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El lunes a las seis de la mañana sonó el teléfono con insistencia. El sueño de Mazeres era tan profundo que no lo oyó. Lo descolgó Paloma.

—Despierta, Julián. Te llama el inspector Álvarez —le zarandeó.

—¿El inspector Álvarez? —se sorprendió.

El domingo, Paloma y Mazeres habían pasado el día en la sierra con unos amigos, habían regresado tarde a casa y disfrutado de una noche loca, quizá para arrojar de encima la angustia que el inspector había traído de Pamplona.

—¿Que han encontrado muerto al capellán de la Encarnación?

El tal Álvarez debía de hablarle desde un móvil con poca cobertura, o el inspector Mazeres andaba aún medio dormido, pues no se enteró muy bien.

—¿El padre Mëndez? —se lo hizo repetir.

Saltó de la cama desnudo como estaba, puso los pies en el suelo y por tercera vez escuchó con incredulidad lo que le decían. Sin ducharse, sin afeitarse, se vistió a toda prisa mientras Paloma le preparaba una taza de café bien cargado que se bebió de pie, en la cocina.

En el trayecto, recordó la primera vez que le llamaron a una hora intempestiva como aquélla para notificarle el robo de la Encarnación. Vio, como si los tuviese delante, al holandés Pieter muerto en el pasadizo, a Muño-Fierro asesinado en su propia casa, sobre su mesa de despacho.

—¡Cuánta cola está trayendo la condenada reliquia! —se dijo, mientras cubría a grandes zancadas el corto trecho que le separaba del monasterio.

Apostado en la puerta, había un policía que le abrió paso al enseñarle su placa. Subió a los aposentos del capellán sin necesidad de que nadie le indicase el camino. El padre Méndez estaba maniatado a su sillón. La cabeza vencida sobre su pecho, la cara amoratada, los ojos desorbitados. Pronto supo que el inspector Mauricio Álvarez, mucho más joven que él, iba a ser quien llevase el caso. En aquel momento, ya estaba dando órdenes.

—¿Has sido tú quien me ha llamado? —Mazeres lo dio por supuesto, se saludaron y siguió— ¿Qué ha pasado?

—Pues ya lo ves, muerto —le respondió escueto.

—¡Asesinado!

—El padre Méndez —pasó a informarle a continuación el inspector Mauricio Álvarez— celebraba la misa cada día a las seis de la mañana con puntualidad alemana. En los muchos años que llevaba ejerciendo de capellán, jamás se había retrasado. Por eso, esta mañana, la hermana se preocupó cuando no lo encontró en la sacristía. Esperó cinco minutos, diez, un cuarto de hora y él sin aparecer. Las monjas del coro se pusieron a cuchichear, nerviosas. Se habrá dormido, pensaron; aunque sería la primera vez. La priora mandó a la sacristana a buscarle a la habitación y se encontró con este cuadro.

Mazeres conocía muy bien esos aposentos, mínimos como una casa de muñecas y limpios como una patena. Hoy, sin embargo, todo estaba revuelto, patas arriba. El despacho, su alcoba, el aseo. Libros y papeles por los suelos. Incluso habían removido la Última Cena de escayola que colgaba de la pared. Mazeres tuvo que templar sus nervios para que sus sentimientos no le traicionasen.

—¿Robo? —pregunta de rutina.

—No parece que falte nada —respondió el inspector Álvarez—. La monja me ha dicho que el capellán no poseía cosas de valor.

—¿Entonces?

—No sé, parece que ha pasado como la otra vez —dejó caer su colega.

—¿Cómo la otra vez?

—Cuando el robo de la reliquia de San Pantaleón —precisó Mauricio Álvarez, pero se adivinaba que no conocía en todos sus complejos intríngulis aquel caso—. Entonces tampoco se llevaron nada de valor. Tú lo sabrás mejor, puesto que interviniste en el asunto.

Mazeres no le respondió. Se acercó al capellán al que ya le habían sacado multitud de fotografías desde todos los ángulos.

—¿De qué ha muerto? —preguntó Mazeres.

—De asfixia; eso es lo que ha dicho el forense; claro que habrá que esperar a la autopsia. El padre Méndez sufría de bronquitis crónica y además estaba constipado. El resfriado de vías altas le taponaba la nariz por completo. Sin duda el susto que le dieron le produjo un ataque de nervios. El constipado, los nervios, la bronquitis, todos esos factores sumados han hecho que, al sellarle la boca con cinta adhesiva, no haya podido respirar.

—¡Muerte cruel! ¿A qué hora se calcula que sucedió?

—Ayer, a las diez de la noche poco más o menos.

