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Mazeres había oído hablar mucho de la Asociación Juan XXIII y había leído alguna de sus declaraciones en la prensa; pero nunca le prestó gran atención. Sabía, eso sí, que la mayoría de esos teólogos era de tendencia progresista —algunos de ellos habían sido amonestados o condenados por el Santo Oficio— y que no gozaba del aprecio de la conferencia episcopal y mucho menos del cardenal de Madrid, que nunca les cedió un local de la diócesis para sus reuniones. Las conferencias de monseñor Bergonzi, dado su personal pedigrí y el de sus patrocinadores, prometían ser polémicas, y en efecto lo fueron. El gran salón de actos donde se celebraron, cedido por CCOO, estuvo los tres días a reventar.

Monseñor Bergonzi dio a conocer lo que él denominó "El Evangelio de las Santas Mujeres" (Las memorias de Hulda), conjunto de documentos descubiertos en Nag Hammadi que revelaban el apasionante protagonismo que ellas jugaron en los primeros años del cristianismo. En sus tres conferencias, subrayó el liderazgo de María Magdalena, la lucha enconada que ella y sus discípulas libraron contra los obispos y cómo éstos, manipulando los Evangelios, lograron marginarlas.

Las conferencias de monseñor, controvertidas y escandalosas como se preveía, fueron un éxito, cosa que los medios de comunicación amplificaron aún más. El cardenal de Madrid y miembros destacados del Opus Dei se rasgaron las vestiduras y pusieron el grito en el cielo. Según trascendió, desde Villa Tevere se presionó para que el Vaticano desautorizase a monseñor Bergonzi, lo condenase a ser posible. Lo único que consiguieron fue que Radio Vaticana (la voce del papa e della Chiesa) y L'Osservatore Romano (diario del estado de la Ciudad del Vaticano) silenciasen los acontecimientos de Madrid. Ningún cardenal ni arzobispo de la corte pontificia se hubiese atrevido a enfrentarse cara a cara con monseñor Bergonzi pues, aunque sentían por él un gran desprecio, le temían. "Ese viejo zorro sabe demasiado", dicen que se murmuraba por las antecámaras del papa.

Monseñor se hospedó en un hotel del centro de Madrid, no lejos del lugar de las conferencias, y dedicó una tarde entera al capellán de la Encarnación y al inspector. A esa reunión asistieron también Marc y Jorge. Les recibió en el saloncito de su suite, de paredes tapizadas con seda rosa, muy coqueto y luminoso. Un búcaro con flores frescas, sobre una consola, completaba la decoración. Las presentaciones fueron cordiales, y sobrepasaron lo que cabía esperar del carácter campechano de un italiano. Al padre Méndez lo abrazó con tal efusión que casi lo rompe. Como comentarían luego, su porte sencillo y cercano, la familiaridad y franqueza con que les hablaba, la sonrisa que en ningún momento cayó de sus labios, les recordó al bueno de Juan XXIII. Al cabo de unos minutos, había desaparecido cualquier reserva y todos se sintieron cómodos, como viejos amigos. Monseñor Bergonzi y el padre Méndez se sentaron en sendos butacones, tapizados a juego con el entelado de las paredes, que si bien resultaban holgados para personas como el capellán, no estaban hechos a la medida de monseñor. Los otros, un poco estrechos, se acomodaron en el sofá.

—Mi buen condiscípulo Angelo me remitió el dossier completo de san Pantaleón —les dijo, una vez sentados—. Como ya le adelanté por teléfono, el caso me interesa. Me interesa muchííísimo —y estiró la i como si subrayase la palabra con lápiz rojo—. Estoy dispuesto a colaborar con vosotros, no sólo por haceros un favor sino para desentrañar este asunto. La Iglesia, en estos tiempos más que nunca, necesita luz y taquígrafos, pero el Vaticano, sea dicho entre nosotros, siente un miedo cerval a la luz y teme a los taquígrafos. Se mueve más a gusto en la oscuridad, en el secretismo. A veces he llegado a pensar si esa fotofobia que padece forma parte sustancial de su condición —se rió tan ricamente y la contagió a los otros. Cuando terminaron las risas, siguió—: Hace poco desempolvamos unos documentos del Archivio Segreto de León XIII, y nos encontramos con que este papa había utilizado un doble. Los periódicos hablaron de lo que ellos titularon "el secreto de Sant'Angelo". Bueno, dejemos esta historia para otro momento y vengamos a nuestro caso —y sin dejar de hablar se levantó de su sillón y se acercó al escritorio donde tenía su maletín, del que extrajo unas cuartillas garrapateadas con letra pequeñísima que uno no se explicaba cómo las podía leer—. Según mis primeras averiguaciones, el Vaticano de Pío XII estaba al corriente de este asunto de las supuestas reliquias de Jesús encontradas en las excavaciones búlgaras, y del traslado de alguna de ellas a Madrid, en los años del declive del nazismo. Todo estaba clasificado como top secret.

