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A la luz del misterioso e indescifrable triángulo que por casualidad habían descubierto en Jorquera y, más aún, después de la reciente visita a San Juan del Hospital, pensó Mazeres que la palabra enigmática de Gómez de San Román, "difficilis", podía tener algún sentido.
El lunes, lo primero que hizo fue telefonear al opusdeísta Carlos Sancristóval. Después de ponerle en antecedentes de su viaje a Valencia y de su visita a la iglesia de San Juan del Hospital, propiedad del Opus, pasó a tratar el asunto que tanto le preocupaba; y concertar una nueva cita.
—Me parece que la palabra "difficilis" que empleó Gómez de San Román —le adelantó, excitado— forma parte de la inscripción de una lauda que hubo en San Juan del Hospital de Valencia. En mi opinión, Carmelo la pudo utilizar como clave hermética de una cámara secreta o algo por el estilo que hay en esa iglesia. Queda mucho camino por andar pero es lo que tenemos.
—¿De qué me hablas? —Sancristóval tardó bastante en situarse y comprender lo que le decía; exclamó al fin— ¡Ah, ya! Esto no es para hablarlo por teléfono. Será mejor que lo discutamos cara a cara. ¿Por qué no vienes a la residencia? Vivo en "Badiel".
No esperaba el inspector tener tanta suerte.
—Ya sé, ya sé. Calle Pastor, entrada por la calle Olivos.
Mazeres conocía por referencia la residencia madrileña del Opus donde Sancristóval le citaba. Era una edificación nueva levantada en el mismo lugar donde estuvo el chalet y la consulta de un conocido médico. Le abrió la puerta una doncella elegantísima de uniforme negro y cofia blanca que al inspector le recordó a Amapola, la protagonista de una desgarradora historia que había leído en opuslibros.org. La casa, decorada con gusto exquisito, conjugaba la suntuosidad de sabor antiguo con el confort moderno. En el amplio recibidor, lo primero que se echó a la cara fue otra estatua de bronce dorado de tamaño natural de Escrivá con dos ángeles a sus pies: uno de ellos con un libro abierto que decía: «si exaltatus fuero a terra, omnes traham ad meipsum». Mientras esperaba a que Sancristóval saliera a recibirle, Mazeres estuvo curioseando. Ni una pizca de polvo. Nada fuera de su sitio. ¡Todo perfecto, como le gustaba al Padre!, pensó. Por fin llegó el amigo. Se estrecharon las manos. Sancristóval fue correcto pero poco efusivo, como si se sintiera incómodo de recibirle en aquel lugar.
—¿Qué significa esa inscripción? —se apresuró a preguntarle Mazeres, después del breve saludo, y señaló al ángel del libro.
Por el modo como reaccionó el numerario, se deducía que no era la primera vez que le hacían tal pregunta. Se sonrió.
—Esta escultura es una réplica de la que Romano Cosci ha cincelado en un solo bloque de mármol de Carrara de más de cinco metros de altura, que se ha colocado en la basílica de san Pedro de Roma. Los ángeles son una alusión a la festividad de los Santos Ángeles Custodios, día en que monseñor, por inspiración divina, fundó la Obra —al ver la curiosidad con que le escuchaba Mazeres, siguió—: Ésta no es la única estatua que tiene el Padre —y casi al oído, añadió—: Desde que fue canonizado, a la Prelatura le ha entrado la "fiebre de las estatuas".
—¡La fiebre de las estatuas! —repitió Mazeres sin darse cuenta de que había levantado el tono de su voz. El otro se lo hizo notar. En voz baja, volvió a insistir— Y la inscripción, ¿qué significado tiene esa inscripción?
—"Cuando sea elevado sobre la tierra, los atraeré a todos hacia mí" —se sonrojó Sancristóval— No sé si monseñor soñó alguna vez que le dedicarían tantas estatuas.
—Sea de quien sea la idea, es un signo evidente de la vanidad del Padre.
—¿Vanidad del Padre o de los hijos? —confesó con malicia el numerario.
—Quizá más de los hijos
—¿Vanidad o idolatría? —insistió Sancristóval como si quisiera hacerse perdonar.
—¡Idolatría! —no me cabe la menor duda.