—¿Motivo del crimen? —repitió Mazeres.

—No está claro, como ya te he dicho; pero parece que el robo queda excluido.

—Con todo este zafarrancho, algo buscarían, digo yo —insistió Mazeres.

Como su colega se encogiese de hombros, prosiguió preguntando.

—¿Por dónde han entrado?

—Eso es lo curioso. No ha sido forzada puerta ni ventana alguna.

—¿Quieres decir que el ladrón estaba dentro?

—A primera vista, eso parece.

Los dos inspectores se apartaron de la silla donde, maniatado, permanecía el muerto y se acercaron a la ventana que daba al huerto de las monjas.

El padre capellán —trató Mazeres de echarle una mano a su colega— estaría trabajando en esos papeles con toda seguridad —señaló los que aún quedaban sobre la mesa— cuando fue sorprendido por el ladrón o ladrones que le asaltaron. Pero, ¿por dónde entraron? La primera vez, cuando el robo de la reliquia, lo hicieron por el pasadizo secreto que unía el monasterio con el alcázar real. ¿Habéis mirado por allí?

—El pasadizo, precisamente, se tapió a raíz del robo de la reliquia.

—Puesto que no hay puerta ni ventana forzadas y el pasadizo está bloqueado, el ladrón, necesariamente, debía de estar dentro. O alguien le franqueó la entrada.

—¿No pensarás en las monjas?

—No soy tan cretino —le respondió, ácido, Mazeres y siguió hilvanando con mucha seguridad una hipótesis—. Sólo se me ocurre una hipótesis.

—¿Cuál? —se extraño el inspector Álvarez de que Mazeres hubiese trabado una teoría con tanta rapidez.

—El asesino —expuso Mazeres su hipótesis— tuvo que haber asistido a la misa vespertina del domingo, haberse escondido en algún rincón de la iglesia, en el confesonario, por ejemplo... Y, después de la misa, cuando la gente hubiese abandonado el templo, subir hasta los aposentos del padre. Desde la sacristía. El asesino debía de conocer muy bien todos los recovecos de este convento.

—Tan bien como tú —murmuró el inspector Álvarez entre dientes.

—¿Soy sospechoso?

—Era una broma —y añadió—. Según tú, el criminal debía de ser una persona cercana, próxima. Vamos, que habría que investigar entre los fieles asiduos a este monasterio.

—Por ahí, creo yo, que deben ir los tiros.

En un primer momento, el inspector Mazeres barajó la hipótesis de que este nuevo caso de la Encarnación guardase relación con la reliquia de San Pantaleón, pero la desechó enseguida ya que los datos sugerían otros derroteros; sin embargo nada de todo eso manifestó a su colega.

—Sé que tiempo atrás —se sinceró Mauricio Álvarez en un aparte— interviniste en el robo que se produjo en este mismo monasterio y que, ignoro por qué motivos, te apartaron del caso. Pensé que, ahora, podrías echarme una mano. Extraoficialmente, claro está.

—¿Para esto me hiciste levantar de la cama? —fingió enfado.

—¿Crees que esta muerte guarda relación con aquel robo? —preguntó el inspector Álvarez sin dar importancia a la protesta de su colega.

—¿Tú qué opinas? —le devolvió la pelota.

El otro no respondió. Mazeres no conocía a fondo a Mauricio Álvarez; las referencias que tenía de él tampoco eran malas. De entrada, no era un muchacho que le cayese mal pero no era cuestión de entregarse a la primera, así que procuró tantearlo.

—Habría mucho de qué discutir sobre el caso de la reliquia de san Pantaleón que se saldó con muertes sin aclarar. No sé si algún día se aclararán —Mazeres improvisó una confidencia ambigua con la intención de establecer una cierta complicidad con su colega— En mi opinión, se le dio carpetazo demasiado pronto, con demasiada prisa.

—Los de arriba —le interrumpió el otro— tienen "razones" que a nosotros se nos escapan. Quien manda sabe lo que se hace.

—Es todo lo que puedo decirte —se retrajo Mazeres.

—Creo que no has captado que mis palabras las he dicho con segundas —la confesión de Álvarez parecía sincera—. ¿Por qué se le dio carpetazo al caso? ¿Quién lo ordenó?

—Carpetazo, carpetazo, no —rectificó Mazeres, que había conseguido inquietar a su colega—. Pero, como tú bien sabes, hay asuntos que se echan al fondo del cajón y se olvidan, o se pudren, o prescriben. Es como si se archivasen.

—¿Insinúas que el comisario Ortiz actuó con prevaricación?