—¿Secreto de Estado? —interpretó Mazeres cuando monseñor se sentó de nuevo, sin saber a qué documentos se estaba refiriendo.

—Sí, sí —le contestó—. Sin que haya tenido tiempo para investigarlo a fondo, puedo afirmaros que todo ese asunto del relicario de san Pantaleón se conocía en Roma.

—¿Está diciendo que el Vaticano estuvo al corriente del affaire Himmler? —Mazeres quiso que precisara más.

—A eso me refiero. Habrá que averiguar más cosas. Y trabajar con muchísima cautela y discreción. No hace falta que os advierta de lo peligroso que resulta hurgar en las interioridades del Vaticano —quizá sus palabras pecaron un poco de dramatismo.

Monseñor Bergonzi, de rostro redondo y sonrosado, casi imberbe, de ojos claros que siempre miraban derecho, sin recámara, tenía facciones suaves, sin estridencias, que lo aureolaban de inocencia. Pero no era sólo su semblante de buena persona sino su conducta intachable la que le había conquistado fama de ser un hombre honrado, veraz e incorruptible. Quizá por eso era tan querido por sus amigos, tan respetado por los historiadores serios y tan temido por sus adversarios, que en el Vaticano debía de tener muchos. A pesar de sus años, más o menos los mismos que el capellán, su vitalidad era envidiable; cuando hablaba, se entusiasmaba como niño. Todo lo de este mundo parecía interesarle. Se puso las gafas de leer de cerca y echó un vistazo superficial a sus cuartillas.

—Hace algunos años, en 1999, para ser exactos —entró en materia—, a instancias del Vaticano, fue creada la comisión mixta judeo-cristiana con el encargo de examinar los 12 volúmenes de "Actes et Documents du Saint Siège relatifs à la seconde guerre mondiale". El Vaticano pretendía con esta iniciativa poner fin a la "leyenda negra" contra Pío XII. Desde el inicio de los trabajos, algunos miembros de la parte judía difundieron la sospecha de que la Santa Sede les ocultaba documentos comprometedores. ¿Tenían razón? —se preguntó monseñor y, después de encogerse de hombreos, siguió— El Vaticano les contestó que el Archivio Segreto de Pío XII constaba de más de tres millones de documentos, la mayoría sin catalogar, otros reservados; y que se necesitarían décadas y el trabajo de muchos expertos para ponerlos todos a su disposición —monseñor, consciente de que quizá se había remontado demasiado lejos, trató de abreviar en lo posible—. Yo conozco bien el Vaticano y creo que la sospecha de los judíos era más que fundada —se quitó las gafas y miró al grupo en su conjunto—. Por eso de la fotofobia que os decía —y siguió—. El jesuita Peter Gumpel, postulador de la causa de beatificación de Pío XII, no puede ser imparcial, no es la persona más idónea para disipar esos recelos. Gumpel cribará siempre los archivos a favor de su beatificando, eso es de cajón. ¿Quién se va a tragar sus argumentos por muy "verdaderos" que fuesen? Pero no voy a entrar en esa cuestión que nos alejaría de nuestro asunto.

Sin embargo no consiguió soslayarla del todo.

