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Las huellas dactilares del muerto no coincidían con ninguna de las miles y miles que la policía guardaba en sus archivos. Por esa vía, los nuevos encargados del caso no habían llegado a conclusión alguna. Decidieron probar con la pista de la mosca. Visitaron los establecimientos de tatuaje de Madrid, y el resultado obtenido no fue alentador. En honor de la verdad hay que decir que tampoco pusieron demasiado interés en la búsqueda. En ese impasse, les llegó de los laboratorios policiales un nuevo dato. En el fondo de uno de los bolsillos del pantalón del muerto se había encontrado un minúsculo trozo de papel arrugado y descolorido, hecho un engrudo. Los jeans, con toda evidencia, habían sido lavados con aquel papel dentro. A pesar de las condiciones pésimas en que se encontraba, aún se pudo reconstruir en parte y salvar algunas letras:
COR A.
Ti 492
Com 3470
Dada la composición y dimensiones de la tira de papel, caracteres tipográficos, tinta empleada etc., los funcionarios del laboratorio no tuvieron la menor duda. Se trataba de un ticket de compra. No les resultó difícil recomponerlo y suplir las faltas:
Ticket 03/564492
Comercio 42473470
Después de unas someras averiguaciones, llegaron a la conclusión de que el ticket correspondía a la compra de unos pantalones, quizá los mismos que el muerto llevaba puestos y en los que el ticket había aparecido. La operación había sido realizada meses atrás en unos de los grandes almacenes que esa empresa tenía en Valencia. Para los inspectores el dato importante no fue la tienda ni el objeto de la compra, sino la ciudad. Quizá en esa ciudad se hizo tatuar la mosca; y allí se trasladaron. Dedicaron varios días a peinar la capital y poblaciones limítrofes, visitando todos los establecimientos de tatuaje. Cada noche regresaban al hotel con las manos vacías. El repetido fracaso les desanimó y a punto estuvieron de abandonar las pesquisas. Cuando apenas faltaba explorar los últimos locales de la lista, les sonrió la suerte. En el primer establecimiento que visitaron aquel jueves, pudieron leer en el dintel de enrevesada caligrafía, Tattoo. En un lateral de la desconchada pared, ya en letras de molde, se especificaban los servicios que se ofrecían en su interior: Tatuajes, Piercing y Micropigmentación Realizados por un Profesor Nacional e Internacional. 30 años de experiencia. Spanish, Frenchs & English spoken. El local estaba situado en una estrecha callejuela del Carmen, célebre barrio del casco antiguo, no muy lejos del Museo del mismo nombre. Nadie diría, al ver la afeada fachada del establecimiento y la cochambre de las casas adyacentes, que allí ejerciese su oficio uno de los más reputados tatuadores, con renombre dentro y fuera de nuestras fronteras.
En el pequeño vestíbulo de la entrada, unos muchachos con cazadoras de cuero de las que colgaban los más disparatados objetos repasaban el repertorio de dibujos de que disponía la casa. Se les quedaron mirando. Les atendió una chica, de pie detrás de un minúsculo mostrador. Se identificaron, le expusieran el objeto de su visita y le mostraron una fotografía del muerto de la Encarnación. La tomó ella y pasó al interior. Los inspectores, mientras esperaban, ojearon los catálogos, similares a los que ya habían visto en otras partes. La pared de detrás del mostrador era un gran espejo de ésos que hay en las dependencias policiales que sirve para que se pueda examinar a los detenidos desde el otro lado. De la trastienda llegaba el ruido silbante de las pequeñas máquinas. Con toda naturalidad, para dar la sensación de que no se sentían observados, se miraron al espejo y recompusieron el nudo de sus corbatas.
—El jefe me ha dicho que en estos momentos está a mitad de un trabajo y no les puede atender —les dijo la dependienta y les entregó una tarjeta de la casa—. Si no les importa, telefoneen más tarde para concertar una entrevista.
—¿Por quién hemos de preguntar?
La chica, que era zurda, escribió con su mejor caligrafía.
—Heemskerck; Joseph Heemskerck —deletreó en voz alta— Y ése es su teléfono particular.
—Un poco difícil de pronunciar. ¿Alemán?
—No. Holandés.
Aquella misma tarde, a la hora concertada, los agentes se presentaron en la casa de Joseph Heemskerck. Fue él mismo quien se puso al telefonillo y les abrió la puerta. El tal Heemskerck, joven de treinta y pocos años (al menos esos aparentaba), tez blanca y ojos azules, cabeza afeitada, mediría alrededor de uno noventa y, contra lo que habían imaginado los inspectores, no se le veía tatuaje alguno. Desde el primer momento se mostró simpático y acogedor, y les causó muy buena impresión.
