7
Mazeres supuso desde el principio que sus superiores le asignarían el "caso san Pantaleón". Aquella mañana, apenas traspasado el umbral de la comisaría, gris y ajetreada como casi todas las comisarías, advirtió algo raro en el ambiente. Sus amigos, sentados en sus mesas repletas de papales, separadas unas de otras por mamparas de poca altura, simulaban estar pegados al teléfono o pendientes de su ordenador, ocupadísimos, cuando lo normal era pararle y hacerle algún que otro comentario. Incluso sus menos afectos le saludaron con un amago de sonrisa que nada bueno presagiaba.
—Corren rumores de que te han relevado del caso —se atrevió a decirle alguien en voz baja.
Le dolió mucho enterarse de ese modo. Fue a su despacho, bajó las persianillas para aislarse de la gran sala común, se sentó en su sillón y trató de tranquilizarse en vez de ir corriendo a gritarle al comisario, que es lo que su cuerpo le pedía. Después de haber contado hasta cien, se levantó y fue a pedirle explicaciones.
El despacho del comisario Ortiz era sobrio, tal vez en exceso. Cuando lo ocupó no quiso que le renovasen el mobiliario, como era costumbre, ni permitió que le cambiasen el retrato del rey, que, de tanto darle el sol de plano, había perdido los colores. Algunos maliciosos rumoreaban que lo del cuadro no era por austeridad sino por menosprecio hacia la monarquía, pues, como todo el mundo sabía, el comisario Ortiz añoraba los viejos tiempos franquistas. Sobre la mesa, en el ángulo donde los demás jefes solían colocar la fotografía familiar de su mujer sonriente con los niños (que se olvidaban de mirar), él había colocado una dedicada del papa Juan Pablo II. El inspector llamó a la puerta y entró sin esperar respuesta.
—No encuentro lógico —se olvidó de saludar y se quejó antes de que el comisario le ofreciese asiento y pudiera abrir la boca— que uno se entere por rumores de las cosas que le conciernen. Lo normal hubiera sido que la jueza me encargase a mí el caso de san Pantaleón, a no ser que usted haya sido el que ordenó lo contrario...
El comisario, molesto de que Mazeres hubiese entrado sin llamar y hubiese tomado la iniciativa sobre el asunto, quedó descolocado, sin saber cómo endosarle el discurso que andaba rumiando y aún no había acabado de perfilar. Se quitó las gafas, echó atrás su sillón, cogió el pequeño crucifijo de plata que cada día dejaba sobre la mesa y trató de no perder la calma. Le resultaba muy incómodo conversar con un subordinado si éste, de pie delante de él, le miraba desde arriba con cara de pocos amigos, como era el caso.
—Siéntate, Mazeres, y tranquilízate —le dijo lo más cordial que pudo para salvar la desventaja y, después que el inspector tomase asiento, continuó manoseando con devoción la imagen que, al parecer, le proporcionaba sosiego y discernimiento de espíritu—. No sé lo que te han dicho por ahí ni quién ha filtrado la noticia. En todo caso, ahora eso importa poco. Verás, yo pienso que el caso no tiene tanta entidad —subrayó intencionadamente la frase— como para que te ocupes tú. Quizá yo aprecie tu valía mejor que tú mismo por eso no quiero que malgastes tu tiempo. Hay otros asuntos más importantes...
El comisario, mientras hablaba, no le miraba a los ojos sino que se entretenía con su crucifijo. Mazeres intuyó que escondía algo tras aquellas lisonjas untuosas, que le recordaron las del Opus cuando querían engatusar a alguien. Tuvo que morderse la lengua para no explotar.
—¿Con tantos puntos oscuros como hay en ese extraño robo y un muerto por medio, me dice que el caso no tiene entidad?
—Te veo muy inquieto —le respondió el comisario sin inmutarse lo más mínimo ni subir el tono de su voz—. Estresado. Demasiado apasionamiento, quizá.
—Le seré sincero —respondió el inspector—. El caso no sólo me apasiona sino que me interesa. Desearía llevarlo yo personalmente.
