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El robo sacrílego rompió la paz y el sosiego de la diminuta isla donde vivía la comunidad de agustinas recoletas (un insignificante punto, apenas localizable en el centro histórico de la villa de Madrid). La abadesa, para no alarmar a las religiosas, había silenciado el muerto, pero no pudo ocultar el asalto que había sufrido el monasterio. A pesar de sus esfuerzos, no hubo modo de conjurar el acontecimiento. En el claustro, en el refectorio, en el huerto, las monjas cuchicheaban, no tenían otro tema de conversación. La superiora, al ver que el caso, sin restarle gravedad, pudiera convertirse en una bola de nieve que rodase sin control y acabara afectando seriamente la marcha del convento, decidió convocar una reunión de urgencia.

Ad sonum campanae (Al sonido de la campana), las monjas, con sus capas blancas flotando al viento como alas de paloma a punto de alzar el vuelo, acudieron, apresuradas, al aula capitular. En esta sala, abierta al pequeño claustro, solían reunirse con periodicidad para celebrar el capítulo de culpas, estudiar las reglas de su orden y tratar los asuntos internos de la casa. A pesar del día luminoso que hacía, entraba poca luz por los vanos y la estancia estaba a media penumbra. Se sentaron en los bancos de piedra adosados a la pared a la espera de las explicaciones de la abadesa.

—Ya saben, queridas hermanas, lo sucedido con la reliquia de san Pantaleón —les dijo desde su sitial, situado unos palmos por encima de los demás asientos. El ambiente estaba electrizado de nerviosismo. Su voz, suave y acariciadora, dejaba traslucir, muy a su pesar, angustia y preocupación—. Desde la fundación de este monasterio, va para cuatro siglos, la sangre del santo la hemos expuesto a la veneración de los madrileños cada 27 de julio. Incluso en los terribles años de la guerra civil. ¿Qué pasará si este año, en que el terrorismo golpeó con salvaje brutalidad a Madrid, privamos a la buena gente del milagro de la licuación?

Dejó la pregunta colgada en el aire e hizo una prolongada pausa.

Aunque san Pantaleón había nacido hacía muchos siglos y vivido en un pueblecito cerca de Estambul, a miles de kilómetros de distancia, y jamás puso sus pies en España y quizá ni siquiera oyó hablar de ella, la villa de Madrid lo consideraba como alguien muy suyo. Sufrió martirio en tiempos del emperador Maximiliano, cuando apenas contaba veintitrés años. Su juventud añadía atractivo a su aureola de mártir. Refería la leyenda que una mujer recogió del suelo su sangre mezclada con tierra y musgo. Sin saber cuándo, cómo ni porqué, su sangre fue a parar a la ciudad de Ravello, en la Campania italiana. Más tarde, quizá en tiempos de Felipe III, parte de esa sangre, encerrada en una cápsula de vidrio y dentro de un precioso relicario, llegaba al Real Monasterio de la Encarnación.

—Al pueblo de Madrid —continuó argumentando la madre abadesa—, no le podemos decir que nos han robado la santa reliquia; que la sangre de san Pantaleón no volverá a licuarse nunca más. ¡Lo interpretaría como un mal presagio! ¡Como un castigo divino! No debemos ni podemos sembrar el pánico. La gente no está para recibir más golpes.

Al tiempo que la abadesa de la Encarnación hablaba así a sus monjas, invitándolas a que buscasen una solución a tan grave problema, no lejos de allí, el señor cardenal, también preocupado, reunía a su consejo asesor en su nuevo palacio junto a la Almudena, la catedral más horrible de España (Ni hecho adrede se podía haber levantado una monumento religioso que reflejase por dentro y por fuera semejante mediocridad estética). De motu proprio, el señor cardenal hubiese reunido a su consejo asesor en el salón del trono, donde él se sentía tan a gusto como el papa encaramado en su solio pero, desaconsejado por sus asesores, tuvo que contentarse con celebrar la reunión en otra sala menos aparatosa. Rezadas las preces de rigor con la misma rutina burocrática que pudieran hacerlo aburridos funcionarios, el cardenal-arzobispo les dirigió a los presentes un discurso semejante al de la abadesa. Punto por punto, les puso al corriente de lo acontecido.