—Ustedes son los de "la mosca" —les recibió con una sonrisa.
El apartamento, antiguo, de techos altos y paredes pintadas cada una de un color, era grande, desgarbado y con pocos muebles. Pronto dedujeron, por el descuido reinante, que su anfitrión vivía solo y que el orden no era una de sus virtudes. El salón, al fondo del pasillo, donde les condujo, tenía un balcón con persiana enrollable que daba a la plaza Redonda. Desde allí se veían los tejadillos de los tenderetes, dispuestos en círculo perfecto alrededor de la fuente. A aquella hora, la plaza, tan bulliciosa por las mañanas, estaba silenciosa y solitaria. Sólo de cuando en cuando les llegaba el sonido de las campanas de san Martín o de santa Catalina, iglesias cercanas.
—Ustedes dirán —dijo, señalándoles el sofá a la vez que ahuyentaba al gato que, sentado en lo que a todas luces era su lugar habitual, se estaba mordiendo o cortando las uñas de sus garras traseras—. ¡Fuera, Belcebú!
—¿Belcebú? —repitió uno de los agentes.
—Sí, Belcebú, el señor de las moscas, que eso es lo que significa.
—¡Qué coincidencia! ¿Verdad?
—Cierto —se sonrió Joseph Heemskerck.
El gato negro miró desafiante a los intrusos a través de la rendija de sus pupilas, les mostró los dientes, empinó la cola, se le erizaron los pelos y huyó, dando un maullido desagradable.
—Por lo visto, no le hemos caído bien.
—Los animales tienen reacciones inexplicables —disculpó el tatuador a su gato—. Belcebú ha sido siempre muy cariñoso con las visitas, incluso pegajoso por las familiaridades que se toma. También tienen sus manías. Por lo que veo, ustedes no le han caído bien. No sé qué habrá olisqueado.
Después de este incidente, volvieron a la causa de su visita.
- Pues verá —dijo uno de los agentes—. Como usted se habrá enterado por los periódicos, hace unos días apareció un hombre muerto en el monasterio de la Encarnación de Madrid. Muerto en extrañas circunstancias.
—A decir verdad —le interrumpió el tatuador—, no me intereso por las páginas de sucesos.
—Bien es cierto que los medios de comunicación —prosiguió el agente— no han dado mucha publicidad al caso, lo cual es de agradecer. La jueza por razones obvias había decretado el secreto del sumario y nosotros, por nuestra parte, no queríamos que la prensa divulgase nuestras pistas. Así y todo, se han producido filtraciones —hizo una leve pausa—. Entre los datos que manejamos, está el de su tatuaje.
—¡La mosca!
—Así es, la mosca. Lo cierto es que no sabríamos decirle con exactitud qué es lo que buscamos.
—Pero, como dice el refrán —le interrumpió su compañero—, tirando del hilo se saca el ovillo.
—Hemos pensado —continuó el primer agente, enseñándole de nuevo la fotografía— que, puestos a investigar, ésta puede ser una pista, tan buena como otra cualquiera. ¿A usted qué le parece?
—No soy yo experto en estos asuntos.
—¿Qué dará de sí esta "mosca"? No lo sabemos.
El tatuador, que se había sentado en un puff frente a ellos, se levantó y se llevó consigo un cenicero de cristal colmado de colillas. Desde la cocina preguntó:
—¿Un güisqui? —y, como negasen con la cabeza, añadió—: Están de servicio, claro. Pero si beben, yo no lo voy a chivar a nadie.
En la pequeña mesa de cristal que había delante del sofá el tatuador colocó tres vasos, la botella y el cenicero limpio. Se sirvió un güisqui doble, que acabó de un solo trago, y encendió un winston.
—Sí, señores, yo hice ese tatuaje —y echó una gran bocanada mientras miraba con detención la fotografía—. Aún conservo la ficha de ese servicio —y dejó sobre la mesa la cartulina que se había traído de su estudio—. Tengo por costumbre abrir un pequeño historial a cada uno de mis clientes; nunca se sabe. Anoto la clase de dibujo que les hago, tanto si es mío como si me lo proporcionan ellos, y la parte del cuerpo intervenido. La piel, no hace falta que se lo diga, no es igual en todo el cuerpo, unas partes son más delicadas que otras, y también varía de unas personas a otras, ¿saben? No se puede aplicar el tratamiento de manera indiscriminada. A cada uno, el suyo.
—¿Y usted registra todas esas circunstancias? —le interrumpió uno de los visitantes.
