4

Llegaron dos jóvenes en mangas de camisa, funcionarios de la policía científica. Por sus modales desenfadados (uno instintivamente fue a echar mano de su cajetilla de tabaco), no le cayeron bien a la religiosa que dedujo de inmediato que no habían pisado una iglesia en mucho tiempo, quizá desde el día de su primera comunión. Sin ningún miramiento colocaron sus maletines metálicos sobre un ángulo del altar y los abrieron dispuestos a actuar. Hablaban poco y se movían con prisa, como si en alguna otra parte ya los estuviesen esperando. Desde la altura de las gradas, que les daba mejor perspectiva, contemplaron el suelo sembrado de relicarios.

—¡Madre mía! ¿Qué es lo que ha pasado aquí? —exclamó Jorge, uno de los agentes, secándose el sudor. La pregunta se la dirigía a Mazeres.

—Pues ya lo estáis viendo. Mi hipótesis es que, al principio, los ladrones colocaron los relicarios con cuidado en filas. Ocho filas, si os fijáis bien. ¿Por qué lo hicieron? —se encogió de hombros.

Marc y Jorge habían seguido con atención las primeras explicaciones del inspector y pudieron comprobar, en efecto, que la casi totalidad de los relicarios estaban de pie, colocados en hileras perfectas.

—¿Y ésos? —señaló Marc algunos relicarios que estaban volcados y en desorden.

—Ese desbarajuste no contradice mi hipótesis. Se debe a que luego, por el motivo que sea, uno de los ladrones resbaló con la alfombra y en su caída desbarató el orden.

A ninguno de los policías, ni tampoco al capellán y a la monja que seguía la conversación en la retaguardia, les pareció convincente la explicación.

—¿Tiene algún sentido esa colocación en hileras? —insistió Marc.

—Por el momento, no se lo he encontrado —le contestó Mazeres, y siguió—: Éste es uno de los detalles más llamativo del caso. Puede que, al caerse encima de los relicarios, hiciera mucho ruido y eso los pusiera nerviosos y precipitasen su huída...

—¿Robo? —preguntó Jorge.

En la comisaría le llamaban el musculitos, y llevaban razón. Era de mediana estatura, cabeza al cero para disimular las entradas que anunciaban una calvicie prematura, cuerpo bien moldeado, bíceps duros a punto de reventarle las mangas y un potente tórax que no le cabía en su ajustado polo. No de balde era un buen jugador de rugby.

—Es curioso —le contestó el inspector—. Entre tanto relicario de oro y pedrería, sólo éste atrajo la atención de los intrusos —y señaló al que estaba en el altar.

—¡Y no se lo han llevado! —le replicó Marc.

—He ahí otra incongruencia —remarcó el inspector—. Claro que para despejar las incógnitas hemos de dejar de lado nuestra lógica, y ponernos en la piel de estos ladrones de reliquias.

Sobre el mantel continuaba el relicario que el inspector no se había atrevido a tocar. Era una especie de torrecilla gótica de plata dorada, que recordaba, en miniatura, esas esbeltas agujas que se elevan al cielo en algunas catedrales. De su hueco central había desaparecido el diminuto cilindro de vidrio que encerraba.

—Al parecer, de todas las joyas que hay en esta capilla, algunas de oro y pedrería, valiosísimas, sólo les interesó la ampollita de cristal de este relicario. Es todo muy raro —y, a reglón seguido, expresó la pregunta que él mismo se formulaba desde hacía un buen rato—. ¿Qué tenía de especial esa cápsula? El capellán y la hermana dicen que contenía sangre de san Pantaleón.

Jorge y Marc, que estaban ocupados en lo suyo, se irguieron, se miraron, enarcaron sus cejas.

—¿Sangre de san Pantaleón? —no pudieron evitar una sonrisa escéptica que procuraron disimular.

—Mirad a ver si dejaron huellas por ahí —les cortó el inspector más que nada para evitar que soltaran algún comentario inoportuno—. Aunque me da la impresión de que tomaron sus precauciones.

