36
Tiempo después, Mazeres detectó en su móvil una llamada perdida procedente de otro móvil cuyo número le era desconocido. No le dio mayor importancia y a punto estuvo de borrarlo sin más; sin embargo, algo en su interior le dijo que no lo hiciese. Con el teléfono aún en la mano, comenzó a hacerse preguntas.
—¿Quien me ha llamado se equivocó de número? Si no se equivocó de número, ¿por qué no me ha dejado un mensaje?
Tenía dos soluciones y las dos bien simples: o bien apretaba una tecla y lo borraba sin contemplaciones; o bien, pulsaba otra y llamaba él. En el primer caso, nunca sabría lo que había pasado. En el segundo... Y apretó el botón de rellamada. Oyó el tono repetirse una y otra vez hasta que salió una voz. La reconoció en el acto. Era el buzón de voz del móvil de Carmelo Gómez de San Román. Se quedó muy sorprendido. Colgó sin dejarle mensaje alguno.
—Ahora Gómez de San Román también sabrá que le he devuelto la llamada.
Apagó el móvil y se puso a cavilar.
—Cuando le visité en la clínica de Navarra —se sometió a un autointerrogatorio—, no recuerdo haberle dado el número de mi móvil. Tampoco creo que se lo haya facilitado alguien de la comisaría, ¿cómo, pues, se hizo con él?
Si estas preguntas aguijoneaban su curiosidad, más aún sentía la necesidad de averiguar qué querría Gómez de San Román. El sombrío cuadro de la Cuarta Planta planeó sobre su cabeza. Llegó a temer por la suerte del amigo hasta el punto de que día y noche dejaba encendido el móvil por si repetía la llamada. Al final, no pudo aguantar más y prefirió hacer una nueva escapada a la clínica. Esta vez, las dificultades de acceso a la Cuarta Planta todavía fueron mayores que las anteriores.
—¿El señor Gómez de San Román? Soy amigo personal del enfermo.
—No puede recibirle —le respondió tajante, sin dudar un segundo, una recepcionista joven, guapa, sonriente, sacada de uno de esos seriales televisivos de hospitales—. Los médicos le han prescrito reposo absoluto y han prohibido todo tipo de visitas. Quizá más adelante...
El inspector, que la otra vez no se presentó como tal, no estaba dispuesto a volverse a casa sin aclarar la misteriosa llamada. Se las ingenió para saltarse los controles y llegar a la planta fantasma. Todo edificio blindado tiene su punto débil, y no le fue difícil dar con él. No robó una bata blanca y hacerse pasar por doctor, recurso facilón repetido cientos de veces en el cine. La solución fue mucho más fácil: le bastó con levantar la frente, poner cara seria de persona resoluta, y caminar con paso decidido; a tales personas, nadie se atreve a detenerlas y pedirles la identificación por miedo de meter la pata. La puerta de la habitación de Gómez de San Román la encontró entornada. Se asomó de puntillas, sin llamar, y se llevó una desagradable sorpresa: su amigo agonizaba en la soledad más escalofriante.
—¿Dónde está tu familia? —no supo si lo dijo o lo pensó; pero fue la primera idea que le vino a la cabeza.
La cama la habían abatido y estaba en posición horizontal. Gómez de San Román se encontraba tendido en posición supina. Sus pies de cera asomaban por debajo de la blanquísima sábana que le cubría el cuerpo hasta la barbilla. Sus ojos, hundidos en sus cuencas, desmesuradamente abiertos, estaban fijos en algún punto del techo. Respiraba con la dificultad propia de unos pulmones encharcados. Mazeres se colocó a la cabecera de la cama y le susurró al oído:
—Soy Julián Mazares. Julián, tu amigo.
Le cogió la mano. Creyó que el otro se la estrechaba. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no romper a llorar. ¿Cuánto tiempo pasó así? Un sacerdote de bata blanca impoluta, con una cruz roja bordada en el bolsillo superior, entró, se puso al pie de la cama y echó una mirada inquisitiva al intruso. Abrió un libro y comenzó a leer unas oraciones en latín, pendiente en todo momento de lo que ocurría en su entorno. De pronto, los labios de San Román parecían musitar algo. Mazeres pegó su oreja a la boca del moribundo.
—Julián, equivoqué mi camino —oyó que le decía con un hilo de voz o eso es lo que le pareció entender.
—Kyrie, eléison. Christe, eléison. Kyrie, eléison —el cura, con tono agrio, levantó la voz para ahogar la del otro.
Al momento, vinieron los sobrecogedores estertores de la muerte. Expiró poco después.
—Nuestro hermano ha ido a la casa del Padre —aseveró el sacerdote, mientras doblaba con pulcritud su estola, dirigiéndose a las dos enfermeras que habían llegado tarde.
- Deo gratias! —contestaron ellas, fingiendo una alegría espiritual que no sentían, y con el capellán abandonaron la habitación.
