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La muerte del capellán en el monasterio de la Encarnación y la desgracia de Sancristóval en la Cuarta Planta del hospital opusdeísta de Pamplona revelaban a las claras que el triángulo de Jorquera era clave fundamental para dar con el escondite donde se guardó la reliquia. Al menos, así de convencido estaba el inspector. Había que recuperar la reliquia a toda costa y cuanto antes, si se quería desbaratar el plan siniestro de la "clonatio Christi" y evitar las muertes que aún podía causar. Mazeres escribió a su amigo Bernat Escartí, el arqueólogo valenciano que había tenido alguna intervención en las excavaciones del San Juan del Hospital, pidiéndole que se las compusiera de modo y forma que él pudiese entrar en el conjunto hospitalario sin que nadie lo supiera y así poder averiguar qué había del obscurum lapidem, esa piedra negra escondida en alguna parte de la cripta de dicha iglesia. Casi a vuelta de correo, recibió la respuesta de su amigo que le concretaba el día y la hora y, aún más, se ofrecía para acompañarle en tan delicada aventura.

A las diez de la noche del día prefijado, martes, el inspector Mazeres, el epigrafista José Corell y Bernat Escartí se reunieron en una cafetería estrecha y alargada de la plaza de San Vicente Ferrer. Perfilaron los últimos pormenores, mientras tomaban un café en la barra, y después salieron hacia la iglesia de San Juan del Hospital, a dos pasos de allí. La pequeña plaza, que debían cruzar, tenía una fuente, levantada a finales del XIX por la Real Sociedad Económica de Amigos del País como perenne recordatorio del año que el agua potable había llegado a la ciudad. En frente, ocupando completamente un lado del cuadrilátero, la iglesia de la Congregación de San Felipe Neri, cuya fachada de ladrillo pintado de rosa y de grandes proporciones apabullaba a la plazoleta.

—Esta hora es la mejor —justificó el arqueólogo la elección que había hecho—. Como veis, la zona está muy tranquila. En la calle Trinquete de Caballeros vive muy poca gente. A mano derecha, la ocupan la iglesia de San Felipe y allá, al final, —dijo señalando hacia la plaza de Nápoles y Sicilia— el antiguo Hospital de Pobres Sacerdotes, residencia de sacerdotes jubilados, y el viejo palacio de los Condes de Almansa, me parece que también es una residencia de monjas. A esta mano —por la que caminaban— tenemos el conjunto de san Juan del hospital encastrado en la manzana. La iglesia está cerrada y las habitaciones de los sacerdotes del Opus —les hizo notar— dan a la calle del Milagro. A esas horas estarán ya en la cama. Hasta el alba, tenemos tiempo. Estoy seguro de que nadie nos va a molestar.

Ni un alma en la plazoleta ni en la calle de Trinquete de los Caballeros. Silencio y poco alumbrado. ¿Fue puro azar que aquella noche brillase una esplendorosa luna llena o Bernat Escartí la había escogido por esa razón? Esa parte de la ciudad, si era poco transitada de día, menos lo era después de puesto el sol. Cruzaron la plaza de los patos, como la gente la conocía. Sólo se oía el ruido de su fuente y, a lo lejos, el camión de la basura. Se detuvieron ante la verja de hierro forjado que cerraba el antiguo cementerio. Sólo la Virgen del Milagro, una bellísima escultura de mármol, situada frente a la puerta de San Juan del Hospital, que alumbraba la luz tenue de una bombilla, fue el único testigo que les contemplaba desde su pedestal. Escartí abrió la verja y pasaron adentro.

—Esta explanada fue hace siglos el cementerio de San Juan del Hospital —les explicó en voz baja—. Como podéis comprobar estamos excavando las fosas, y ha sido una suerte que tiempo atrás se produjera un derrumbe, gracias al cual podemos acceder a la cripta de la iglesia por esta parte, sin necesidad de hacerlo por la puerta. Al lado sur —y lo señaló—, se encuentra una pequeña capilla funeraria, cuya traza es del más depurado estilo cisterciense, y arco-solios del antiguo cementerio. Y allá, a lo lejos, los restos de un patio islámico con su fuente estrellada del siglo XII, en buen estado de conservación. Este dato no os debe extrañar si tenéis en cuenta que este complejo hospitalario se edificó sobre posesiones musulmanes expropiadas por Jaime I. Muy cerca de aquí, aún se conservan unos baños públicos árabes.

A la luz de la luna, los otros pudieron adivinar, más que ver, lo que Bernat Escartí les mostraba.

—Contemplar estas ruinas a la luz de la luna es una gozada —exclamó Mazeres para halagar al amigo.