—Como ustedes comprenderán, un tatuador es algo así como un cirujano, y debe cubrirse bien las espaldas, además yo tengo suscrito un buen seguro. A veces, hay fallos, y no por culpa de uno, sino de los mismos clientes que no te manifiestan sus enfermedades o alergias; y pueden surgir problemas de coagulación. Por cualquier razón, te pueden montar un pollo... Con las fichas bien escritas y detalladas, uno siempre tiene más defensa. En el caso del tatuaje de la mosca, no necesitaba consultar la ficha. Recuerdo muy bien ese tatuaje y la cara del individuo. Aunque no me resulta fácil identificarlo ahora en esa fotografía de ustedes. Entonces llevaba barba recortada y un fino bigotillo. Era holandés, como yo...
—¿Holandés?
—Holandés, como yo —repitió el señor Heemskerck y, después de echar otra bocanada al techo, reemprendió el relato—. Verano del 2003, mes de julio como dice la ficha. Se presentó en mi establecimiento un chico joven, de veintipocos años, puede que en realidad tuviese más. Alto, rubio, apuesto, con un bigotillo, bozo más bien, que subrayaba un labio superior carnoso, con una barbilla muy cuidada, ojos de azul marino... Uno de esos jóvenes que a veces te tropiezas en una cafetería, en el sitio más inesperado, y su belleza casi femenina te perturba, te atrae como si fuese una mujer, ustedes me comprenden, ¿no? Algo así como esos efebos que inmortalizaron los artistas griegos o Miguel Ángel.
—Señor Heemskerck... —le interrumpió uno de los agentes con la intención de pedirle concisión.
—Llámenme Joseph.
Los agentes, impacientes, se removieron en el sofá.
—Me preguntó en inglés —continuó el señor Heemskerck— si podía tatuarle el dibujo que traía consigo. Y me mostró un dibujo de una mosca, igual, igual que ése. Yo, sonriendo, le contesté que sí en holandés.
—¿De dónde eres? —me tuteó sorprendido.
—De Diemen, le contesté —Y les aclaró—. Diemen es un pueblo muy cerca de Ámsterdam. A partir de ahí mantuvimos una agradable conversación, hablando de cosas propias de compatriotas que se encuentran en el extranjero. ¿Qué haces tú por aquí? Pues ya lo ves, lo mismo que hacía allá: tatuando a la gente. ¿Y qué haces tú en Valencia? Me dijo que era restaurador de obras de arte y que el Rijksmuseum lo había mandado en comisión de servicio para colaborar en la restauración de un cuadro atribuido a El Bosco que poseía el museo de Valencia...
—¿Trabajó, pues, en el Museo de Bellas Artes de aquí? —preguntó interesado uno de los policías.
—Sólo puedo decirles lo que él me dijo; yo nunca lo comprobé —se detuvo y se volvió al oír un ruido que procedía de la pequeña cocina. El gato, moviendo acompasado el rabo como si se tratase de un escobillón del parabrisas, les espiaba desde allí—. Miré con detención el dibujo de la mosca y le pregunté si lo había sacado de alguna naturaleza muerta de las muchas que hay en el Rijksmuseum. ¿De Hans Bollogier, por casualidad?, le pregunté. Yo recordaba su cuadro "Bloemenstilleven". Un gran jarrón con tulipanes sobre una mesa; en ese bodegón aparecía un gusanillo con la cabeza erguida, un caracol y una pequeña lagartija... No estaba seguro si el artista también había pintado alguna mosca. El joven negó con la cabeza. Ah, ya sé, le dije, ésta es la mosca que aparece en el bodegón de Jan Brueghel de Oude, el que tiene una mariquita posada sobre una gran hoja verde. No, no van por ahí los tiros, me contestó y, después de hacer un pequeño suspense, añadió: El dibujo de esta mosca está sacado del Tríptico de la Pasión de El Bosco que estamos restaurando. En la tabla derecha, la de la Flagelación, un sayón lleva una mosca pintada en su rodilla, como ésta. Eso es lo que me dijo. Picado por la curiosidad, tiempo después, fui al museo y encontré esa mosca en el cuadro de El Bosco que me había dicho.
El gato, desde que lo habían destronado, estaba inquieto; no hacía más que maullar y dar vueltas alrededor de los policías con su rabo tieso y su lomo al acecho, como buscando el modo de reconquistar la posición perdida. De improviso, cuando creyó que había llegado el momento oportuno, dio un salto sobre el agente de más edad, clavándole sus uñas. Éste, como pudo, se lo echó de encima.
