45
Mazeres acababa de recibir por correo electrónico la fotografía que José Corell, el epigrafista, había sacado del triángulo de Jorquera. "Aún no he podido descifrar el intrincado mensaje que contiene, pero estoy en ello", le comunicaba. Pensó el inspector que debía de hablar con el padre Méndez, Jorge y Marc, y ponerles al corriente de los descubrimientos que, por pura casualidad, tuvieron lugar en su viaje a Valencia y de todo lo demás referente al Opus. No podía demorarlo por más tiempo más. El día fijado para la reunión no había podido ser peor: el cielo, encapotado durante todo el día, se deshizo en un fuerte aguacero. Madrid quedó completamente colapsada. Llegaron con horas de retraso al monasterio de la Encarnación, lugar de la cita, donde el capellán les esperaba en su habitación.
—Ya pensaba que no veníais —les dijo, contento de volverles a ver.
Se sentaron alrededor de una pequeña mesa capilla situada a un lado de la habitación, entre dos ventanas opuestas. La lluvia seguía golpeando los cristales.
—Aquí estaremos mejor —les dijo el padre Méndez.
El inspector, sin pérdida de tiempo, entró en materia y les expuso con detalle los encuentros que había mantenido con el opusdeísta Sancristóval; del contenido de la cinta que aquél le había entregado; de la "clonatio Christi" que planeaba Sáenz de Olavarría; de los laboratorios del CIMA; de las doncellas que prestarían sus óvulos; de la madre virginal que estaban preparando...
Marc y Jorge escuchaban haciendo aspavientos mientras que el capellán ponía cara de total incredulidad.
—Como veis, el robo de la reliquia no fue algo improvisado; estaba planeado desde hacía mucho tiempo. Desde hace tiempo, en el más absoluto secreto, se trabajaba a marchas forzadas para llevar a término la clonación de Jesús.
—¿Sabe ese Sancristóval que nosotros vamos tras la reliquia? —preguntó el capellán.
—Lo sabe. ¿Qué se le ocultará al Opus? Y no sé si piensa que tratamos de impedirlo antes que sea demasiado tarde.
—¿Entonces —preguntó Marc, frunciendo la frente— para quién trabajaba el arzobispo Sutherland?
—¡Buena pregunta, muchacho! —reconoció el inspector— Ahí también nos despistamos —interrumpió el hilo de su discurso para abrir una digresión—. Según los últimos acontecimientos, me inclino a pensar que el Vaticano no ha tenido nada que ver en este asunto —a Marc le vino a la mente Muño-Fierro, tendido sobre su mesa en un charco de sangre y con la carta de El Papa en su mano, y de las elucubraciones que entonces hicieron sobre la posibilidad, casi certeza, de una pista vaticana—. El arzobispo Sutherland, que, como sabéis, investigaba en los archivos secretos de Pío XII, al enterarse por casualidad del documento nazi "Gott Mit Uns", se lo comentó a Sáenz de Olavarría. El Vaticano, pues, a mi entender, no tiene nada que ver. Es un plan solo y exclusivamente del prelatura o del prelado del opus.
—¿Se da, pues, por descartada la pista vaticana? —insistió Marc.
—Hasta lo que yo alcanzo, sí. Claro que todo este caso es muy vidrioso; nunca se sabe.
—Vidrioso, no. Aberrante. Nunca me lo hubiese podido imaginar —comentó Marc.
—Ese Sáenz de Olavarría debe ser un loco —exclamó Jorge—. Supongo que el Opus no le apoyará.
—El Opus es gente muy obediente y disciplinada y nadie cuestiona jamás al superior —el inspector dio su punto de vista—. Olavarría puede que sea un loco pero sabe muy bien lo que hace. Si nos hemos enterado es porque le fallaron sus propios sistemas de espionaje.
—¡Nada ni nadie es perfecto! —dijo el capellán.
—Otra cosa es que el plan le salga bien. Si queremos evitar todas estas excentricidades, hemos de recuperar la reliquia.
—Eso es lo que desde el principio nos propusimos, ¿no? —corroboró Marc.