—Una razón más para que lo dejes —levantó la cara, mostró una sonrisa sibilina y de reojo echó una mirada al papa que, mano en alto, le bendecía desde el retrato—. No es apasionamiento lo que nos hace falta sino ecuanimidad. Debemos trabajar con la cabeza fría, nada de pasiones... Nadie le va a dar carpetazo al caso, si es eso lo que te preocupa.
—¿Carpetazo? —se extrañó Mazeres que hubiese utilizado precisamente esa palabra.
—Es una simple cuestión de prioridades —continuó el comisario—. Ni más ni menos. Hay cosas más urgentes por resolver. El trabajo se nos amontona y carecemos de personal... No puedo distraer agentes como tú para estas menudencias de convento...
—¿Menudencias, dice? ¿Y el muerto? —se soliviantó Mazeres.
Aquella forma con que el comisario, solterón y supernumerario del Opus, se había referido al caso, le chirrió.
—No te preocupes por el muerto —se puso nervioso el comisario y apretó con fuerza el crucifijo dentro de su puño que debió de producirle dolor—. Ya se han abierto varias vías de investigación. ¿Quién era, dónde vivía, qué hacía en el monasterio, quién lo mató y por qué? Dos hombres se ocupan del caso. Hasta el momento sabemos muy poco.Nadie ha denunciado su desaparición. Estamos a la espera de las conclusiones de la autopsia. Mazeres, duerme tranquilo; lo mejor que puedes hacer es desentenderte del asunto.
El inspector salió del despacho resignado pero no convencido; con la mosca detrás de la oreja. En opinión de otros colegas, a quienes consultó, se cometía una grave irregularidad pero había que aceptar los hechos.
—Las cosas son como son y no hay que tomárselas tan a pecho —le dijo un veterano con muchos años de servicio y de experiencia—. Si la jueza ha cambiado de parecer o ha aceptado los planes que le han propuesto otros, si ha decidido ralentizar el caso..., sus razones tendrá. A mí, personalmente, la jueza me parece una persona legal, honrada. ¡Quien manda, manda!
¿Cuántas veces había oído eso de quien manda, manda, o aquello otro: tú, chitón y a obedecer?
Pocas semanas después, una nueva noticia le dejó boquiabierto: se había dado carpetazo al asunto. Desde el comienzo, aquel caso resultaba muy extraño: el robo de la "sangre" de san Pantaleón, el asesinato del supuesto neonazi, la suplantación de la reliquia... Por si fuera poco, había que añadir ahora la incuria administrativa no menos preocupante. El inspector, a sabiendas de lo arriesgada que era, tomó la decisión de continuar la investigación por su cuenta. Sacaría el tiempo, exprimiéndolo de cualquier parte: del trabajo, fines de semana, incluso, si fuese necesario, solicitaría días libres por asuntos propios. ¿Y Paloma? ¿Qué tiempo le quedaría para Paloma? Por un instante, su novia se le presentó como un obstáculo para sus planes, pero, por otro lado, no estaba dispuesto a perderla; era lo mejor que le había sucedido en su vida. Encontrar a sus años una chica como aquella... No podía tentar a la suerte. El día sólo tenía veinticuatro horas y, por mucho que quisiera, no podía estirarlo más, habría que elegir; a no ser que consiguiera involucrarla a ella en esa aventura.
Aquel mismo día, cuando el fuerte calor de la tarde ya había pasado, Mazeres se acercó al monasterio de la Encarnación a visitar al capellán. Preparó bien la entrevista. El padre Méndez tuvo gran alegría al verlo de nuevo y lo subió a sus aposentos privados.
—Cuando uno se hace viejo, todos te olvidan —le dijo, mientras subían las antiguas escaleras de peldaños de azulejos y rebordes de madera, por donde, en otros tiempos, habrían subido importantes personajes y correveidiles de la corte, ¡quién sabe!—. Poco a poco, como un goteo constante, te van fallando los amigos: unos porque se mueren, otros porque están peor que tú y no pueden salir de sus casas. Los antiguos alumnos que, cuando eras profesor no te los quitabas de encima... Bueno, dejémonos de lamentaciones que usted va a pensar que soy más pesado que el viejo Job.