—Fuera, fuera, Belcebú —gritó el tatuador y lo amenazó con el cinturón. El animal, como la otra vez, les miró con sus ojos fluorescentes y se marchó echando bufidos— El hombre de la mosca, llamémosle así para entendernos —volvió el señor Heemskerck al tema de la conversación y, sin necesidad de mirar la ficha, les dijo—, se llamaba Pieter Breitner.
—¡Pieter Breitner! —repitieron a la par los agentes y uno de ellos sacó su libretita y tomó nota.
La revelación de la identidad del muerto les alegró mucho, y no pudieron evitar traslucir esa impresión. El tatuador debió de pensar que también él merecía una gratificación y que un trago de güisqui era su mejor recompensa; y eso es lo que hizo.
—Así está mejor —dijo, dio un chasquido con su lengua y encendió otro cigarrillo—. Al ver esta mañana la foto de la mosca, no dudé de que se trataba de Pieter Breitner, mi compatriota. Pero no es esa fotografía la que me lo ha recordado. Tengo otros motivos para que su cara y su nombre se me hayan quedado grabados con mayor consistencia que el tatuaje que le hice: su belleza —los agentes se miraron, sorprendidos—. Su belleza, sí; como ya he dicho, me dejó huella. Cierro los ojos y lo estoy viendo. Si se me quedó grabado fue por su belleza ambigua y por lo extraño de su encargo: ¿Quién viene pidiéndote que le tatúes una mosca de El Bosco y que se la tatúes ahí? Yo he hecho tatuajes en todas las partes del cuerpo: en el rostro, en el lóbulo de la oreja, en los glúteos, alrededor del ombligo... sin embargo, era la primera vez que me pedían un tatuaje ahí, justo donde arranca el miembro. ¡Qué herramienta, Dios mío, nunca vi cosa igual, una verdadera joya! —como viese que a los agentes no les había gustado el comentario, moderó la fogosidad de sus expresiones y siguió—: Tengo otros casos raros que no se me olvidarán nunca. Recuerdo uno que me sucedió en Ámsterdam. Un día vino a mi estudio una mujer italiana, bellísima, de curvas impresionantes, tendría unos cuarenta años muy bien llevados. Se empeñó en que le tatuase una cobra con su legua bífida amenazadora. Ya saben, la cobra es un símbolo fálico. Tenía que ser algo terrible y excitante. Eso estaba dentro de lo normal. Lo extraño fue cuando, para localizar el lugar idóneo del tatuaje, hizo que me desnudara y la montase por detrás a fin de que yo mismo determinase el punto de sus nalgas donde debía grabarlo, de modo que, al verlo, aumentase el ardor sexual de sus amantes. Y se lo hice, claro que se lo hice, pero fueron necesarias muchas sesiones... —se rió descaradamente— Cuando Pieter se miró en el espejo, quedó muy satisfecho de mi trabajo. A partir de ese momento, no diré que nos hiciésemos amigos, pero venía alguna vez a verme y charlábamos. Un joven de belleza perturbadora; sí, señores.
—¿Y no le preguntó usted qué significaba ese tatuaje y por qué lo quería precisamente en ese lugar?
—No; un buen profesional trata de complacer a su cliente pero no pregunta, debe morderse la lengua y no dejarse llevar por la curiosidad. Más adelante, cuando hubo confianza entre nosotros, me habló mucho de los Hermanos del Espíritu Libre, hermandad secreta a la que perteneció El Bosco y para la que pintó la tabla de El Jardín de las Delicias... Se le iluminaba el rostro cuando hablaba de ese tema. Supuse que el tatuaje de la "mosca" podía ser la contraseña de los miembros de esa secta.
—¿La secta del Espíritu Libre? Nunca oí hablar de ella.
—Tampoco yo.
—¿Pertenecía Pieter a esa secta?
—No sabría responderles —respondió.
Como viera el señor Heemskerck que los agentes iban apretando más y más en sus preguntas, se sintió acosado.
—Yo me limité a escucharle, sin hacerle preguntas —dijo—. Tampoco me interesaba el tema... Les he dicho todo lo que sé. Pieter siempre me pareció un buen muchacho; con mucha imaginación y puede que demasiada fantasía.
Por la manera de hablar el señor Heemskerck, su relación con Pieter Breitner había sido algo más que la normal con un cliente, y el güisqui, sin lugar a dudas, le había avivado agradables recuerdos.
Al fin, los agentes pudieron regresar a Madrid no con demasiados datos pero sí con algo positivo en sus manos. El señor Heemskerck les había revelado la identidad del muerto y, sin pretenderlo, también había destapado otras incógnitas inquietantes.