—De haber sabido la deriva de los acontecimientos, no sé; pero ya estamos metidos en harina —dudó ahora el inspector y prosiguió—. Íbamos dando palos de ciego... Ahora, al menos, sabemos hacia dónde nos dirigimos. Contamos con la inscripción del triángulo de Jorquera que, según parece, es la clave que puede conducirnos al lugar donde Olavarría mandó esconder la reliquia de Himmler hasta que escampase el temporal.
—¿Jorquera?
—Tened un poco de paciencia. Os lo explico.
Sacó la foto a todo color del epigrafista Corell y se la dio para que se la fueran pasando. Les refirió su reciente excursión a Jorquera y cómo en la iglesia del pueblo, por puro azar, descubrieron ese misterioso triángulo de piedra con inscripciones sibilinas. Triángulo que reproducía el original de la iglesia de San Juan del Hospital de Valencia.
—Si he entendido bien —dijo Marc que seguía las explicaciones del inspector con el mismo interés que la trama de una novela policíaca—, tú supones que la reliquia está escondida en esa iglesia del Opus y que si desentrañamos esta inscripción podemos dar con el escondite.
—No es que yo lo suponga, sino que Carlos Sancristóval está convencido. Es él quien lo ha confirmado.
El inspector iba a exponerles la estrecha relación entre Sancristóval, Gómez de San Román y esa iglesia del Opus, cuando le cortó el capellán.
—Al observar esta inscripción y lo que cuentas —se dirigió a Mazeres—, pienso que yo también podría estudiarla y quizá resolver alguna de sus dificultades.
—De eso se trata —se alegró el inspector.
—¿Qué significado encierra esa frase? —se precipitó Marc a preguntar al capellán.
—De entrada, no tengo ni idea. Tendréis que darme tiempo... Sin embargo, podemos intentar una primera aproximación —el padre Méndez, con la fotografía en la mano, comenzó a dar explicaciones—. "Optantibus non difficilis", podemos traducirlo por "a los que lo deseen o a los que lo busquen no les será difícil"
—Pero ¿qué es lo que hay que buscar? ¿Qué cosa es ésa que no será difícil de encontrar? —preguntó Marc, adelantándose.
—No seas impaciente —le respondió el capellán—. Si lo supiéramos, ya habríamos descifrado el enigma. Debemos presuponer que quien reutilizó esa inscripción se refería a la reliquia.
—¿Y las letras del interior del triángulo? —insistió Marc.
—Ésas se las trae —el capellán dio un resoplido—. Es una mezcolanza de letras hebreas, griegas y latinas. No creo que Gómez de San Román las utilizase para sus planes. Yo apostaría a que la clave está en la frase latina "Vae alio glorianti" de la base del triángulo. Pero no estoy seguro.
—¿Qué significa? —preguntó Jorge.
—"Ay del que vanaglorie". Es un frase de san Pablo, apóstol.
—¿Todavía se conserva la inscripción original? —volvió a preguntar Jorge por simple curiosidad.
—La de Jorquera, sí —tomó la palabra el inspector—. La de San Juan del Hospital, no. Según me dijeron, la hizo desaparecer un cura del Opus porque creía que se trataba de una lauda masónica.
El padre capellán, después de su intervención, se había apoltronado en su sillón, abandonado sus gafas y la fotografía del triángulo encima de la mesa, y escuchaba con los ojos entornados. Bien sea por el monótono golpeteo de la lluvia sobre los cristales, bien por el tono bajo, inhabitual, en que se conversaba, se adormeció y poco después vinieron las cabezadas. Marc aprovechó esa pausa para comentar una noticia de actualidad.
—¿Os habéis enterado de que un tal Luigi Cascioli, que se proclama ateo, ha llevado a los tribunales a un sacerdote, miembro de la Iglesia Católica, por haber abusado de la credulidad de la gente, engañándola acerca de la persona de Jesús? Dice que el cura ha falseado la personalidad de Jesús y falsificado su mensaje.
—Muchos bemoles ha tenido el tío para hacer una cosa así —se sonrió, socarrón, Jorge.
