32

Una noche que estaba solo, no mucho después del viaje de Paloma a Valencia, el inspector invitó a Jorge y Marc a pasar la velada en su casa y charlar sobre las últimas novedades. Se sentaron en el salón con las ventanas abiertas pues el calor continuaba siendo de pleno agosto, a pesar de encontrarse a mediados de septiembre.

Mazeres les contó el viaje de Paloma y los nulos resultados obtenidos.

—Por lo que veo, la pista del holandés se nos resiste —comentó Jorge.

—O no es ésa la verdadera pista —afirmó decepcionado el inspector sin dar mayores explicaciones.

Pasaron luego a debatir sobre las reliquias de Jesús, tema recurrente en las conversaciones de aquellos días, y se centraron en el sudario de Oviedo que en los últimos tiempos había alcanzado gran notoriedad.

—La sangre detectada en esa tela —dijo el inspector que se había documentado muy bien— es del tipo AB, el mismo de la sábana de Turín. Sin embargo —precisó—, ninguna de esas dos reliquias serviría para clonar a Jesús.

—¿Por qué? —preguntó Jorge por simple curiosidad.

—Por varias razones —Mazeres repitió las que habían dado los expertos—: Primera: la cantidad de sangre de esas reliquias es insuficiente. No alcanzaría para desarrollar la fórmula genética completa. Segunda: su estado de conservación es pésimo. Tercera: las células encontradas están muertas. Con la poquísima sangre de que se dispone y su mala calidad se obtendría un genoma fragmentario que habría que completar... Si clonar a Cristo, a juicio del científico Garza-Valdés, es un intento descabellado, hacerlo en esas circunstancias sería un disparate a lo Frankenstein y tendría como resultado un nuevo monstruo —hizo una pausa y, por la cara que puso, sus amigos dedujeron que iba a añadir alguna novedad—. Claro que Garza-Valdés nada puede saber de las posibilidades que pueden abrirse con la reliquia de Himmler. Al parecer, sólo la sangre contenida en ese frasquito tiene alguna probabilidad de éxito.

—¿En qué te basas? —saltó Marc, escéptico.

—No hay evidencia científica, si es eso lo que pides. Es pura especulación. Pero no hay que olvidar que no sólo lo real mueve el mundo. No creo que nadie hasta el momento haya analizado la reliquia de Himmler. Sin embargo, hay otro tipo de pruebas, colaterales o como las quieras llamar, que apuntan a lo que digo —después de un silencio, agregó muy serio—. El robo y las muertes que han acompañado a esa reliquia avalan mi tesis.

—No entiendo.

—¿Qué justificación tendrían el robo y las muertes sino fuera porque quienes van en busca de esa reliquia sospechan que puede ser verdadera? ¿Por qué, si no? ¿Cuál pensáis vosotros que fue la misión del arzobispo Jonh Sutherland?

Desde que la misteriosa reliquia de san Pantaleón había irrumpido en sus vidas, Marc y Jorge se fueron sensibilizando en cuestiones religiosas que hasta ese momento les tenían sin cuidado.

—¿De verdad crees tú que el Vaticano quiere impedir la clonación de Jesús? —repitió Marc una pregunta que se habían hecho un montón de veces.

—¡Y tanto que sí! —le respondió.

—¿No le interesaría a la Iglesia contar hoy con la presencia física de Jesús? ¿Tenerlo presente en carne y hueso? —insistió.

No era fácil discernir si Marc hacía esas consideraciones de veras o con retintín. Mazeres se quedó pensativo y optó por pensar que no iba con segundas.

—¿Tenerlo presente? ¡Nada más contrario a sus intenciones! ¿Y si ese Jesús les sale respondón como el de Nazaret y echa por tierra la multinacional que el Vaticano ha montado? ¿No os acordáis cómo trató a los sumos sacerdotes de su tiempo y lo que pensaba acerca del templo?

—¡Mejor no aventurarse! —saltó Jorge, socarrón. En su fuero interno pensaba que todo aquello era un sueño esperpéntico del que habría que despertar alguna vez.

—De todos modos, —siguió Mazeres— los científicos afirman que la verdadera clonación de un ser humano va mucho más allá del material genético.

