reconquista contra los moros y las guerras de religión y las hogueras de la Inquisición... —le ayudó Mazeres a completar el panorama, y mostrarle de ese modo su imparcialidad.
—El mal está ya en la raíz de las religiones. Todas se tienen por las únicas verdaderas y se dedican a combatir a las otras. Mira la Católica, por ejemplo —afirmó con convicción el compañero—. Si no hubiese sido por la Ilustración que paró los pies a la Iglesia, Europa sería hoy un continente lleno de fundamentalistas. Y, como nos descuidemos, con el papa y los obispos que tenemos...
Mazeres, ya en la raya de los cincuenta, era un católico sui generis o agnóstico o acatólico, como con guasa solía definirse; bien lejos de lo que fue y practicó en otros tiempos. Como tantos, formaba parte, sin ningún remordimiento de conciencia, de esa apostasía silenciosa que por millares abandonaba la Iglesia y que el Vaticano trataba de encubrir tras sus triunfalistas escenografías mediáticas. Julián Mazeres tenía criterio propio, hecho a pulso, como él decía, y sabía distinguir muy bien entre el mensaje de Jesús y la ideología eclesiástica. No aceptaba por que sí todo lo que venía de Roma. Y menos cuando lo que venía de Roma llegaba impregnado del tufillo ultraconservador de Villa Tevere, sede de la Prelatura del Opus Dei. "¡El tiempo no pasa en balde; a algunos nos hace madurar, aunque no a todos!", solía decir con risa franca.
—El catolicismo, como cualquier otra religión, tiende por inercia hacia el fundamentalismo y puede acabar en secta —comentó en más de una ocasión a sus amigos íntimos—. En eso doy la razón a mis colegas de departamento y discrepo de mis amigos del Opus, demasiado ofuscados para ser críticos consigo mismos.
Como de joven tonteó con la Obra de monseñor Escrivá y seguía soltero, algunos creían, a pesar de sus desmentidos, que pertenecía a esa secta católica, como la calificaban muchos con razón o sin ella. También a Mazeres se le escapó más de una vez llamarla así.
—Vivo en la calle de la Bola. A cuatro pasos del monasterio —le contestó a la telefonista—. Voy para allá. No creo que haga falta que nadie me acompañe. Si necesito refuerzos, ya llamaré.
Aquella noche había sido de bochorno. A pesar de haber dormido con las ventanas abiertas de par en par, las sábanas estaban empapadas de sudor. Colgó el teléfono y se quedó contemplando la lámpara que pendía del techo. "Ahora que empezaba a refrescar", se dijo, y estiró brazos y piernas. A punto estuvo de darse la vuelta y concederse unos minutos más de descanso; pero no pudo.
- ¡Arriba! Es la hora de levantarse. Sin vacilaciones.
En ese mismo instante le asaltó la máxima del minuto heroico, como lobo que hubiese estado todo el tiempo agazapado y al acecho.
- Véncete cada día desde el primer momento —recitó de modo maquinal las recomendaciones del Opus, mientras se dirigía al cuarto de baño—. Levántate en punto, sin conceder un minuto a la pereza. Si te vences, tendrás mucho adelantado para el resto de la jornada. Al cuerpo hay que darle un poco menos de lo justo. Si no, te traicionará.
De "Camino", había memorizado aforismos que consideraba útiles. No obstante, creía que, en su conjunto, era un librito insulso. En alguna ocasión, con exageración sin duda, llegó a decir que contenía textos horrorosos, catetos y fanáticos. Se sonrío al recordar que en el pasado se había tomado estas cosas muy en serio. En flashes atropellados, sin cronología alguna, le vinieron caras de compañeros que escribieron la carta de solicitud al Padre e ingresaron en el Opus. ¿Por vocación o ansiosos de medrar en sus carreras? Bajo el agua fría de la alcachofa de la ducha, contempló cómo su sueño erótico se avivaba en vez de desvanecerse y la naturaleza se le rebelaba.
—¡Hay que fortalecer la voluntad. Contrariar a la naturaleza! —se burló de sí mismo.
Dirigió el agua a presión sobre su pene, quizá con el propósito de apagar la inoportuna erección, y, como si hubiese echado más leña al fuego, se le irguió con la cabeza enrojecida. En el espejo de la pared de enfrente contempló cómo un hombre se estaba enjabonando. Abrió el grifo a tope, como a tope tenía abiertos sus ojos, y de nuevo dirigió la alcachofa hacia esa parte. Luego los cerró para concentrarse y recordar la primera vez, imborrable, que Paloma y él se ducharon juntos. Dio un hondo suspiro de placer e intentó cambiar de pensamientos no fuese que el insaciable Ernesto (así lo llamaba familiarmente en la intimidad), quisiera jugar como otras veces. Abrió los ojos y continuó su aseo.
Se acordó de amigos que seguían tan felices en la Prelatura y de otros que se habían salido, echando pestes. Recordó lo que le dijo Domínguez de la Vera, un día que por casualidad se tropezó con él en Madrid: "Leer hoy las palabras ya momificadas del fundador del Opus es para morirse de aburrimiento. Soy capaz de terminar todas las frases de tan manidas. ¿Sabías que sus condiscípulos del seminario de Zaragoza lo apodaban "rosa mística" por su piedad un poco feminoide? En la Obra no hay vida alguna; para muchos se ha convertido en una pesadilla terrible. Remigio Jiménez y otros muchos ya no han vuelto a ser personas. Tienen una depresión de caballo."
—¡Ah, el lavado de cerebro! —exclamó.
Como sucede a la gente que vive sola, Mazeres acabó, sin darse cuenta, hablando en voz alta. Mientras se afeitaba delante del espejo, apartó esos recuerdos y volvió al caso.
—¡El monasterio de la Encarnación! Una joya del patrimonio nacional que, estoy seguro, la mayoría de los madrileños desconoce.
Evocó la primera vez que lo visitó. El claustro alto lleno de pinturas de mártires desde donde se divisaba el huerto de las monjas. El Salón de los Reyes, de cuyas paredes colgaban valiosos retratos de austrias relacionados con el monasterio. "Algunos son retratos a lo divino", les había dicho la guía a sabiendas de que con ello suscitaba su curiosidad.
—¿Retratos a lo divino?
—Con frecuencia —la monitora aclaró el concepto— los nobles se hacían pintar bajo la apariencia de santos. Esa santa Margarita, por ejemplo, no es sino Margarita de Médicis, duquesa de Toscana, sobrina de la reina que fundó este convento.
—La modestia no ha sido la virtud de los poderosos —se le escapó entonces; y ahora.
—Nada es lo que aparece —remachó la azafata. Y continuó descubriéndoles la realidad camuflada de algunas de las composiciones.
Se vistió a prisa. Un pantalón fresco de color azul, un polo a juego y mocasines negros. Contra su costumbre, se los calzo sin calcetines. Se le hacía tarde.