Mientras sus compañeros se ponían manos a la obra, Mazeres se enfundó también unos guantes y tomó el bello relicario por su pie y lo examinó con detenimiento.

—¡Con cuidado! —le dijo la monja que no le quitaba los ojos de encima.

—La cápsula era de cristal muy fino. De Bohemia —comentó en voz alta el capellán, sin dirigirse a nadie en particular—. No me explico cómo no se les rompió al extraerla.

—¿No existen sistemas de alarma en este monasterio? —preguntó Marc que, sin ser carne de gimnasio como Jorge, se notaba que también cuidaba su cuerpo.

—¡Claro que existen sistemas de alarma! —se adelantó a responderle el capellán.

—Pero estaban desconectados —le recriminó con suavidad el inspector.

—El antiguo sistema de alarma estaba obsoleto —trató de justificarse el padre Méndez— y el que pusieron últimamente era demasiado ultrasensible y se disparaba cada dos por tres con el consiguiente alboroto. No ganábamos para sustos, así que las monjas lo desconectaban para que todo el mundo pudiese dormir tranquilo.

—Buena solución —comentó con guasa Marc y se dirigió al inspector—. ¿Por dónde entraron?

—¿Veis esas huellas de barro de la alfombra? —dijo Mazeres, y se las señaló desde el altar donde aún estaba— En un primer momento pensé que entraron por el huerto, que está justo detrás de esta capilla. Pero la puerta del huerto está cerrada con un grueso cerrojo y el candado está intacto como he podido comprobar personalmente. La monja me ha confirmado que la llave la guarda la priora.

—Por el huerto, no pudieron entrar —ratificó la religiosa, sin sacar las manos de debajo de su escapulario.

—¿Entonces? Si por el huerto no entraron...

—He ahí la cuestión —le contestó Mazeres a Marc—. Pero hay otros dos posibles accesos: la puerta de la iglesia y la puerta del transepto. Aquélla carece de cerradura exterior y sólo puede abrirse desde dentro. La puerta del transepto, que es la que comunica la iglesia con el ala de las capellanías no parece que haya sido forzada. El padre Méndez la ha abierto esta mañana con normalidad, como todos los días. Nada ha llamado su atención.

—¿Por alguna ventana o vidriera? —insistió Marc, echando una mirada a la bóveda.

—Imposible —rechazó tajante el inspector—. El monasterio es un pequeño búnker. Si os fijáis bien, esas manchas de barro —y se las señaló de nuevo—, me parece que no lo son. Estoy seguro que las muestras que analizaréis lo van a confirmar.

Marc se agachó para verlas de cerca, mientras su compañero con una espátula tomaba una pequeña muestra y la guardaba en una bolsita de plástico.

—¿Por dónde entraron, pues? —repitió Marc su pregunta.

—¡Por un túnel secreto! —les dijo al fin con cierto misterio— La pista me la ha facilitado la hermana.

El inspector miró a la monja, que no pudo disimular las ganas con las que se quedaba de ser ella quien lo contase.

—Desde su fundación —les refirió la historia que la religiosa le había contado antes—, este monasterio estuvo comunicado mediante un túnel con el Real Alcázar de los Austrias que no estaba lejos de aquí. Al desaparecer el Alcázar, destruido por un incendio, se olvidó el túnel secreto que los unía.

Días después, en los archivos de la Biblioteca Nacional, Mazeres se documentaría más ampliamente sobre este particular. La comunicación entre el monasterio y el palacio real había sido doble: aérea y subterránea, aunque esta última no solía utilizarse. El incendio de Nochebuena de 1734 destruyó el Alcázar de los Austrias y parte del corredor exterior. Durante el gobierno de José Bonaparte se derribó lo que quedaba del passeto, y se remodeló la plaza de Oriente. A partir de 1844 se parceló la huerta del convento para construir edificios lo que obligó a una redistribución del espacio monástico y el de su entorno.

—¿Cómo es que aparece precisamente ahora este pasadizo subterráneo? —le interrumpió Jorge.