—No entiendo —dijo Marc.

—Me explico. Los hermanos gemelos son personas clónicas porque provienen de un mismo óvulo fecundado que se ha divido en dos. ¿No es así? —tanto Marc, que llevaba la voz cantante, como Jorge lo dieron por bueno— Tienen el mismo sexo y la misma carga genética, son idénticos. Sin embargo pueden llegar a ser personas distintas por completo si el medio social en que cada uno se desenvuelve (familia, ambiente, educación, etc.) es diferente. El Jesús clonado tendría los mismos genes que el antiguo, el verdadero, pero su persona no coincidiría para nada con el de Nazaret. Externamente iguales, a todos los efectos, pero dos personalidades bien diferenciadas. Cuerpos iguales y almas distintas, por decirlo de algún modo.

—¿Dónde quieres ir a parar? —intervino Jorge, exasperado— ¿Es que nos estamos volviendo locos?

—No te sulfures y atiende —le amonestó el inspector—. En la hipótesis de que se pudiera clonar a Jesús, el riesgo de esa aventura no estribaría en el hecho mismo de la clonación (de suyo problemática, por no decir imposible) sino en el útero social donde ese clon se desarrollase.

—Según eso, la secta que lo clonase podría influir sobre él, manipularlo —puntualizó Jorge.

—Has dado en el clavo. En efecto. A mi modo de ver, ahí está el gran interés de unos y otros por apoderarse de la reliquia. Ese sería ¡el móvil del caso!

—Quizá el Jesús clonado pudiese convertirse en el Anticristo —sugirió Jorge, irónico— ¡Sería genial!

—Cristo o Anticristo, sea cual fuere el resultado, el Vaticano tiembla —se aventuró a afirmar Mazeres muy seguro de lo que creía—. Solo de pensarlo, a los cardenales les produce un desasosiego terrible; tienen un miedo cerval —y les repitió parte de la reflexión que él mismo se había hecho días atrás—. ¿Os imagináis a Jesús redivivo, en medio de la plaza de san Pedro, gritando contra el papa y los cardenales aquello de escribas y fariseos, hipócritas, raza de víboras, habéis convertido mi casa en una cueva de ladrones; de este templo no quedará piedra sobre piedra? El papa y los cardenales aman el lujo y adoran el poder como los israelitas el becerro de oro.

—Siglos y siglos montados al carro, no van a permitir que nadie los apee —se animó Jorge a participar por un instante en ese deseo fantástico—. Se opondrán con todas sus fuerzas a que se consume la clonación de Jesús.

—Ellos jamás han apostado por novedades y experimentos.

—Las consecuencias de esa clonación, de no ser pura fantasía se regodeó Jorge—, son impredecibles y podrían resultar nefastas.

Mazeres con el paso del tiempo, con la lentitud que supone cualquier evolución personal, se había dando cuenta de que la doctrina católica constituía una rémora para la razón y el progreso de la ciencia, y, lo que resultaba por demás escandaloso, una falsificación del Evangelio. ¿Cómo iba a permitir el Vaticano una resurrección de Cristo, fuera del tipo que fuese? Sería echarse tierra a los ojos y piedras al propio tejado. Eso era lo que él que trataba de explicar a sus amigos. No fue necesario extenderse mucho más para que Jorge y Marc captasen por donde podían ir los tiros.

Estaban en estas disquisiciones, cuando sonó el timbre.

—¿Esperas a alguien?

—Como no sea Paloma. Pero me extraña a estas horas. Ella me suele telefonear antes. Además, tiene llaves.

Mazeres se acercó de puntillas y observó por la mirilla. Se tropezó con la cara del comisario Ortiz. Regresó y dijo a sus amigos:

—Ahí fuera está el jefe.

—¿El jefe? ¿Qué querrá?

—Lo mejor es que os escondáis. No quiero que nos encuentre reunidos y piense que estamos maquinando algo a sus espaldas.

Abrió.

—¡Qué sorpresa! —Mazeres fingió una sonrisa lo mejor que supo— En tantos años que llevamos juntos, es la primera vez que vienes a mi casa. Pasa, pasa.