Sancristóval era mucho más crítico que el inspector; sin embargo, pensó que lo más prudente era cambiar de conversación y entrar en el tema de la visita.
—Ven por aquí —le dijo y le cogió del brazo.
Lo llevó a su aposento a través de un pasillo suntuoso, acorde con el resto del palacete, que parecía una galería de museo. De las paredes colgaban marcos dorados con retratos de señores ataviados con atuendos muy diversos que a Mazeres no le parecieron padres ni abuelos ni antepasados de los que allí moraban.
—¿Quiénes son ésos? —preguntó otra vez.
—Ni idea. Todos esos lienzos han sido comprados en almoneda y se han colgado para dar solera a la casa.
—Y esos otros retratos de ahí.
—¿No los reconoces? Son los padres del Padre.
Tiempo después, se enteraría el inspector de que a los miembros del Opus se les prohibía tener fotos de su propia familia en sus habitaciones mientras que se consideraba de buen espíritu colocar las fotos de la familia del Padre (la madre de monseñor, a quien todos con ñoña veneración llamaban "la abuela", y sus hermanos: "tía Carmen" y "tío Santiago").
Al entrar en la habitación, Mazeres pudo comprobar que Sancristóval no había exagerado cuando días atrás se la describió. Le llamó la atención un arado tallado en madera noble que colgaba de una de las paredes.
—¿Y eso? —preguntó, sin poder contener su curiosidad.
—"Todo el que pone la mano en el arado y vuelve la vista atrás no es digno de mí" —le contestó, citando la frase de Jesús—. Es un recordatorio que, en mi fervor juvenil, me hice fabricar —luego añadió con desencanto—. Yo me creí a pies juntillas las palabras del Padre: "No lo dudéis, la gracia más grande que habéis recibido de Dios es la de la vocación al Opus".
—¡Y usted se lo tomó en serio! —le dijo el inspector con sorna.
—¡Y tanto que me lo tomé en serio! No lo dudé ni un momento. No te burles. Pero con los años, van cayendo las vendas de los ojos. Los métodos de proselitismo que emplea el Opus son aterradores...
—Santa coacción, como en cualquier otra orden o congregación; no más —quiso restar importancia el inspector.
—No; no. En el Opus te fabrican la vocación a medida. Se inventan tu vocación de diseño, fraguada en los despachos. Te hacen creer que es Dios (nada menos que Dios) quien te llama y lo afirman con tal rotundidad que, hoy, me espanta. Es un proselitismo coactivo, voraz. Y mucho peor cuando ya estás dentro. No te puedes imaginar el profundo dolor y la terrible angustia que el Opus causa a muchos de sus miembros. ¡Que Dios les perdone! Algunas noches me despierto horrorizado, sudoroso, escuchando los severos reproches del Padre: "No doy un duro por el alma de un hijo mío que abandone su vocación, además de perder su felicidad, posiblemente condene también su alma".
—En verdad que es un lenguaje inhumano —dijo Mazeres por seguirle la corriente pero pensó que Sancristóval cargaba mucho las tintas.
—¿Inhumano? Inhumano es poco. ¡Brutal e inhumano! —hizo una pausa y bajó la voz— El arma más utilizada por el Opus contra sus propios miembros es el miedo, el terror, la amenaza de condenación eterna para aquél que se salga de la Obra. Imagínate, pues, los perjuicios que ese lenguaje debe de causar en adolescentes de catorce o dieciséis años, que son los que ahora se reclutan en nuestros colegios. Yo tardé años en darme cuenta. Demasiados. ¡Que Dios me perdone el daño que también yo he ocasionado! En la Obra hay metas de reclutamiento que cada miembro debe cumplir. Cada curso, la Prelatura, como si se tratase del comité directivo de una multinacional, marca sus objetivos, asigna a cada circunscripción regional un cupo de vocaciones, 500 creo. Había que fabricarlas fuera como fuese y hacerlas "pitar", de lo contrario se nos calificaba de tibios, de poco celo apostólico, y podíamos ser removidos de nuestros cargos. "El que no trae gente a la Obra está muerto", había dicho el Padre.
—Eso es lo que se dice proselitismo.