En aquellos mismos días, a propósito de la visita del papa Benedicto XVI al campo de concentración de Auschwitz, la "leyenda negra" de Pío XII y el polémico proceso de su beatificación habían recobrado máxima actualidad. En su desafortunado discurso, el papa culpó del holocausto (palabra que motu proprio había evitado) a "un grupo de criminales", y absolvió de responsabilidad al pueblo alemán, que, según su autorizada opinión, fue instrumentalizado por los nazis. Dio a entender que el objetivo último al que desde el primer momento apuntó la maquinaria hitleriana no fue la raza judía sino el cristianismo, y que, al destruir a los judíos, lo que los nazis verdaderamente pretendían era destrozar la fuente de la fe cristiana. Escuchándole, se diría que los verdaderos mártires habían sido ¡los cristianos y la iglesia Católica! Estas declaraciones provocaron un vendaval de comentarios y análisis en la prensa internacional. Según algunos comentaristas, las palabras del papa resultaban tendenciosas y tergiversaban la realidad histórica. Mazeres y sus amigos quisieron conocer la opinión de monseñor que, por sus conocimientos de los entresijos vaticanos, debía de resultar muy interesante.

- Perché, Signore, hai taciuto? Perché hai potuto tollerare tutto questo? —monseñor citó las palabras del papa al pie de la letra lo que demostraba hasta qué punto le habían impactado— ¿Dónde estaba Dios en aquellos días? ¿Por qué calló? ¿Cómo pudo tolerar ese exceso de destrucción, ese triunfo del mal? El papa planteó una pregunta que ha atenazado durante decenios a los pensadores judíos hasta el punto de hacer perder la fe a muchos de ellos —hizo una pausa. Se veía que monseñor, tan locuaz, no tenía ninguna gana de hablar sobre ese tema—. Pío XII, ante el exterminio, guardó un silencio sepulcral muy próximo a la complicidad. ¿Nadie en el Vaticano, ningún obispo alemán sabía nada? ¡Por favor, que no me vengan a mí con ésas! Me parece de gran cinismo que Benedicto XVI, que día sí y otro también habla y pontifica en nombre de Dios, le eche las culpas a Él y le acuse ahora de guardar silencio. Y no me tiréis de la lengua —casi sonó a amenaza.

Tras otra pausa, que puso punto final a la digresión, volvió al asunto que traían entre manos.

—Si me he entretenido en comentar estos hechos es porque, en cierto modo, nos conciernen. Como os comentaba, la Iglesia ha incoado el proceso de beatificación de Pío XII, una manera de justificar su actuación ambigua y, de paso, lavar su propia imagen. Con ese fin, ha abierto su Archivio Segreto; bueno, no lo ha abierto sino que ha puesto a disposición de los especialistas una mínima parte de esos documentos, los que ha seleccionado previamente. Y de eso se han quejado los judíos —y, subiendo el tono de su voz, subrayó con entusiasmo—: Entre los documentos escamoteados, encontré yo uno que enlaza con el caso de San Pantaleón.

El padre Méndez, el inspector, Jorge y Marc se miraron estupefactos, seducidos por la labia de aquel monseñor tan fascinante.

Monseñor Bergonzi, llegado a ese clímax, blandió en alto los papeles que tenía en sus manos. El capellán, el inspector y sus amigos se quedaron a la expectativa. A ver qué nuevo conejo sacaba de su chistera. Monseñor volvió sobre sus papeles y les refirió, quitándose y poniéndose las gafas con un punto de teatro, que ese documento, encontrado por él en los archivos de Pío XII, llevaba por título "Gott Mit Uns".

—"Dios con nosotros" —les tradujo—. Es un informe detallado de las excavaciones arqueológicas que los alemanes efectuaron en la iglesia circular de san Jorge de Sofía y de los estudios científicos que se hicieron in situ sobre las reliquias encontradas.

—Gott Mit Uns —repitió Mazeres ese slogan nazi, y siguió—: Sor Adelgard, una monja alemana del monasterio, ya nos había contado algo sobre esas excavaciones arqueológicas... ¿Envió la Santa Sede observadores a Sofía a supervisar las excavaciones?

—Sí; pero vayamos por partes —le contestó monseñor y mordió una de las patillas de sus gafas—. Al menos, a las excavaciones de la iglesia de san Jorge. Observadores no oficiales, es claro. Ese documento que he tenido en mis manos así lo acredita; quizá sea ésa la razón por la que el Vaticano lo haya incluido entre los clasificados top secret.

—¿Por qué clasificarlo top secret? —le interrumpió Jorge.

—Muy sencillo. Alguien lo podría interpretar como prueba de un cierto colaboracionismo.

—¿Está, pues, documentado que Himmler iba en busca de reliquias de Jesús? —insistió el inspector con la deformación profesional de quien lleva un interrogatorio.