Comenzaron la conversación hablando sobre lugares comunes, como el calor, la fuerte sequía (de pertinaz, se la calificaba en otros tiempos) y los rumores que corrían acerca de cortes en el suministro de agua, temas recurrente en aquellos días. Se diría que nunca antes había habido un verano tan sofocante y caluroso como el que padecían. Al cabo de un rato, como lo llevaba planeado, Mazeres le propuso al capellán salir a tomar unas cañas. No tuvo que repetirle dos veces la invitación. El padre Méndez se levantó el primero y a mitad de las escaleras se acordó de que había olvidado su bastón.
—¡Vaya por Dios! —dijo, resignado, y con gran familiaridad se cogió del brazo del inspector— ¡Qué mejor báculo que un joven como usted.
Del monasterio se dirigieron a la esquina de la calle Bailén. Allí el capellán se detuvo unos instantes a contemplar el Campo del Moro, y a punto estuvo de pedirle al inspector cruzar la calle y pasear por esos jardines. A esa hora y ya en sombra, debía de correr un refrescante vientecillo. Pero no estaba él para bajar escaleras y subirlas luego. Así que consideró mejor opción sentarse a tomar el fresco en una terraza delante de unas buenas jarras de cerveza, que es lo que le había propuesto Mazeres. Por la calle de Bailén hacia arriba, dejaron a su derecha el Palacio Real, imponente edificio de piedra blanca del siglo XVIII, obra de los arquitectos Juvara, Sachetti y ventura Rodríguez.
—¿Sabías que todas esas estatuas de reyes que andan desperdigadas por ahí —el padre Méndez señaló con su bastón hacia la plaza de Oriente, que caía a su izquierda— estaban pensadas para ser colocadas en la balaustrada del palacio?
—¿Y por qué razón no lo hicieron?
—Porque, a la hora de la verdad, los gustos ya habían cambiado.
Desde la terraza donde se sentaron, tenían una vista panorámica de la catedral de la Almudena recortada sobre un cielo azul despejado. En esos momentos el sol, camino de poniente, coloreaba sus piedras. Cuando Felipe II en 1561 fijó su corte en Madrid, fue deseo del pueblo tener obispo y catedral, pero el rey, puestos sus ojos en el monasterio de El Escorial y en la Colegiata de Valladolid, se despreocupó del tema. Por otra parte, la imperial Toledo, a la que eclesiásticamente partencia la villa, siempre puso reparos y largas; así que Madrid no consiguió obispo hasta 1885 y catedral hasta 1993, que consagró Juan Pablo II. Desde la terraza, la catedral neoclásica, con su cimborio levantado sobre el crucero, parecía en su conjunto menos fea de lo que era vista de cerca y más aún si se la comparaba con el Palacio Real, frente a cuya plaza de la Armería se levantaba.
El inspector, en cuanto pudo, sacó a colación la fiesta de san Pantaleón y el fraude de las reliquias, y le echó unas puntadas con el fin de tantearlo.
—Después del atentado terrorista del 11 M —midió sus palabras el capellán con la prudencia de quien se sabe sondeado—, quizá pensó el cardenal (que, por cierto, nos estará mirando desde aquella puerta de bronce donde está su efigie)... Digo que el cardenal debió de pensar que el milagro de la licuación era de vital importancia para la feligresía y por eso echó mano de un fraude piadoso con el fin de obtener un bien superior.
Mazeres movió su cabeza en señal de desacuerdo.
—Hijo mío, tú todavía eres muy joven. Con los años aprenderás a ver las cosas de otro modo.
—Pero el fin nunca justifica los medios —le replicó el inspector que de disquisiciones moralistas algo había aprendido—. Eso, al menos, es lo que me enseñaron los del Opus, aunque ellos no siempre se lo aplican.
—¿Perteneciste a la Obra? —le preguntó el capellán no por curiosidad sino con el fin de cambiar el rumbo de la conversación.
—No, no; pero los conozco bien. En mis tiempos de universitario viví en una de las residencias que el Opus tiene en Valencia.
—No sabes el peso que me quitas de encima —exageró el capellán, y, como para celebrarlo, chocó su jarra con la del inspector y bebió un buen trago de cerveza—. Como te decía, el cardenal, con la buena intención de levantar el ánimo de la gente. No hay que ser duros al juzgar a la gente; y menos a un cardenal. De internis nec Ecclesia. Hay situaciones comprometidas en que resulta muy difícil discernir lo que es conveniente. Y más difícil aún si uno se siente presionado por los acontecimientos, sin tiempo ni calma...