El comisario Ortiz, pelo canoso y bigotillo recortado al estilo franquista, no gozaba de buena reputación en la comisaría, a nadie le caía bien. Bajo su aspecto paternalista y bonachón se escondía una persona capaz de pisar a su propia madre con tal de subir un peldaño más en el escalafón. Si era supernumerario del Opus, como se rumoreaba, lo llevaba muy en secreto, pero sus marrullerías de beato daban ese perfil.

—Quizá sea un poco tarde —se excusó—. Se me ha ocurrido, así, de golpe. Como estuviste de baja y luego yo he estado fuera. ¡Jolines!, que llevamos mucho tiempo sin vernos, sin tener una conversación larga y distendida como antes; y, como pasaba cerca de aquí, me he dicho voy a charlar con él.

Al inspector, esa explicación le sonó a excusa mal improvisada, pero aún peor, el cursi "jolines", único taco que se permitían los de la Obra. ¿Qué intentará éste?, se preguntó, mientras conducía a su superior hacia su pequeño despacho.

—Tú dirás —le dijo, y le cedió su propio sillón.

—Bueno, ¿para qué andarnos con rodeos? Llevo mucho tiempo observándote.

—¿Me espías? —se puso serio.

—No te pongas dramático —y colocó su pistola sobre la mesa. Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Mazeres—. Calma, no saques las cosas de quicio. Si he puesto mi pistola sobre la mesa es porque me molesta. ¿Cuántas veces has hecho tú lo mismo? —trató de calmarle y en un tono nada tranquilizador le escupió en la cara— ¿Por qué tú y tus amigos no dejáis de hurgar en el caso de san Pantaleón?

—¿A qué viene eso? —le contestó con aplomo Mazeres, casi desafiante, e hizo un gran esfuerzo para no traslucir el miedo que le embargaba desde que vio el arma encima de su mesa. Sus palabras empeoraron la situación

—Julián, a mí no me torees —le fulminó el comisario con su mirada.

Mazeres había oído cosas horribles ocurridas en los calabozos de las comisarías por donde había pasado Ortiz, quizá rumores exagerados, que ahora le venían a la memoria. En la boca de su estómago sentía las dentelladas que le daba el miedo.

—Yo no tengo la reliquia, si es eso lo que buscas. Tú mismo lo pudiste comprobar días atrás cuando registraste mi casa de arriba abajo —le imputó ese hecho por una corazonada no porque tuviese fundamento alguno, o más bien por aquello de que la mejor defensa es un buen ataque.

—Vaya por donde me sale Julianín. ¿Yo en tu casa? Déjate de rollos, que no estoy para bromas —le sonrió despectivo. Con una sonrisa que, vista una vez, era inolvidable.

De repente, como un centelleo de flash, Mazeres vio con claridad ciertas ideas y ató cabos de la rocambolesca historia de la reliquia. La pistola, cuyo cañón le apuntaba desde la mesa, bien pudiese ser la misma con que se suicidó Muño-Fierro y, quizá, la misma que asesinó a Pieter Breitner. No le cupo la menor duda de que el inspector Ortiz estaba detrás de todo aquello y fue quien mató a Muño-Fierro y le arrebató la reliquia. Se tragó el miedo que sentía e intentó arrancar al comisario esa confesión. Confiaba que sus amigos, atentos a la escena y percatados de la gravedad del trance, habrían puesto en funcionamiento alguna grabadora y no permitirían que nada malo le sucediera.

—¿Quieres asesinarme también a mí? —alzó la voz.

Mazeres sabía por lo que había estudiado en psicología criminal y por propia experiencia que hay delincuentes cuya petulancia les pierde. Siempre pensó que el comisario Ortiz era de esa clase. No se equivocó. Poco a poco le fue sonsacando.

—El arzobispo Jonh Sutherland —le confesó el comisario, mientras fumaba cigarrillo tras cigarrillo—, se puso en contacto conmigo. Uno se codea con los grandes, ¿sabes?

—¿El arzobispo que encontraron muerto en un burdel?