—Los dogmas, parece que ha dicho el ateo —siguió Marc—, son una excrescencia de nuestra ignorancia que sólo la razón puede remediar. Lo bueno del caso es que un juez de Viterbo ha admito a trámite la denuncia.
—No me parece mal, aunque no creo que prospere la acusación —añadió Jorge—. ¡A ver cuándo la razón destierra tanta superchería! En nombre de la fe se comenten verdaderas atrocidades y alguien tendrá que decir ¡basta!, digo yo. Sin ir más lejos, ahí tienes al Opus que muchos consideran como una secta destructiva. Vosotros, que lo conocéis por dentro, sabréis.
—Si se lleva a la Iglesia ante los tribunales por tergiversar la verdad histórica de Jesús —comentó Mazeres—, imaginaos qué cabría hacer con quien lo intenta clonar para manipularlo en provecho propio.
El capellán debió de escucharles en su duermevela y no le hizo mucha gracia esta digresión Para impedir que la conversación no se precipitase por esos derroteros, se despabiló y sacó a colación un nuevo dato sobre la reliquia.
—Hace días que quería haceros partícipes de mis últimas investigaciones —les dijo—. Se trata de la inscripción griega de la cápsula de Himmler. Como recordaréis, monseñor Bergonzi y el arqueólogo Caprara llegaron a la conclusión de que la palabra aima (sangre) no pertenecía a la inscripción original sino que fue añadida con posterioridad. Según ellos el rotulito diría "De Jesucristo. Esm" sin referencia alguna al contenido del ungüentario. A mí, ¡qué queréis que os diga!, esa lectura me resulta extraña. Desde aquel día, no hecho sino consultar textos antiguos que pudieran arrojar algo de luz —hizo una pausa, ensalivó con su lengua los labios resecos y siguió—. Me he roto los cuernos por encontrar la interpretación correcta. No sé si la palabra aima (sangre) fue añadida con posterioridad, como defienden ellos, o pertenece a la inscripción original. A mi modo de ver ese dato importa poco; lo cierto es que está ahí.
—¿Sabemos por fin qué significado tiene ese apéndice enigmático que siempre va a rastras?
sm —el capellán se encogió una vez más de hombros—. Quizá algún día, cuando menos nos lo esperemos, se nos encienda la luz.
Se levantó y fue a la mesa de su despacho. De uno de sus cajones, sacó las fotografías que hiciera Jorge de la abrazadera dorada del relicario, y las puso sobre la mesa. El inspector estaba muy contrariado porque, primero Paloma y ahora el capellán, parecían entretenerse en cuestiones bizantinas y lo que hacían era entorpecer la línea de investigación.
—Usted dirá —dijo el inspector muy seco y excitado.
El capellán se quitó las lentes de medios cristales y las depositó con cuidado sobre la mesa. Juntó sus manos y miró hacia la Última Cena de Olot que tenía enfrente.
—Los que mandaron grabar el anillo debían de conocer el contenido de la cápsula. La palabra aima, ya figurase desde el primer momento ya fuese añadida con posterioridad, quizá no tuviese la acepción de "sangre" que nosotros le hemos dado.
—¡Eso sí que está bueno! —exclamó el inspector que se había puesto de pie y seguía sus explicaciones sin pestañear— ¡Si el relicario no contiene sangre de Cristo, no sé, pues, qué andaban buscando los del Himmler y los del Opus! No creo que se produzcan muertes por un frasquito lleno de viento.
—No te lo tomes a chacota —le dijo el capellán sin perder un ápice de su compostura.
—¿Pero no se da cuenta —le replicó en tono un poco brusco— de que en el supuesto de que el relicario no contenga sangre, todo cambiaría? ¡Explíquese!
Habían pasado meses y aún no se había llegado a conclusión alguna definitiva. El caso de san Pantaleón se eternizaba. Cuando creían vislumbrar el fin, el camino se bifurcaba, aparecían nuevas pistas: como ésa del cuadro de la Adoración de los Magos de El Bosco que defendía Paloma. El inspector se estaba volviendo cada vez más irascible. El padre Méndez escuchó el exabrupto del inspector sin perder la calma.