Aparcado ese tema, que no era el que a él más le interesaba, el inspector condujo la conversación por otros derroteros. Quiso que el capellán le desmenuzase los entresijos del milagro de la licuación del que él ya se había hecho una vaga idea. Entre sorbo y sorbo, le fue sonsacando con habilidad cosas que anotaba en su cabeza.
—La materia oscura que contiene el vial del relicario —le contó el capellán— se ha considerado desde siempre como la sangre de san Pantaleón.
—¿Desde siempre?
—Bueno, desde tiempo inmemorial, como solemos decir en nuestra jerga eclesiástica. Dentro del recipiente de cristal que nos robaron se guardaba la sangre del mártir. Cuando se licua, cosa que suele ocurrir cada 27 de julio, la masa dura y negra aumenta de volumen y llena casi por completo la ampolla. Yo puedo dar fe de ello.
—También yo puedo dar fe de ello. Presencié ese fenómeno en el caso de san Genaro —y remarcó con retintín el nombre del santo.
—¿Estuviste en el monasterio el día de la fiesta?
—Por nada del mundo me lo hubiese perdido.
El capellán pensó por un instante que el inspector no estaba siendo franco con él, que preguntaba con segundas intenciones, pero rechazó la duda.
—Como te decía —siguió el padre Méndez con la explicación—, durante la licuación, la masa gelatinosa aumenta de volumen. Pero no sólo de volumen. Al mismo tiempo varía de peso. En los últimos años se ha verificado ese fenómeno en una balanza de precisión. Entre el peso máximo y el mínimo alcanzado se ha registrado una diferencia de 21 gramos.
—¿21 gramos, dice? ¡Lo que pesa un alma! —contestó el inspector con un punto de sarcasmo.
El sacerdote se le quedó mirando. Sus ojos eran limpios, claros como el cielo de aquel día.
—¿Me estás tomando el pelo? —comenzó a tutearle.
—No, no; en absoluto —y le explicó con seriedad—: 21 gramos es el peso que pierde una persona al morir. Se supone, por tanto, que ése es el peso científico del alma.
—Hummm —rezongó el capellán poco convencido.
—Convendrá conmigo que tampoco es moco de pavo lo de las reliquias.
El capellán sonrió cómplice y acto seguido estalló en una risa que dejó al descubierto una perfecta dentadura postiza, bien adherida, porque de lo contrario hubiese saltado por los aires.
—Llevo muchos años sobre mis espaldas —se sinceró, mientras se secaba las lágrimas que le había producido su propia risa—. He presenciado, dentro y fuera de la Iglesia, cómo verdades que parecían inquebrantables han caído igual que aquel ídolo gigante con pies de barro del que habla la Biblia... Sin ir más lejos, acabo de leer en los periódicos que un tal Dean Hamer, uno de los más prestigiosos genetistas mundiales, ha descubierto el gen de Dios, el VMATA2, un extraño gen que predispone al hombre a creer en Dios. El autor trata de demostrar que el gen de Dios existe, no la existencia de Dios.
—Es decir que la fe estaría determinada por nuestra biología —le interrumpió el inspector—. Eso es muy gordo. Echaría por tierra todo el montaje teológico que ha construido la Iglesia.
—Habrá que esperar —siguió con total naturalidad el capellán—. Así las cosas, ¿por qué no iba a ser posible pesar científicamente un alma? Maiora videmus. (Cosas más gordas veremos) —soltó otra carcajada. Hacía tiempo que el capellán no se reía tan a gusto. Y sin solución de continuidad, volvió al tema de la licuación— El lapso de tiempo varía entre dos minutos y una hora. La temperatura ambiente no influye en el proceso. Ha habido años que la temperatura en el interior del templo era superior a los 35º y ha tardado dos horas en producirse el milagro. Otras veces, en cambio, con temperaturas más bajas, la licuación se completó en un lapso de 10 a 15 minutos.
—Por lo que me dice, el proceso no sigue una pauta regular —recalcó Mazeres.