—A ese respecto, el informe es bastante escueto e impreciso —respondió con la prudencia de quien lo tiene bien averiguado—. Sólo constata el hecho de que los ungüentarios encontrados en Sofía llevaban una inscripción griega y que Himmler ordenó remitirlos de inmediato y con gran secreto a Alemania. Por lo que deduzco, eso lo digo yo, Himmler quiso que los estudios de las reliquias se efectuasen en los propios laboratorios de la Ahnenerbe. No se fiaba de nadie.

—Análisis que, por avatares de la guerra, nunca se llevaron a cabo —añadió Mazeres.

—Mejor dicho, nunca concluyeron. Esa es la verdad —asintió monseñor y siguió—. Para los observadores del Vaticano que redactaron el informe del que os hablo, los pequeños recipientes descubiertos se remontaban al siglo primero de nuestra era o quizá un poco antes. Su datación no ofrecía duda alguna.

—¿El documento vaticano habla en algún momento de la inscripción de esos ungüentarios? —le preguntó, ansioso, el inspector.

—Sí; pero no la recuerdo de memoria; la traigo escrita —y, sin detenerse a valorar el alcance de esa pregunta, le pasó la cuartilla al capellán.

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—Son caracteres griegos —dijo—, pero, a primera vista, no sé cuál puede ser su significado.

A Mazeres y sus amigos aquellos signos no les eran totalmente desconocidos. Algo parecido habían visto en el papel que el arzobispo Sutherland llevaba encima cuando murió de repente y también en el CD de Muño-Fierro, pero no creyeron oportuno sacar a colación este secreto, que los inculpaba a ellos.

—¿Esos caracteres pueden decir "Sangre de Cristo", quizá? —sugirió el inspector por ver cuál era la opinión de monseñor.

—¿Sangre de Cristo? —repitió un tanto desconcertado el interpelado— No sé. Ya os he dicho que el documento en cuestión es breve y ambiguo; y respecto de esos caracteres... Bueno, yo no sé mucho griego —y se dirigió al capellán—. El experto es Angelo. Siempre sacó muy buenas notas. Quizá pueda darnos la traducción.

El capellán aceptó resignado y se guardó la cuartilla para estudiarla en casa. Monseñor Bergonzi tuvo la sensación de haber sido cogido en un lapsus y, para salir airoso de la situación, creyó oportuno considerar el asunto en un contexto mucho más amplio.

—Que yo sepa no existen documentos serios que avalen la existencia de la sangre de Jesús —dijo—. Leyendas, sí; como la de José de Arimatea.

Monseñor y el padre Méndez eran los únicos que continuaban con sus chaquetas puestas. Los otros, un poco apretados en el sofá, se habían desprendido de ellas. En la mesa baja que tenían delante, Marc había colocado refrescos sacados del refrigerador. Después de esa alusión a la leyenda de José de Arimatea, monseñor hizo una pausa y se sirvió una cocacola.

—¿Qué hay de José de Arimatea? —se interesó Marc, ansioso de fábulas y chismes.

—Según una antiquísima tradición —retomó el hilo monseñor Bergonzi—, José de Arimatea, discípulo vergonzante del Señor, que cedió un sepulcro de su propiedad para su enterramiento, habría sido uno de los primeros coleccionistas de reliquias cristianas.

—¿Un coleccionista de reliquias? —se rió el frescales de Jorge.

—Sí, sí —y les explicó—. Antiguas tradiciones aseguran que el rico judío José de Arimatea se había preocupado de recoger los clavos, la corona de espinas, la lanza del soldado romano, el sudario con que se envolvió a Jesús; pero antes ya había guardado la copa de la última cena en la que Jesús había consagrado el pan y el vino.

—Ese cáliz que la tradición ha venido en denominar Santo Grial —se adelantó Marc.

Todos estaban pendientes, aunque no era la primera vez que oían fantasiosas historias sobre el Grial. Jorge volvió a intervenir.

—Vamos a ver, monseñor —le dijo con tono crítico pero lo más respetuoso que pudo—, si era un cáliz, es decir una copa, no podía contener la sangre física de Cristo; como mucho, resto de vino de la última cena...