Mazeres, al ver que ni el sacerdote ni las enfermeras lo habían hecho, cerró los ojos de su amigo y se quedó contemplando su rostro. Alguien le tiró de la manga.
—Por fin ha encontrado la paz —le dijo el desconocido mientras le invitaba a salir de la habitación y lo llevaba a un rincón del pasillo—. Soy Gabriel Gómez de San Román, hermano mayor de Carmelo... y usted debe de ser el inspector Mazeres. Mi hermano me habló de usted. En los últimos días andaba muy inquieto y quiso contactar con usted. No sé qué cosa tan importante tenía que decirle.
—Nunca lo sabremos. La muerte se nos adelantó.
—¡La muerte! —exclamó el hermano con acento amargo— La muerte llega siempre a su hora, son otros quienes adelantan su reloj.
—No entiendo —dijo el inspector, aunque había adivinado que el otro acababa de arrojar una sospecha sobre la muerte de su hermano, allí de cuerpo presente.
—¿Por qué le quitaron el móvil? —se preguntó a sí mismo Gabriel Gómez de San Román, desconfiado, y se volvió al inspector como si él tuviese la respuesta.
—¿Le quitaron el móvil? —repitió la pregunta, comprendiendo entonces aquellas llamadas perdidas.
—¿Era perjudicial para su salud?
—Eso le dijeron.
Dos celadores llegaron a toda prisa por el pasillo con una camilla vacía. La entraron en la habitación y, al instante, salieron con el cuerpo del muerto cubierto con una sábana. Se detuvieron un instante.
—Dentro de una media hora, en el oratorio de esta misma planta, el padre celebrará una misa por el alma de nuestro hermano difunto —dijo uno de ellos.
Gabriel Gómez de San Román y el inspector se pusieron en camino.
—Todos tienen mucha prisa. Como si mi hermano les molestase —le dijo en el mismo tono sibilino.
—Pero ¿qué es lo que ha pasado? En mi visita, tiempo atrás, lo encontré animado, conversador, lleno de vitalidad.
Los dos, dando por supuesto que les sobraba tiempo, caminaban de modo pausado por el ancho pasillo hacia la capilla, cuya puerta veían desde allí.
—Todo es muy extraño, ¿no le parece? —dijo Gabriel Gómez de San Román—. Nosotros queríamos sacarle de esta clínica. La gente habla muy bien de ella, pero no así los que caen en la cuarta planta... Corren rumores siniestros. Nosotros, la familia, pensábamos que el ambiente que se respiraba aquí no era beneficioso para él.
—En el Opus Dei, todo hay que decirlo, no se respira bien en ninguna parte.
—Pero Carmelo se resistía; para él su verdadera familia siempre fue el Opus.
—Le habían lavado el cerebro.
—Sólo en una ocasión, hace unos días, me confesó: "Tengo ganas de vivir, simplemente vivir la vida sin tantas reglas absurdas. Siento asfixia, claustrofobia, hartazgo. No quiero más miedo en mi vida"
—¿Eso le dijo?
—No sé si me lo dijo porque en ese momento no estaba bajo los efectos de los sedantes.
—¿Cómo puede ser eso? Carmelo era inteligente, una personalidad fuerte; no era fácil de domesticar.
—Sí. Pero pudo más la manipulación de los otros. La gotita de agua acaba horadando la piedra más resistente. Deben de tenerlo todo muy estudiado. Exprimen a los numerarios como un limón, les sacan el jugo y, cuando ya no les sirven, los arrinconan. Esta gente del Opus no tiene entrañas, sólo piensan en el dinero. A mi hermano le obligaron a hacer testamento a favor de la Obra el mismo día de su ingreso. ¡Dios sabe qué argumentos y a qué presión lo sometieron!
—Eso es inhumano —dijo Mazeres, creyendo que se refería al ingreso en el hospital.
—No, no. Desde el primer día que ingresó en la Obra.
Habían llegado a la capilla. El inspector tradujo para sí la inscripción latina que estaba grabada con letra gótica en la puerta de madera: "Magíster est hic, et vocat te" (El Maestro está aquí y te llama). Gabriel levantó con cuidado el picaporte y se asomó. Los cirios del altar no habían sido encendidos aún y tampoco se veía movimiento alguno. Sólo una mujer joven vestida de blanco, quizá una numeraria enfermera, estaba arrodillada delante de la lamparilla del sagrario. Cerró con cuidado la puerta e indicó al inspector un rincón del pasillo donde podían esperar.
—En el Opus —siguió Gabriel Gómez de San Román la conversación interrumpida— no hay cariño ni calor; no se cuida bien a la gente mayor. Es terrible. Hoy el Opus es un psiquiátrico. Más de un tercio de sus miembros está en las mismas circunstancias que mi hermano —como viese la cara de incrédulo que ponía el inspector, añadió con más énfasis— ¿Lo duda? Aquí, en esta misma planta, tiene un botón de muestra; pero por todas partes y en cualquier país podrá encontrar centros como éste. También es verdad que desde la década de los ochenta es imparable la fuga de numerarios que consideran que en el Opus no es posible vivir. Cuando mi hermano se dio cuenta, ya era demasiado tarde.