—¿Quién te ha contado esa patraña? —mintió el comisario sin pestañear, y siguió— Yo tengo muy buenas relaciones con el nuncio —sonrió, orgulloso—. El Vaticano temía que los del The Second Coming Project o alguna otra secta diabólica se apoderase de la reliquia de la sangre de Cristo y lo clonase —hizo una pausa para cerciorarse de que el otro le seguía— ¡Había que impedirlo por todos los medios!, esa era la consigna. Los católicos, los verdaderos católicos, no podemos permitir un sacrilegio semejante. Mi plan fue simular el robo de la reliquia de san Pantaleón, apoderarme de la cápsula de la sangre de Cristo y entregarla al Vaticano.

A Mazeres le vino a la mente la imagen de Muño-Fierro tendido ensangrentado sobre su mesa y mostrando "el Papa", la enigmática carta de Tarot.

—¿Cómo sabías que el relicario de san Pantaleón contenía la sangre de Cristo?

—¿Es que me vas a interrogar tú ahora? —sin contestarle ese punto, el comisario continuó su relato— Al muchacho que encontrasteis muerto en el túnel del monasterio, lo había conocido yo cuando lo de la pintada nazi en el museo del Prado. Se llamaba Pieter Breitner. Era holandés. Fue el autor del atentado contra la tabla El jardín de las delicias ¿Recuerdas? Tú y yo estuvimos allí y los dos intervinimos en el caso.

—Lo recuerdo muy bien —afirmó Mazeres— Lo que nunca supe es que el holandés era el culpable de la pintada y que lo dejaste escapar.

El comisario Ortiz, desdeñoso, sonrió de nuevo y prosiguió sin responderle.

—Pieter pertenecía a los Adamitas, una secta extraña pero inofensiva. Homosexuales, travestís, gente pervertida y promiscua, que se revuelcan como cerdos. Me dan asco. Ese individuo tenía mucha relación con los Adamitas de París que solían reunirse en las canteras de los subsuelos de la ciudad. Era un experto en túneles.

—Un cataphile.

—Sí, ese es el nombre que se les da en París. ¿Cómo lo sabes?

—No viene al caso —le respondió Mazeres con cierta altivez.

—Ese fue el motivo de contar con él cuando planeé el robo de la reliquia. Pero no voy a perder el tiempo entrando en pormenores.

—¿Fuiste tú quien planeó el robo sacrílego de la reliquia, quien encubriste al holandés porque lo necesitabas para llevarlo a cabo? —fingió sorprenderse, aunque siempre lo había sospechado.

Al comisario le molestó que Mazeres le tratase con tan poco respeto, y a punto estuvo de saltar de cólera, pero optó por seguir con su tono mordaz.

—Vaya, qué perspicaz me estás resultando. Es cierto. Sin la colaboración de Pieter no hubiésemos podido recorrer los túneles hasta desembocar en el monasterio.

—Lo dices, como si tú personalmente hubieses participado.

—Los jefes ordenamos desde la retaguardia, para eso tenemos la cabeza; los otros son simples peones que ejecutan. ¿No es eso mismo lo que tú haces?

—Pero yo no mato —le acusó Mazeres, con la misma rotundidad que un buen jugador se marca un farol.

—¿Cómo te atreves a imputarme? ¿Acaso tienes pruebas de que fui yo?

—El agujero de su nuca fue hecho por una Star 9 mm. corta —y señaló la pistola que le amenazaba desde la mesa.

—Si ya sabías la respuesta, no sé por qué cojones me lo preguntas —y, sin advertir que aquella confesión era inducida, siguió proporcionando datos—. El agujero la hizo una Star pero no fue mi mano la que disparó —volvió a hacer una nueva pausa que aprovechó para encender otro cigarrillo. La habitación estaba cada vez más llena de humo. Le habló con cinismo—. En todos los asuntos en que están involucradas altas personalidades, hay que actuar con mucha discreción. Y, en el caso de la reliquia, con mayor motivo. El arzobispo Jonh Sutherland, una alta personalidad del Vaticano, miembro como yo del Opus, me había pedido discreción absoluta. ¿Sabes tú lo que eso significa?

—Conociendo los eufemismos que suelen emplear los miembros de la Obra, me lo imagino —y a continuación le preguntó—: Y a Muño-Fierro, ¿por qué te lo cargaste?