—Ahora, si os parece, bajaremos a la cripta que es lo que nos interesa. Mucho cuidado con la escalera de madera de los obreros, que es muy frágil —advirtió Escartí y abrió una puerta forrada de cinc.

Alumbrándose con una potente lámpara que el arqueólogo traía consigo, descendieron con mucho tiento por una precaria escalera cuyos travesaños de madera amenazaban con derrengarse a cada paso. Una vez abajo, Escartí tomó de nuevo la palabra.

—La cripta de Santa Bárbara está ubicada entre la prolongación sur de su antigua capilla y la nueva de estilo barroco, es del siglo XVII —les dijo y, enfocando la luz hacia una y otra parte, siguió—: Para construir sus cimientos, se cavó hasta tropezar con la espina del circo romano

—¿Debajo de nuestros pies hay un circo romano?.se sorprendió el inspector.

—Así es. No creo que los arquitectos de la época tuviesen conciencia de haber dado con él. Aprovecharon ese muro de piedras compactas para cimiento de sus paredes. Franqueando ese estrecho paso, junto al pudridero, entraremos en la cripta del tras-sagrario, debajo del altar mayor de la iglesia, donde se enterraba a los caballeros sanjuanistas, que es a donde vamos.

- Optantibus non difficilis —dijo el inspector con acento solemne.

—¿Qué dices? —preguntó el arqueólogo.

—Decía que por ahora la búsqueda no está resultando complicada. Como pronosticaba el criptograma latino: "a los voluntariosos emprendedores no les será difícil"

—Veremos más adelante —respondió el epigrafista, menos optimista.

El hipogeo abovedado al que desembocaron no era de grandes proporciones pero sí mucho mayor y más cuidado que el de Santa Bárbara que dejaban atrás.

—Esta cripta —aventuró Mazeres— debió de ser la que rehabilitó Carlos Sancristóval. Y en alguna parte, presumiblemente, construyó la cámara secreta que buscamos.

—En la rehabilitación que se llevó a cabo, ya en tiempos de la ocupación del Opus, ¿no se encontró, entre estos muros, una lauda semejante a la de Jorquera? —Corell se dirigió al arqueólogo, que, en un primer momento, se encogió de hombros.

—No sé. Que yo sepa, no hay constancia —tomó la palabra el arqueólogo—. Al principio, la rehabilitación del conjunto hospitalario la llevaron a cabo arquitectos del Opus. Por su cuenta —subrayó con tono despectivo—. Como todo el mundo sabe, los del Opus son muy suyos. Excavaron y rehabilitaron a su aire. Hicieron y deshicieron sin consultarnos a los locales, con mucho secretismo. Según tengo entendido, a monseñor Escrivá de Balaguer, en una de sus visitas a Valencia, le bajaron a esta cripta y parece ser que le disgustaron las pinturas que había en las paredes, valiosos graffiti y cosas así. A los arquitectos les faltó tiempo para rascarlas y dejar los muros desnudos como ahoa los veis. Las pinturas, según dijeron, no tenían ningún valor. Yo siempre he conocido estos muros así. De la lauda, sólo sé lo que nos dijeron tiempo atrás, en la otra visita que hicimos: que un cura del Opus la mandó retirar por parecerle masónica. Y nunca más se supo.

—Nunca más se supo —Mazeres repitió la frase y puso punto final al parlamento del arqueólogo; luego se dirigió al epigrafista— Corell, ha llegado tu hora. Así que oriéntanos.

El epigrafista hizo un gesto dubitativo y sacó una fotografía del triángulo de Jorquera y otros papeles manuscritos. Mientras los ojeaba a la luz de la linterna, Mazeres, inquieto, se puso a escudriñar las losas sepulcrales.

—Fijaos en ésta —el inspector señaló una que estaba junto a la pared del fondo e hizo que el arqueólogo, dejando al epigrafista sin luz, la iluminase.

Frente a la puerta que comunicaba la cripta con la iglesia, estaba la losa sepulcral que había llamado su atención. José Corell interrumpió su tarea y, movido por su instinto, se acercó a leer la escritura que la orlaba.

HIC SUNT SITA [--]A FRANCISCI BONOFRII MARCHIANI QUI QUO ADVIXIT LAUDABILITER IN MERCHATURA SE HABUIT M[____________________] OBIIT IN IDUS IUNII MCCCCXIIIII

—Como veis —comentó el epigrafista—, la lápida está maltratada en sus dos costados, de modo que esos desperfectos han dañado la escritura y entorpecen su lectura —después de unos instantes, prosiguió con cierta prosopopeya—. No hace falta ser un gran epigrafista para saber las dos palabras que faltan: "ossa" y "magíster" —a renglón seguido proporcionó la traducción—: "Aquí están depositados los (huesos) de Francisco Bonofre Marquiano que, como viviese de manera honorable en el comercio, se le tuvo como (Maestro). Murió el 13 de junio de 1415".