—La policía, tan desorientada como lo estamos nosotros, no ha sido capaz de recuperar la ampolla con la sangre del santo —finalizó así la primera parte de su perorata y pasó a tratar de la delicada situación que se había creado—. Esto, como bien podéis suponer, nos plantea un problema de dimensión social muy grave, ya que el milagro de la licuación siempre ha trascendió lo puramente religioso. El 27 de julio, el pueblo de Madrid, como cada año, desde tiempo inmemorial, acudirá al monasterio de la Encarnación para presenciar de cerca el prodigio de la licuación: ¿y qué se encontrará? ¡Las puertas cerradas! —dio un puñetazo sobre la mesa y paseó sus ojitos maliciosos sobre los asistentes— Eso no es posible. ¿Qué pasará si este año, después de los difíciles momentos por los que ha atravesado Madrid, por los que pasó Nueva York, de la inacabable guerra de Irak, del miedo a nuevos ataques terroristas, no ofrecemos a la gente la reliquia del santo? No podemos decirles: "Nos han robado la reliquia". No sólo nos acusarían de malos custodios... Lo tomarían como un mal augurio, como presagio de males, de catástrofes... El julio del 36 la sangre de san Pantaleón no se licuó; y todos conocemos las consecuencias. Si, ahora, decimos que dicha reliquia ha desaparecido, no quieto pensar la que se puede armar... Hemos de encontrar una solución rápida, la fiesta se nos echa encima.

Los presentes, acostumbrados a que las soluciones siempre les viniesen desde arriba, tenían atrofiada la imaginación, carecían de ideas. Se miraron impotentes y no hizo falta que nadie tomase la palabra para manifestar a su eminencia la desmoralización que les embargaba. El cardenal, canijo pero tenaz y testarudo, como aseguraban los que le conocían bien, había hablado con mucha decisión. Estaba claro que no les había convocado para lamentarse, ni siquiera para escuchar sus opiniones, sino para exponerles el plan que ya traía en su bolsillo.

—La sangre de san Pantaleón se licuará el día de su fiesta, como todos los años. ¡Porque lo digo yo! —afirmó categórico y de nuevo dio un puñetazo sobre la mesa.

Estupor hubiese sido la palabra que emplease el secretario de actas, si lo hubiese habido, para retratar la cara que pusieron los de la comisión.

—No sé cómo lo va a conseguir su eminencia —se atrevió a disentir el capellán del monasterio.

—Todo está previsto, padre Méndez —le acalló con autoridad y se permitió echarle una reprimenda—. Si en la Encarnación hubiesen llevado más cuidado, ahora no nos veríamos en estos apuros.

El cardenal-arzobispo, sin dar mayores explicaciones sobre el as que tenía guardado en su manga, pidió a su secretario particular que desde allí mismo llamase al deán de Ravello. Consultó aquél el anuario de la Iglesia Católica (editado con esmero y sin ninguna errata por la Tipográfica vaticana), donde vienen todos esos datos, localizó el número y, cuando lo tuvo en línea, le pasó el móvil al cardenal. Todos quedaron pendientes de aquella inesperada comunicación.

—Le habla el cardenal de Madrid —se presentó, imaginándose que el sacerdote italiano, al escuchar su voz ronca y autoritaria, se habría puesto de pie al otro extremo de la onda. A continuación, le explicó lo que sucedía y el apuro en que se encontraba y, sin dar opción a que el otro metiera baza, siguió—. A ustedes, la reliquia de san Pantaleón que guardan en su catedral no les hace ninguna falta hasta el año que viene, si mal no recuerdo. En cambio, nosotros la necesitamos ahora, enseguida... Sólo por un par de días... Ya sé que se trata de una reliquia insigne... No, no pasará nada, le doy mi palabra de honor... Para su tranquilidad, suscribiremos una póliza de seguro por la cantidad que usted me diga.

El deán de Ravello, bien sea porque el cardenal hablaba de prisa, atropellado, y con un mal italiano, bien sea porque, a pesar de ese obstáculo, había otro inconveniente insalvable, no accedió a prestarle la reliquia.

—Eminencia, escúcheme, por favor —le dijo e intentó exponerle las razones de su negativa—. La sangre de san Pantaleón que nosotros guardamos aquí también se licua pasado mañana, ¿cómo quiere que se la preste?

—Creía que ahí se licuaba en mayo —contentó su eminencia decepcionado.

—La que se licua en mayo es la sangre de san Genaro cuya reliquia se guarda en la catedral de Nápoles —le informó el otro.

Los presentes vieron cómo el cardenal echaba para atrás su sillón, se levantaba de un salto y ponía una cara más sombría de la que tenía de natural. Al final soltó un seco escussi al tiempo que cerraba de malos modos la tapa del móvil y se lodevolvía a su secretario.