—¡Proselitismo salvaje! No lo sabes tú bien. A la gente se la acosa, se la fuerza, se la engaña. Ahora, ese proselitismo, como te decía, se ha trasladado a nuestros colegios, con gente muy joven, inmadura, con el riesgo de marcarlos para el resto de su vida. Todos los miembros del Opus no somos personas sino simples números, desprovistos de los derechos más elementales, puros peones al servicio de la institución.
—Demasiada contradicción hay en todo eso.
—El Opus —volvió el otro a retomar el hilo— miente por hábito y acaba creyéndose sus propias "verdades". No hay transparencia. La única manera de permanecer dentro es fanatizarse, de lo contrario no hay quien aguante.
—De ahí los desequilibrios psicológicos que se originan.
—Es cosa de locos.
Al inspector le impactó mucho la amargura que había en aquella confesión y, en un movimiento casi instintivo, le puso su mano sobre el hombro. Sancristóval, emocionado, le agradeció su gesto amistoso y reconfortante.
—Alguien ha dicho, y no le falta razón —remató el numerario—, que el Ministerio de Sanidad debería tomar cartas en el asunto y prohibir el Opus por ser una secta dañina para la salud, sobre todo de los menores —luego, con semblante grave, agregó—: Pero eso no es lo peor. Tarde o temprano descubres que el Opus interpreta los Evangelios de manera tendenciosa, según interesa a la Obra. En el Opus, querido amigo, no hay más doctrina y ley que un conjunto de confusos Vademécums internos, secretos. La Obra se ha degradado tanto que es imposible que rectifique y eche marcha atrás; cada vez irá a peor. Camina hacia un precipicio y en su caída arrastrará a toda la Iglesia. No pongas esa cara, te convencerás por ti mismo cuando escuches las grabaciones y conozcas los planes maquiavélicos de Olavarría.
Mazeres, a medida que conocía un poco más a Sancristóval y sobre todo después de la perorata catastrofista que acababa de escucharle, llegó a pensar que el numerario debía de sufrir algún tipo de trastorno mental, por eso no quiso discutir ni ponerle objeciones. Esperaría a ver qué revelaciones encerraban las tan cacareadas grabaciones. Después de unos instantes de silencio, sacó su dibujo del triángulo de Jorquera y se lo puso delante.
—¿Qué sabe usted de esta inscripción de San Juan del Hospital?
Sancristóval lo observó con detenimiento.
—Sí, señor —dijo, al fin—. Recuerdo esa lauda aunque con cierta vaguedad. Estaba colocada, si mi memoria no me falla, en el presbiterio, en un pilar cercano al pudridero —acto seguido, leyó en voz alta la inscripción: "Optantibus non difficilis Vae Alio Glorianti" y continuó hablando— Tú deduces que Carmelo se refería a esa lápida y que balbució la frase entera de la inscripción pero que yo, dada su dificultad en el habla, sólo le entendí una única palabra: "difficilis". Puede ser.
—En efecto —y el inspector le expuso su hipótesis—. Carmelo, casi agonizante, no se encontraba en condiciones para largas explicaciones. Así que le dio una primera pista: la inscripción de la lápida, que daba por supuesto que usted conocía. Ahora habrá que descifrar esa inscripción si queremos encontrar el camino que lleva al habitáculo secreto.
—Pues aviados estamos.
—No se quedó usted corto cuando dijo que Carmelo era un fuera de serie en ese tipo de cosas —le recordó el inspector y le dio ánimos—. Descuide, que ya me encargo yo de este trabajo. Y ahora, oigamos esas grabaciones.
Sancristóval como un autómata se levantó, se dirigió hacia su cuarto de baño y durante un buen rato estuvo removiendo algo, pues al inspector le llegaban ruidos a través de la puerta cerrada. Salió al fin con una casete en su mano.
—Aquí están las grabaciones —le dijo, entregándosela, como si le confiara un objeto de gran valor.
—¿Es que no piensa ponerla?
—No, por Dios. Este no es el lugar. Las paredes oyen. Ya la oirás en tu casa y te convencerás de que no exageraba. Entenderás también por qué meto tanta urgencia en recuperar la reliquia —le contestó Sancristóval y, al ver la cara de asombro que ponía el inspector, añadió en tono confidencial—. Quédate la cinta y escóndela bien, aquí no está muy segura.