Aima —siguió con sus explicaciones mientras jugaba con sus lentes— en la literatura griega también suele emplearse en sentido analógico. En ese caso puede significar líquido rojo, como el jugo que se extrae de las uvas, las moras...
—¿No le parece que estamos rizando el rizo? —insistió Mazeres.
—No pierdas los nervios, muchacho —le contestó con flema. Tomó una hoja en la que estaban escritas unas notas y continuó—. En la versión de los LXX tenemos ejemplos de lo que digo. En Génesis, 49,11 leemos: "Él lava en vino su vestido y en sangre de racimos su manto". En Deuteronomio, 32,14: "Bebiste el vino, la sangre de las uvas". En el Libro de la Sabiduría, 39,26: "Las cosas indispensables para la vida del hombre son: el agua, el fuego, el hierro y la sal; la harina, la leche y la miel; el aceite, el vestido y la sangre del racimo"... Aquiles Tatius, escritor del sigo IV, habla del vino que representa la sangre de Cristo...
Después de leer estas notas, pues saltó otras al ver que Mazeres se paseaba inquieto por la habitación, concluyó:
—Viendo estas acepciones que se dan a la palabra griega aima, la lectura de la inscripción de la reliquia sería ésta:
aima iou cou sm
Vino de Jesucristo. Esm
Mazeres se quedó estupefacto.
—¿Vino de Jesucristo? ¿Me está diciendo que la cápsula de marras no contendría sangre sino vino? ¡Vino de las bodas de Caná o de la Última Cena! —dijo con sorna hiriente.
—Si mi hipótesis es cierta —prosiguió, imperturbable, el capellán—, la leyenda de José de Arimatea habría que leerla en otra clave. El cáliz de José de Arimatea no habría contenido sangre de Jesús sino vino.
—¡Vamos, hombre, lo que me faltaba! —exclamó el inspector—. Ahora resulta que, según usted, lo que José de Arimatea recogió en su cáliz fue vino.
—Bromas aparte —dijo Jorge, preocupado—, si la tesis del padre Méndez se confirmase, la investigación que estamos siguiendo no nos sirve de nada. Hemos errado el camino y corrido tras unas pistas falsas. En resumen, hemos perdido el tiempo como unos memos.
—Ahora si que estoy completamente despistado —exclamó Marc.
—No sólo nosotros hemos perdido el tiempo —agregó casi airado el inspector—, sino el prelado del Opus, Sáenz Olavarría —y continuó enumerando los cosas absurdas que, a su entender, se seguirían de esa hipótesis—. El robo de la reliquia quedaría sin móvil o con un móvil tan baladí que no podría justificaría las muertes que ha costado. Los documentos nazis y los del Vaticano, sin sentido... ¿No le parece demasiado fuerte que una mera hipótesis tumbe todo eso?
El capellán, que había puesto su inteligencia, voluntad y tiempo al servicio de la causa, se sintió molesto por sus impertinencias y pidió a Mazeres moderación.
—Lo mejor que podemos hacer —volvió el inspector a su tono amable, rectificando su proceder—, es encontrar con toda urgencia esa ampollita. Es el único modo de salir de dudas de una vez por todas.
El padre capellán miró sin ningún disimulo su reloj, recogió en silencio las fotografías que estaban esparcidas sobre la mesa, las puso dentro del sobre, se levantó sin abrir la boca y las guardó en su cajón; a Mazeres le entregó la del triángulo de Jorquera.
—No, no. Quédesela usted, a ver si logra esclarecer el misterio de ese triángulo.
—¿Tanta importancia tiene? —preguntó el capellán con cierto retintín.
—Es la clave que nos puede llevar al lugar donde escondieron la reliquia —le respondió el inspector—. Por el lugar que se supone que esa inscripción ocupó al principio y por el posible uso que le dio Gómez de San Román, me atrevería a afirmar que es la clave que nos puede llevar al escondite secreto de la reliquia. El tiempo lo dirá.