—Nada. Ese cura zopenco no se aviene a razones. Tiene miedo de que no le devolvamos la reliquia.

—Quizá lo que tiene son escrúpulos —aventuró alguien que mal que bien pudo adivinar el contenido de la conversación—. Puede que no vea con buenos ojos que se juegue con las reliquias... que se comercie con su reliquia.

—¿Escrúpulos? ¿Un cura italiano con escrúpulos? —el cardenal torció el gesto y se dejó caer en su sillón— ¡Qué poco los conoce usted! Pero no está todo perdido. Vamos a intentarlo con el arzobispo de Nápoles. De obispo a obispo nos entenderemos mejor.

El secretario del cardenal se puso a consultar de nuevo el anuario pontificio, y encontró enseguida el dato que buscaba. Con el dedo como puntero señalando la línea, esperó a que el cardenal le diera la orden de establecer la nueva comunicación.

—¿Nápoles? —el padre Méndez, capellán de la Encarnación, extrañado, rompió el silencio en que se había sumido la sala— Esa catedral, que yo sepa, no tiene reliquia alguna de san Pantaleón sino de san Genaro. No querrá su eminencia sustituir una reliquia por otra.

—Acertó, padre Méndez. Acertó —le contestó el cardenal a la vez que esbozaba una sonrisa que, como todas las que intentaba, pocas, le salió fallida— No sé a qué vienen sus reparos... La sangre de san Genaro, ¿no se licua como la de san Pantaleón? ¡Qué más dará, pues, un santo que otro! Lo importante, mi querido capellán, es evitar que la fe de nuestros fieles se desmorone. ¿España se nos rompe, se nos desmorona, y me viene usted con esos remilgos de monja? ¡A ver si de una vez por todas aprendemos a distinguir las cosas importantes de las que no lo son! Para el caso que nos ocupa, igual da que el milagro lo haga san Genaro que san Pantaleón. Entre santos no hay rivalidades ni competencias. Lo importante, padre Méndez, es que este año Madrid tenga milagro.

—¿Y si el milagro no se produce? ¿Y si la sangre de san Genaro no se licua por estar fuera de tiempo?

—¡Padre Méndez, usted quiere que el toro me coja. Se diría que disfruta poniéndome las cosas difíciles! Cuando el milagro no es posible, hay que echar mano a la imaginación. ¡A Dios rogando y con el mazo dando! ¡Arreglados estaríamos si todo lo fiásemos a la Divina Providencia! Tal como tenemos a la feligresía, lo peor sería que se quedase sin el espectáculo de la licuación.

San Genaro fue obispo de Benevento, cerca de Nápoles, y, como San Pantaleón, también murió mártir durante la persecución de Diocleciano. Los cristianos, como era costumbre en aquel tiempo, recogieron su sangre y la guardaron en un ánfora. En 1527, el santo libró a los napolitanos de la peste. En 1631, los protegió de la erupción del Vesubio, tan espantosa como aquella otra que arrasó Pompeya y Herculano. En 1884, los libró del cólera...

Establecida la conexión telefónica, el cardenal habló con el arzobispo de Nápoles. Le repitió lo sucedido y el apuro en que se encontraba. El arzobispo, más comprensivo que el deán de Ravello, se avino a colaborar.

—Eminencia, siento decepcionarle —se oyó a través del auricular, porque el arzobispo de Nápoles era sordo y gritaba mucho—, nuestro santo licuefactor no es san Pantaleón sino san Genaro.

—Lo sé, lo sé —respondió impaciente el cardenal.

—Lo digo para que no haya malentendidos. Por mi parte no hay inconveniente ya que la reliquia no la necesitamos hasta el mes de septiembre. El 19 de ese mes y durante siete días la exponemos en el Duomo. No se puede imaginar las riadas de gente que acuden a presenciar el milagro. Es una bendición para nuestras arcas siempre tan exhaustas. El año pasado asistió, entre otras personalidades, el embajador de Estados Unidos. En América, en Nueva York para ser más preciso, hay muchos napolitanos, y todos los napolitanos, allá donde se encuentren, están pendientes ese día del milagro. La exposición de mayo en la iglesia de Santa Chiara fue un éxito rotundo: la sangre de san Genaro se licuó y permaneció en ese estado un tiempo record, como nunca...