—El pasadizo no ha aparecido ahora —rompió su mutismo la monja y habló con una cierta acritud—, siempre hemos sabido que estaba ahí. Olvidado, pero ahí. En siglos a nadie se le ha ocurrido bajar. Entre mis llaves aún está la que corresponde a la vieja reja que cierra el conducto.

La hermana sacó de debajo de su escapulario un mazo de llaves de diferentes tamaños insertas en un aro reluciente por el uso, y se puso a examinarlas. Ningún profano puede imaginar hasta que punto el oficio de claviger con su manojo de llaves atadas al cinto es apreciada en un monasterio, quizá por aquello de que Nuestro Señor confió al apóstol Pedro las que abren y cierran las puertas del cielo.

—Si nadie conocía ese pasadizo, si han pasado tantos años sin que se haya utilizado, cómo es que precisamente ahora... —persistió Jorge.

Jorge, Marc, el capellán y la monja poco a poco se habían acercado a la cancela del altar donde estaba el inspector y, en corro, conversaban de manera familiar sobre aquellos asuntos.

—¡La boda del príncipe, querido amigo! —aventuró Mazeres—. No me cabe otra explicación —y expuso su hipótesis a continuación—: Con motivo de la boda del príncipe Felipe, en que se tomaron medidas de extrema seguridad (vigilancia de toda clase de colectores, cloacas, alcantarillas por donde tenía que discurrir el cortejo...), hubo que actualizar y confeccionar nuevos planos de antiguos conductos subterráneos en desuso o desconocidos por completo. Quizá se descubriera éste, uno más entre tantos olvidados.

—Y alguien se hizo con esos planos —concluyó Marc sin convencimiento—. Tu explicación chirría, suena como muy forzada.

—Eso creo yo también —le contestó Mazeres—, pero es una explicación verosímil que no hay que desestimar.

—Bonita historia —añadió Jorge por su parte—. Supongo que eso que apuntas lo comprobarás. Porque de ser como tú dices, alguien de bomberos o de la policía debe de estar metido en este asunto...

—No hay que descartar ninguna hipótesis.

Los agentes no dieron mucho crédito a las explicaciones del inspector.

—¿Dónde está ese pasadizo? ¿En qué parte del monasterio desemboca? —se dirigió Marc a la religiosa.

La monja, que había guardado su manojo de llaves debajo del escapulario, tiró de de la cinta y las sacó de nuevo.

—¡Vengan! —dijo con tono cuartelero, y los otros se pusieron a seguirla.

La monja caminaba tiesa y a paso rápido a la vez que, sin motivo aparente alguno, hacía tintinear sus llaves. De la sala de las reliquias, los condujo al templo contiguo. Al ver que se paraban a mirar la cúpula y las pinturas, detuvo la marcha.

—La iglesia ardió en 1755 —se permitió repetir lo que ella, sin comprender muy bien, había recitado miles de veces—. Se pudo reconstruir gracias a la manda de mil doblones de oro que la reina Bárbara de Braganza dejó al monasterio en su testamento. Ventura Rodríguez la remodeló en estilo preneoclásico.

A esas horas, la luz del sol entraba tamizada a través de las pequeñas vidrieras rectangulares. Los llevó al altar mayor.

—El Señor está aquí —dijo e hizo una genuflexión solemne, a cámara lenta, y estuvo atenta a que los tres hombres hiciesen lo mismo. Jorge y Juan perpetraron unas reverencias de lo más grotescas, como las de esas señoras que se enredan en los besamanos de palacio—. Se nota que van poco por la iglesia —les amonestó con cierta severidad.

Todo el grupo pasó detrás del altar mayor. La hermana señaló una losa del zócalo del tras-sagrario que en nada difería de las otras.

—Detrás de esa losa de mármol —les dijo— tienen la escalera que conduce al túnel de marras. En su día, como les ha dicho su amigo, esa galería unió este monasterio con las dependencias de la Casa de Tesoro, contigua al real Alcázar.