—Entonces, los que continúan dentro... —el inspector quiso hacerle ver la incongruencia de su razonamiento.
—En mi opinión, permanecen los trepas y los cínicos —Mazeres insinuó un leve gesto de desacuerdo—. En este segundo grupo abundan los directores y los curas. Quizá en privado critiquen las políticas del Opus pero no hacen nada de nada por remediarlo. Muchos de éstos también acabarán enfermos. Es difícil vivir en continua contradicción entre lo que se predica y lo que se vive.
El inspector mantuvo todo el tiempo los brazos cruzados, cuando su tendencia era meterse las manos en los bolsillos del pantalón.
—¡Algún santo habrá dentro de la Obra! —y, al decirlo, abrió los brazos imitando el dominus vobiscum de la misa— Al menos por el mérito de soportar los horrores que usted cuenta.
—Sí; las numerarias auxiliares son unas santas. Eso me dijo alguna vez mi hermano.
El inspector miró con poco disimulo su reloj de pulsera no tanto para ver la hora sino para exteriorizar que había bastante sobre aquel tema.
—¿Cuál ha sido la causa de la muerte de su hermano? —volvió a la cuestión que a él le preocupaba.
—No sabría decirle. Hasta los mismos médicos que le asistían no se ponen de acuerdo. La causa de siempre: parada cardio-respiratoria, supongo.
—¿Dejó alguna nota? —pensó Mazeres que quizá escribiese algo para él.
—No lo puedo saber. Hasta su agenda ha desaparecido —hizo una pausa—. Nosotros apenas lo tratábamos. A medida que pasaban los años, mi hermano se fue distanciando. Rara vez nos escribió una carta, ni cuando murió nuestro padre vino al entierro. Un desapego total. Y los de aquí no nos dejaban visitarlo. Por nada del mundo quisiera que el Opus se acercase a uno de mis hijos y un día se viese en una situación como ésta —se mordió la lengua, pero guardaba dentro de sí tal resquemor contra el Fundador del Opus que no pudo resistir y se puso a despotricar—. El padre Escrivá, para quien lo dude, fue un cateto vanidoso. Yo sólo le vi una vez, y fue suficiente. Mi hermano se empeñó en llevarme a una de esas reuniones que le preparaban para halagar su vanidad. Me pareció un pobre hombre. Amanerado, de modos remilgados y mohines histriónicos que, no sé por qué, encandilaba al auditorio. Lanzaba al aire, como chucherías en un bautizo, consignas y frasecitas que los asistentes, igual que si fuesen fans histéricos, aplaudían a rabiar. Su pensamiento resultaba infumable quizá por la falta de sustancia. Pensamiento que ha contagiado a miles de personas, a más de los ochenta mil adeptos que, según dicen, tiene el Opus. Ahora se empeñan en presentárnoslo como un doctor de la Iglesia. ¡Qué vergüenza!
El inspector, para interrumpir una conversación que le resultaba molesta, se asomó a la capilla e hizo una señal al otro. Entraron y tomaron asiento en el último banco. A aquella misa de corpore insepulto acudió muy poca gente. La celebró el sacerdote que le había administrado la extremaunción.
—Era su director de confidencias —le cuchicheó el hermano del difunto—. Contra lo que cabía esperar, anuló su conciencia hasta el extremo de arruinarle la vida.
Fue una misa fría en una capilla aséptica. En el sermón, sin hacer referencia alguna al finado, el celebrante se limitó a hablar de san Josemaría que lo habría recibido en el cielo. Palabras melindrosas, sin nervio, sacadas de algún vademécum frío como el oratorio del hospital. Terminada la ceremonia, mientras esperaban a que saliera de la sacristía, Gabriel Gómez de San Román se creyó en la obligación de aclarar algún punto sobre el capellán.
—Este cura ha abusado de la buena fe de mi hermano.
—No entiendo.
—En el Opus no se respeta la intimidad de las personas. Los directores espirituales y los curas, por el bien de la Obra, son capaces de traicionar el secreto mismo de la confesión.
—¿El secreto del sacramento de confesión? Eso es una acusación muy fuerte —fingió escandalizarse, aunque imputaciones como aquélla no le venían de nuevo.
El sacerdote, sin acabar de quitarse las vestiduras litúrgicas, salió al vestíbulo, se acercó al hermano del difunto y le entregó una cajita.
—Es el anillo de la fidelidad. Su hermano siempre fue fiel a sus promesas: "Unidad, buen espíritu y amor al Padre". Creo que a su familia le agradará conservarlo.
Gabriel Gómez de San Román fingió estar muy conmovido para no verse en la obligación de dirigirle la palabra.