El cardenal, incapaz de aguantar el rollo en que se había liado su colega, hacía rato que había separado el móvil de su oreja y lo había vuelto hacia sus consejeros como si se tratase de un altavoz.

—¿Cuántas veces se licua ahí la sangre del santo? —le interrumpió al fin en un tono ambiguo de envidia e incredulidad.

—Creía que se lo había dicho. Tres veces al año: en mayo, en septiembre y en diciembre —y siguió como si le hubiesen dado cuerda—. No le puedo garantizar el milagro, si es eso lo que me insinúa. Tenga en cuenta que fuera de casa y fuera de tiempo, nunca se sabe cómo va a reaccionar el santo... Sólo le puedo asegurar que desde 1337, fecha de la primera licuación de que tenemos constancia, el milagro se ha repetido sin interrupción, excepto en raras ocasiones... No tenemos queja, el santo se porta bien... Sólo en los últimos tiempos, el milagro ha dejado de producirse en dos ocasiones: en noviembre de 1980, cuando el terrible terremoto que asoló el sur de Italia y murieron más de tres mil personas; y en 1987, cuando Nápoles eligió un intendente comunista... Sí, sí. Aquí también tenemos comunistas y laicistas...

—¡Ah, esa plaga de relativismo que lo invade todo!

—La gente cree que es señal de mal agüero cuando la sangre no se licua... Comprendo, eminencia, su desesperada situación... No se preocupe, eminencia, disponemos de dos relicarios... No, no. Nada de pólizas... A los napolitanos no nos gustan las formalidades... Usted me manda un cheque al portador por 50.000 euros en concepto de limosna... O mejor, cuando vengan a recoger la reliquia, me entregan la cantidad en metálico.

El 26 de julio por la tarde, vigilia de san Pantaleón, el real monasterio de la Encarnación estaba a rebosar, no cabía ni un alfiler. Las monjas cantaron las primeras vísperas y, desde detrás de las celosías del coro, siguieron las ceremonias que tenían lugar en la iglesia. Todo exactamente igual a los otros años, como si nada hubiese ocurrido. La única diferencia consistió en que esta vez fue el cardenal y no el capellán quien presidía los actos. En el altar mayor, en el mismo lugar y con idéntica parafernalia que si hubiese sido el auténtico relicario de san Pantaleón, el cardenal colocó el de San Genaro, que llegó a Madrid por vía aérea desde Nápoles, con el tiempo más que justo. A continuación, las monjas entonaron unos cánticos tan lánguidos que de no ser porque la gente se abanicaba a rabiar para echarse el calor de encima hubiese acabado amodorrada. Luego el cardenal subió de nuevo al altar, cogió con cuidado el relicario y lo agitó varias veces, siguiendo las instrucciones que le había dado el arzobispo de Nápoles. Poco a poco, la masa negra, sólida y seca que se adhería al fondo de la pequeña ampolla, se desprendió, se tornó gelatinosa, aumentó de volumen y adquirió un color rojizo muy semejante al de la sangre.

—¡Ha ocurrido el milagro! —exclamó con solemne voz ronca el cardenal.

Hasta 1993, había sido costumbre que el capellán sostuviera en alto el relicario de san Pantaleón mientras se producía la licuefacción. El lapso de tiempo no era siempre el mismo: podía variar entre dos minutos y una o varias horas. Debido al peligro que corría la reliquia de caer al suelo con la aglomeración y los empujones, como alguna vez estuvo a punto de suceder, se pensó en otro procedimiento más seguro. A partir de entonces, la ampolla con la sangre se colocaba dentro de una urna de cristal blindado, y los fieles podían contemplarla con detalle en dos pantallas de televisión que se habilitaban a una y otra parte del altar mayor.

Los fieles, emocionados, aplaudieron largo rato. Todo había sucedido a la vista de todo el mundo. Nadie de los que asistieron al acto advirtió la suplantación de la reliquia. Nadie supo que la materia que se había licuado no pertenecía a san Pantaleón sino a san Genaro. El inspector Mazeres se encontraba entre la masa de fieles y curiosos que asistían al acto. Siguió paso a paso la metamorfosis. Lo había visto con sus propios ojos. Quedó estupefacto. ¿Qué era aquello: un milagro o un truco? No tuvo tiempo de reflexionar. Empujado por la multitud, cuando quiso darse cuenta, se encontró en la fila de los que caminaban hacia el altar a depositar un beso en otro relicario, éste con un huesecillo de san Pantaleón.