—¿Quién era este señor? —preguntó, curioso, el inspector.

—Vete tú a saber —le respondió el arqueólogo.

—De este señor —tomó de nuevo la palabra el epigrafista Corell—, sólo sabemos lo que le podamos arrancar a la piedra —Mazeres, sobre todo, quedo extrañado— Fíjate bien. De la calidad del material empleado, mármol de Carrara, y de la escritura del delineator, podemos deducir que se trataba de un mercader importante

—¡Sí, hombre! —y se dirigió a Mazeres— ¿Me puedes decir cuál es tu interés por esta lápida?

—Más que el personaje lo que me llama la atención es la marca que aparece en ella.

—¿La marca? —contestó extrañado el epigrafista.

Y todos se fijaron en ella.

La marca grabada en la lauda sepulcral era un triángulo isósceles con una cruz de doble travesera en su ángulo superior con cierto parecido al de Jorquera.

—Es la marca del mercader difunto —explicó Corell.

—¿Simple marca de mercader? ¿No tendrá algo que ver con el triángulo de Jorquera? ¿No se tratará de un Gran Maestre? —insistió Mazeres.

—Me parece, Julián, que investigando, investigando, estás perdiendo olfato y oficio —le reprochó el arqueólogo.

—No busques en esta lápida la sepultura de un Gran Maestre de alguna secta... —intervino Corell.

—Es que en ese mismo siglo florecieron los Adamitas en los Países Bajos y puede que también en Valencia...

Bernat Escartí tomó la linterna que había dejado sobre un poyo y la apagó. A la par que la oscuridad se hizo el silencio más absoluta.

—Por favor, no gastes esas bromas —le dijo el epigrafista, enfadado—. Me has dado un susto de muerte.

—¿A qué hemos venido aquí? A discutir o a buscar esa dichosa cámara secreta —replicó— Pues no perdamos tiempo...

El epigrafista, sin rechistar, echó de nuevo mano a sus papeles.

—"Visita el interior de la tierra, esforzándote, encontrarás la piedra negra" —tradujo el latino "Vitriol"—. Nos encontramos en una cripta que, para el caso, bien puede simbolizar el interior de la tierra. Estamos, pues, en el seno de la tierra. Ahora, hemos de encontrar el obscurum lapidem, la piedra negra.

Durante un tiempo recorrieron la estancia y examinaron con minuciosidad las lápidas que por allí había.

—No hay ni una sola lápida que sea negra —constató el arqueólogo.

—¿Hay alguna otra cripta? —preguntó Mazeres, preocupado.

—No, que yo sepa.

José Corell se acercó a un altar movible que estaba arrimado a una pared y extendió sus papeles.

—Alumbra aquí —dijo al arqueólogo, que dejó su linterna sobre el altar. Se puso a estudiar el dibujo y anotaciones del padre capellán. Los otros le miraban curiosos e impacientes. Al cabo de un rato, que se les hizo eterno, exclamó— Ya lo tengo. El "obscurum lapidem" del acróstico, que hemos interpretado por " piedra negra", también puede traducirse por " piedra difícil de leer".

—¿Difícil de leer?

El arqueólogo más ducho en aquel campo tomó la linterna y alumbró el suelo.

—Excepto la lápida del mercader, las demás están gastadas de tanto pisotearlas y sus inscripciones son difíciles de leer. No sé cuál de todos podría ser. Si quieres te las deletreo.

Vale —le dijo Corell.

Durante dos horas, el inspector y el epigrafista, cada cual en su cuaderno, tomaron nota de las trece lápidas que estaban muy deterioradas y casi ilegibles, colocando las letras en la misma disposición que aparecían en las sepulturas. Por muchas vueltas que le dieron, no pudieron descifrar el enigma.

—Tiene que haber otra clave —afirmó convencido Corell, al final de tan ardua tarea, y le preguntó a Escartí— ¿Qué opinas tú?

—Como comprenderás —le contestó, y miró ya inquieto su reloj—, los arqueólogos, por mucho que nos empeñemos, no siempre logramos que las piedras hablen.

No serían aún las seis de la mañana, cuando oyeron algún ruido por arriba, quizá alguien trajinaba en la sacristía que la tenían sobre sus cabezas. Comenzaron a ponerse nerviosos.

—Tenemos que salir de aquí —dijo Bernat Escartí—. No me gustaría que alguien nos sorprendiera.

Salieron por donde habían entrado, desandando el mismo camino. El inspector, con los ánimos por los pies. No habían resuelto nada.