—Eso es —y bebió otro gran sorbo—. Respecto al milagro de la licuación, voy a desvelarte un secreto —hizo una pausa, se puso serio y carraspeó—. La sangre de san Pantaleón no sólo se licua el 27 de julio. Más de una vez ha ocurrido el milagro fuera de tiempo —Al inspector no le extrañó lo que le decía ya que había leído que esa misma circunstancia se había dado con la de san Genaro, pero tenía mucho interés por conocer su opinión. Después del pequeño suspense, siguió el capellán—: El año pasado, en vísperas de la fiesta, la hermana sacristana estaba sacándole brillo al relicario, cuando observó que la sangre de san Pantaleón se licuaba. Recuerdo la cara de estupor de la monja cuando vino a comunicármelo.
—¡La agitación, padre, la agitación! —le respondió Mazeres que, contra lo que esperaba el capellán, no había dado muestra alguna de sorpresa— La monja, al frotar el relicario, debió de producir ligeras agitaciones y fue eso lo que hizo que la "sangre" o lo que sea, se licuase. No encuentro otra explicación.
El inspector, acto seguido, le expuso lo que había leído en Internet respecto de las sustancias tixotrópicas y cómo el desencadenante de la licuación lo constituía la energía mecánica que se les aplicaba aunque fuesen movimientos insignificantes. El capellán le escuchó con mucho interés.
—Todo el mundo habla mucho de Internet. Ahí le ha salido a la Iglesia un hueso duro de roer.
Mazeres, para no despistarse de su objetivo, no le siguió la corriente y volvió al hilo principal de la conversación.
—¿Qué dicen los científicos de este fenómeno de san Pantaleón? —preguntó.
—Depende —contestó ambiguo el padre Méndez—. Depende de qué color sean los científicos consultados. Hay explicaciones para todos los gustos. Aunque, hasta ahora, a decir verdad, no se han llevado a cabo estudios serios. Lo que sí te puedo afirmar es que no hay truco.
—¿Se trata pues de un milagro?
—Milagro, milagro... En lo que a mí respecta —le replicó el capellán—, no me gusta hablar de milagros. Eso son palabras mayores. Hay teólogos que dudan de los que hizo Jesús, así que... Digamos que se trata de un fenómeno anómalo, raro... Antes de hablar de milagro, habría que agotar todas las vías de investigación. El cardenal no rechaza la posibilidad de que en un futuro los científicos tengan acceso a la ampolla, si es que nos la devuelven.
—¿Para que la sometan a análisis científicos, como se ha hecho con la Sábana Santa? —aclaró Mazeres.
—¿Para qué si no?
—Pero eso tiene sus riesgos. ¿Y si la ciencia da una explicación desfavorable o descubre un fraude?
—Ese es el temor que tiene el cardenal —el capellán bajó el tono de su voz, como si en alguna de las mesas vecinas hubiese detectado un espía del arzobispado—. Los dogmas son formulaciones áridas de teólogos, enrevesadas, que a la gente no le dicen nada; pero los milagros son cosa aparte. Los fieles necesitan cosas espectaculares, que conmuevan y llenen de estupor. Si quitas los milagros, ¿qué queda?
—Aún estamos con la fe del carbonero —dijo el inspector; y pidió otra ronda.
—¡Cuánto tiempo hacía —dijo el capellán, deseoso de cambiar de tema— que no me sentaba en una terraza y me tomaba unas cañas! ¡Qué triste es vivir en ese monasterio, solo, entre cuatro paredes, sin apenas hablar con nadie!
El camarero retiró las jarras y trajo otras nuevas, coronadas de espuma y chorreando de tan frías.
—¡A tu salud! ¿Cómo dijiste que te llamabas? Ah, sí. Julián. ¡A tu salud, Julián, por nuestra amistad! Y no te metas en esas disquisiciones que acabarás por perder la fe.
El capellán y Mazeres se habían caído bien. El inspector aprovechó ese sentimiento recíproco para lamentarse de que sus superiores habían dado carpetazo al caso y que él había decidido continuar la investigación por su cuenta hasta el final. El padre Méndez adivinó que su amigo de manera velada le pedía su ayuda.
—¿Tanto te preocupa la verdad? —le preguntó.
—La de este caso, sí; y no sé por qué. Es como una corazonada.
—Ya —y le dio unas palmadas en el hombro.