La monja se acercó a la losa en cuestión y con una de sus llaves manipuló un oculto dispositivo. El mármol simulado se abrió con cierta dificultad. Apareció una estrecha escalera de piedra de forma helicoidal que desembocaba en una cámara.

—Si quieren bajar e inspeccionar... El padre y yo les aguardamos aquí. Ya no estamos para estos trotes.

La monja y el capellán se quedaron arriba. Los otros tres, después de discutir el orden de precedencia que se la cedían con gran cortesía unos a otros, descendieron con cuidado: primero Jorge, luego Mazeres y el último, Marc que los alumbraba con una linterna. En el diminuto cuadrilátero de suelo mojado y resbaladizo, adonde desembocaba la escalera, apenas cabía media docena de personas y tenía una reja de gruesos barrotes en uno de sus lados. Hacía mucho calor y el aire, demasiado cargado de humedad, era irrespirable. De allí comenzaba, sin duda, el antiguo pasadizo del que se había hablado. La cerradura de la reja aparecía destruida, pero no por la herrumbre del tiempo.

—Han utilizado algún ácido corrosivo, de esos que reaccionan en pocos segundos —dijo Jorge con terminología imprecisa y poco científica.

—De ese modo han evitado todo ruido —sacó la conclusión su colega, dirigiéndose al inspector.

—Por ahí entraron y por ahí salieron. Seguro —afirmó con precipitación Mazeres, deseoso de salir cuanto antes de aquel lugar que le producía una sofocante claustrofobia.

—Nunca vi una cosa igual —comentó Jorge, después de examinar una vez más la corroída cerradura—. Estos ladrones no son unos cualesquiera. Alguien les facilitó ese producto o ellos mismos lo conocían.

—No comprendo toda esta parafernalia del túnel cuando hubiese sido más fácil cualquier otro procedimiento —comentó el inspector—. Me sorprende su modus operandi.

—Y encima, no roban nada.

—¿Que no han robado nada? —intervino Marc— Entonces, ¿cuál ha sido el móvil?

—¿Quién ha dicho que no han robado nada? —saltó Mazeres, pasándose el pañuelo por el pescuezo.

—Me refiero —se explicó Jorge— a que no se han llevado nada de valor. Sólo una ampolleta con esa supuesta sangre de san Pantaleón.

—¿Tanto valor puede tener esa reliquia? —se extrañó Marc.

—Ésa es la cuestión —le respondió el inspector.

Marc, sin abrir la verja de hierro, enfocó su lámpara hacia el túnel que desde allí partía en línea recta y se perdía en la oscuridad.

—¡Ahí hay un bulto! —exclamó, arrojando la luz sobre él.

—No cabe duda, es un cuerpo —confirmó Jorge.

El descubrimiento fue tan inesperado que quedaron indecisos.

—Venga, abrid la reja y veamos qué es eso —tomó el inspector la iniciativa.

Un hombre con los brazos encogidos y las piernas juntas, casi en posición fetal, yacía sobre un pequeño charco de sangre. Jorge, que aún llevaba puestos los guantes de latex, puso sus dedos sobre la yugular para tomarle el pulso.

—¿Muerto? —preguntó Marc como si hubiese esperado otro desenlace.

—Muerto y frío —afirmó Jorge, después de unos instantes.

Los tres permanecieron observando con detención al muerto sin atreverse a tocarlo. Al fin, Jorge rompió el silencio.

—Se trata de un hombre joven, de complexión atlética. Le calculo unos treinta años o menos. Este tipo cuidaba mucho su cuerpo. Muchas horas diarias de gimnasio —subrayó Jorge, que de eso entendía un rato. Y siguió— Vaqueros y zapatillas deportivas de marca. Camiseta blanca sin mangas. Ha sido un tiro limpio —y señaló un diminuto orificio en la nuca—, por detrás y desde bien cerca. Con una pistola de pequeño calibre.

—Puede que una Star 9 mm corta —apuntó Mazares.

—No sé. Pero ha debido de caer fulminado.

—No parece que haya otros signos de violencia —observó Marc.

—¿Te parece poco el tiro?