—No, no. Yo no he dicho eso. ¡Válgame Dios! Pero ¿no te parece un poco rara su actuación?

Ambos se parapetaban detrás de palabras, a veces ambiguas, y se tanteaban con precaución a la espera de que fuese el otro quien primero descubriese sus cartas. Sus miradas, sin embargo, hablaban alto y eran difíciles de disimular.

- Cui prodest? —preguntó Álvarez con picardía.

—Esa es la cuestión, ¿A quién aprovecha el archivo del caso? Averígualo tú, si tienes... —se zafó Mazeres y añadió—: Sepas que nunca hubo ni habrá pruebas ni las encontrarás sobre esos muertos que digo.

—Eso son palabras mayores.

—Así están las cosas.

—Pero tú tendrás formada opinión.

—Opinión, sí; pero me la reservo. Pruebas, hechos demostrables, no. Todo lo relacionado con el caso de la reliquia de san Pantaleón es muy confuso, muy embrollado. Demasiados hilos para un solo ovillo. Como comprenderás, no iba a dedicarme a investigar por mi cuenta un caso del que fui apartado.

A Mauricio Álvarez lo reclamaron sus hombres, momento que aprovechó Mazeres para desenvolverse con mayor libertad y ojear por su cuenta. Encima de la mesa, alrededor de la cual los "pantaleones" tantas veces se habían reunido, había cientos de papeles revueltos y unos habían caído al suelo. Mientras los agentes andaban ocupados tomando huellas, recogió uno con disimulo.

—¡El triángulo de Jorquera! —se dijo entre sorprendido y curioso. Sin pensárselo dos veces, se lo metió en el bolsillo— ¡Qué caramba, este papel es mío; se lo entregué yo!

Días después de la muerte del capellán, Mauricio Álvarez se presentó en el despacho de Mazeres y con gran misterio cerró la puerta detrás de sí.

—No andabas desencaminado —le dijo sin más preámbulo—. La declaración de una testigo refuerza tu sospecha —Como viese que Mazeres, azorado, no caía en la cuenta, le explicó—. Te hablo del caso del capellán de la Encarnación. Una parroquiana del monasterio, que aquel domingo asistió a la misa vespertina, ha declarado que vio a un señor arrodillarse en el confesonario del padre Méndez. Dos cosas despertaron su curiosidad: una, que no era muy frecuente que un hombre se confesase, y menos por la parte delantera; otra, que a ese individuo y a su compañero nunca los había visto por allí. Comulgaron, según dijo. Después de la misa, los dos entraron en la sacristía y ya no los vio salir; y eso que ella fue la última en abandonar la iglesia. Supuso que eran amigos del capellán y que habrían subido con él a sus habitaciones. Como no llevaba las gafas, no ha podido facilitarnos una descripción muy precisa de los individuos. Eran hombres bien parecidos, fuertes, los dos vestían de oscuro, rondarían los cuarenta. No obstante, se atrevió a asegurar que olían a colonia cara. Durante los oficios se les vio muy devotos —Álvarez se detuvo un instante y añadió—. Este relato encaja con los datos que ya nos había facilitado la monja sacristana. Según ella, a poco de acabar la misa, el capellán la llamó desde su habitación por el telefonillo para decirle que no bajaría a cenar. Cosa que no le extrañó porque los domingos, dado que el almuerzo era más copioso, el padre Méndez solía comer alguna fruta de las que ella siempre le dejaba en sus aposentos.

Mazeres tenía muy fresco lo que había visto en la clínica de Navarra e, influido por aquellas circunstancias, pensó que quizá la misma mano negra estaba detrás de la muerte del capellán, pero se cuidó mucho de compartir esa sospecha. Antes de marcharse, ya de pie, Mauricio Álvarez, añadió:

—Han aparecido tus huellas y las de Jorge Sebastián y Marc Cucurull en la habitación del capellán. ¡Por todas partes!

Mazeres ni se sorprendió ni se puso nervioso.

—¿Quieres empapelarnos como sospechosos? —respondió con zumba— Lo extraño sería que no hubiesen aparecido.

—¿Me estás vacilando? —le dijo Álvarez

—Siéntate un momento que, aunque sea por encima, te lo cuento.

El inspector Mazeres, con la brevedad que le había dicho, le hizo un repaso del caso de la reliquia desde que la robaron hasta la muerte del capellán, para acabar así:

—El padre Méndez y monseñor Bergonzi, bibliotecario del Vaticano, nos estaban ayudando a descifrar este galimatías. Así que, si quieres, nosotros te echamos una mano a condición de que tú no abras la boca sobre lo nuestro.

Al pobre Álvarez, le venía grande el caso.