—Querido Jorge, ya veo que eres incisivo y que te gusta hilar muy fino —le contestó—. Yo a tanto no llego. Relata, refero. Me limito a referir los relatos antiguos —y siguió—. Después de la ascensión de Jesús a los cielos, José de Arimatea con la lanza de Longinos, con ese cáliz (fuera lo que fuese y contuviera lo que contuviese) y las demás reliquias, se echó a la mar huyendo de la persecución que en Jerusalén se había desatado contra los discípulos. Le acompañaron María Magdalena, María Salomé, María de Cleofás y una larga lista —hizo un inciso—. Esta leyenda en Francia toma el nombre de les Saintes Maries de la Mer. Navegando por el Mediterráneo, José de Arimatea y su grupo llegaron a la isla de Camarga, en la desembocadura del Ródano y allí desembarcaron. Tres años más tarde, por orden del apóstol Felipe, José de Arimatea tomó consigo el Santo Grial y doce compañeros y continuó viaje hasta Gran Bretaña. En Glastonbury construyó la primera iglesia de Europa donde depositó la preciada reliquia. Durante la Edad Media, esa reliquia fue custodiada por los Templarios que, entre el siglo XIII y XIV, la llevaron a un enclave más seguro de la Patagonia...

—¡Vaya periplo! —exclamó Jorge, socarrón.

—¿Todo ese periplo está documentado? —preguntó Marc que, al igual que su compañero Jorge, no parecía dar crédito alguno a esa historia.

—Ya veo que sois jóvenes descreídos; bueno, voy a ser más exacto y justo: desconfiados, críticos —dicho lo cual, prosiguió—. Estamos hablando de una leyenda, con todos los componentes fantasiosos que le son consustanciales —y precisó—: La leyenda está documentada, si es eso lo que preguntas; pero no los hechos que relata.

—En resumidas cuentas, burda patraña —concluyó Jorge.

—Yo no diría tanto —monseñor frenó su arrebato—. Detrás de cada leyenda siempre se esconde algo de verdad. Como dice el arqueólogo Raymonad Capt, las tradiciones de Glastonbury no pueden descalificarse así como así, como simples fábulas, puesto que las leyendas y las tradiciones están de algún modo basadas en la realidad...

—De algún modo, ese es el quid —repitió con retintín Marc.

Hechas esas aclaraciones, prosiguió monseñor:

—El Santo Grial, como os decía, fue trasladado por barco hasta un punto de la costa patagónica, dentro del Golfo de San Matías, el Ancien Fort Abandonné según el Atlas de Martín de Moussy. Algunos aficionados al esoterismo encontraron allí la Piedra Templaria. Un paralelepípedo de basalto volcánico negro que en una de sus caras lleva grabada una cruz de brazos iguales...

—¿Una esvástica, por casualidad? —interrumpió, curioso, Mazeres.

—No sé contestar a esa pregunta —dijo monseñor, después de dudar unos segundos.

Todos estaban con ansias de saber más.

—¿Continúa oculto allí el santo Grial? —preguntó Jorge, adivinando cuál iba a ser la respuesta.

—Ni allí ni allá. El destino final de ese Grial, si alguna vez existió, que lo dudo, nadie lo conoce.

El tiempo transcurría sin que nadie lo advirtiera en un clima agradable. Los que escuchaban por primera vez a monseñor, como era el caso de Mazeres y sus colegas, quedaban prendados.

—Esa leyenda del Grial y su fantasioso periplo por toda Europa —concluyó monseñor— hacen de José de Arimatea un navegante incansable. Sin embargo, difiere de la leyenda De Vita Joseph ab Arimatea, cuyo códice del siglo VI se conserva en la Biblioteca Vaticana.

—Según he oído alguna vez —intervino Jorge—, existe una antiquísima tradición de que José de Arimatea recogió sangre de Jesús.

- Certo, certo —monseñor se apresuró a matizar—. Ese es el único dato en que todas las leyendas de José de Arimatea coinciden. Sin embargo, repito una vez más, no tenemos ninguna garantía de que tal tradición refiera un hecho cierto. Tampoco es seguro que las redomitas encontradas por los arqueólogos alemanes en la iglesia de Sofía tengan relación alguna con José de Arimatea. Habrá que estudiarlo todo con mucha reserva.

La tertulia se había alargado más de lo previsto y el padre Méndez pensó que no había que abusar de la cortesía del amigo. Así que se puso en pie.

—¿Te gustaría echarle un vistazo a nuestro relicario? —le invitó el capellán como despedida.

—Con muchísimo gusto.