—¡Por imbécil! —aulló— Ésa no fue mi intención. Yo creía que era de los nuestros. Beato de misa en latín como las de antes, sobrino de un arzobispo... Militaba en asociaciones católicas, luchaba con apasionamiento contra los enemigos de la Iglesia de dentro y de fuera. Pero me equivoqué. Al principio me pareció que secundaba mis planes de modo desinteresado. Sin embargo, al enterarse de que había sectas dispuestas a pagar verdaderas fortunas por esa reliquia... Muño-Fierro era demasiado ambicioso. ¡La avaricia rompe el saco! Le perdió su codicia.

En aquel mismo instante Mazeres cayó en la cuenta del correo fantasma aparecido en el PC de Muño-Fierro. Se acordó de que, años atrás, el comisario Ortiz le había facilitado su e-mail secreto que sólo facilitaba para casos muy especiales.

—Ya decía yo que me sonaba el correo electrónico zitro@hotmeil.com... —le disparó Mazeres como si hubiese sido un tiro— ¿Basileus, el rey, te dice algo?

El otro, impasible, no le contestó, pero sus ojos se llenaron de sangre. Mazeres se levantó de la silla y le apuntó con su dedo.

—Fuiste tú —le acusó— quien le tendiste la trampa. Quien le prometiste una pasta que no tenías intención de pagar. Quien le pegaste un tiro y simulaste un suicidio. ¿Muño-Fierro ambicioso? ¿No sería que tú no quisiste compartir con él la recompensa por la venta de la reliquia?

A pesar de los gravísimos cargos que le hacía, el comisario no mostró ni pizca de inquietud. A Mazeres le exasperaba su sangre fría.

—¿Qué piensas hacer conmigo? —le preguntó.

El comisario, por toda contestación, aplastó el cigarrillo en el cenicero, mirándole con fijeza a la cara.

—Siempre me caíste bien, Mazeres —le dijo con voz amiga—. Pensaba que los años pasados en el Opus habrían dejado su poso en tu alma. Que estabas de mi parte. Pero contigo también me he equivocado. A pesar de mis advertencias, metiste las narices donde no debías. Sabes demasiado, y tú conoces lo que les pasa a los que saben demasiado. Pero yo no soy un desalmado como tú crees. ¿Qué pienso hacer contigo? Un trato. Deja de hurgar tú y esos dos mequetrefes. Olvidaos del caso y cerrad la boca.

—¿Y si no?

—No quisiera hacer contigo lo que hice con el otro —y añadió con toda naturalidad— Así es la vida. Yo también estoy metido hasta el cuello. Una metedura de pata por mi parte y zas —hizo el gesto del degüello.

—Para qué te va a servir mi palabra, si me matarás de todos modos. Me he convertido en un testigo demasiado molesto.

—En eso llevas toda la razón. No sabes hasta qué punto tú y tus amigos os habéis vuelto molestos. Los de arriba, sin embargo, no quieren escándalos; les perjudica la sangre y no quieren derramar sino la imprescindible.

—Eso se llama economía de medios —comentó con cinismo el inspector.

—No te hagas el gracioso. Los de arriba prefieren otros medios menos escandalosos, tú ya me entiendes.

—¿Un sicario colombiano? Resultan eficaces y baratísimos. Encima de mi mesa, en la comisaría, tengo las tarifas. Son expeditivos y, encima, los puedes silenciar, cargándotelos, sin que te pidan demasiadas explicaciones.

—Mucho más fácil. Un accidente casual. A cualquiera le puede ocurrir. A Paloma, por ejemplo.

Mazeres enrojeció de ira y de impotencia. Ahora es cuando supo que estaba en sus manos.

—¿No tienes conciencia, comisario? —añadió sin poderse reprimir.

—¿Conciencia? Lo que tengo es una fe muy grande

—¿Tan grande como para matar sin piedad?

El comisario le fulminó con su mirada pero no le contestó. Se levantó, tomó su pistola de encima de la mesa, se la puso en la sobaquera y Mazeres se adelantó para acompañarle.

—No hace falta, conozco la salida —ya en la puerta, añadió con una sonrisa burlona—. Saluda de mi parte a Paloma.