—Me refiero a que no hay signos de enfrentamiento, de lucha. Con toda probabilidad, después del robo, la víctima caminaba confiada hacia la salida cuando su propio amigo que iba detrás le disparó a quemarropa. Le pilló de sorpresa.

—¿Amigo? No debía de ser muy amigo.

—Para que te fíes de tus compañeros —añadió Jorge con sorna.

—Alumbra ahí —dijo Mazeres a Marc— Me parece que lleva una marca en su brazo derecho.

En efecto, se trataba de un pequeño tatuaje hecho con tinta negra.

—¡La cruz gamada! —exclamó Marc con aversión.

—Debían de ser neonazis, de esos que pululan por Madrid —dedujo Mazeres.

—Y ¿qué hacían unos neonazis en un lugar como éste? ¿Para qué querrían una reliquia? —objetó Marc, que no veía la relación.

—A mí tampoco me cuadra —dijo Jorge, y añadió pensativo—: ¿Por qué ha matado a su compañero?

—Cuadrar como cuadrar, por el momento no cuadra nada. Conjeturas. Sólo tenemos conjeturas, así que no comencemos a sacar conclusiones, ¿no os parece? —advirtió el inspector.

—¿Qué interés podían tener estos neonazis por la reliquia de San Pantaleón? —insistió Marc.

—De los que estamos aquí presentes, sólo éste —y el inspector señaló al muerto— pudiera contestarte —luego, mientras se sacudía el lodo que se había pegado a las suelas de sus zapatos, continuó—. Esa es una incógnita más que habrá que despejar para el esclarecimiento del caso.

Decidieron subir a la iglesia y telefonear al comisario Ortiz para darle cuenta de lo sucedido.

Al cabo de una hora se presentó la juez, acompañada de su secretario y del médico forense. La mujer era joven y se la veía muy preparada, sin duda de las últimas promociones de la carrera judicial. Vestía traje sastre oscuro, zapatos de punta y grandes tacones, inapropiados para escalera tan difícil. Mazeres y sus colegas volvieron a bajar al pasadizo subterráneo. El médico tardó poco en certificar la muerte y su causa y, con sólo levantarle los párpados, determinó la hora aproximada del deceso. La juez, después de la inspección ocular rutinaria, escuchar lo sucedido y haber anotado el secretario los datos pertinentes, ordenó el levantamiento del cadáver.

Mazeres, por su especialidad en sectas, había intervenido en casos de supuesta posesión diabólica. Algunos tan horribles que habían acabado en descuartizamientos atroces. Sin embargo, todos los casos, sin excepción, fueron materia de psiquiatras más que de exorcistas. El inspector ya hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que el Vaticano, en una sociedad que se le iba de las manos a marchas forzadas, cada vez más secularizada y descreída ("relativista" decía el papa y repetían en eco monocorde los cardenales, arzobispos y obispos del mundo entero), intentaba con todas sus fuerzas detener la debacle y por ello reivindicaba al Diablo, personaje mitológico imprescindible en la sistematización de su doctrina. Si de la noche a la mañana, —comentaba Mazeres cuando en privado surgían estos temas—, la gente perdiese el miedo y dejara de creer en el demonio y el infierno, ¿por cuánto tiempo perviviría la Iglesia? Respecto a los casos de satanismo, se reducían a gamberradas de pésimo gusto, salvajadas si se prefiere: pintadas del 666 en las tapias de los cementerios, profanaciones de tumbas y misas negras, que tenían más de lujuriosa orgía que de ritos blasfemos. A pesar de que el capellán había sugerido esa posibilidad, el inspector en ningún momento pensó que el robo de la reliquia de san Pantaleón fuese por esos derroteros. A pesar de todo, el muerto de la esvástica no acababa de acoplarse dentro de ninguno de sus esquemas.

Mazeres abandonó el monasterio, inquieto, convencido de que el robo de la Encarnación tenía connotaciones que se le escapaban. Más trascendencia de la que aparentaba a primera vista.

—Hay que hacer hablar a ese cadáver —se dijo, convencido de que ésa era la pista.