19
La calle San Bernardo, por su cercanía a la Gran Vía y Princesa y por la multitud de cines y bares de copas que había en su barrio, era una de las más animadas de la noche madrileña. Aquella noche, sin embargo, estaba muy tranquila. Mazeres, Jorge y Marc estacionaron su coche en un parking cercano. Durante un largo rato, observaron el portal y los balcones del piso de Muño-Fierro. Una enorme lona publicitaria cubría de arriba abajo el edificio contiguo.
—Quizá el asesino de Muño-Fierro huyó por ahí —señaló Marc el viejo edificio en obras, sin que los otros hiciesen caso de su observación.
—Todo está muy tranquilo. No parece que se haya producido novedad alguna —comentó Jorge y arrojó su chicle a un imbornal, deseoso de entrar en acción.
—Vamos —ordenó Mazeres.
Repitieron los mismos pasos de la otra vez hasta llegar al rellano del 5º piso. Ahora actuaban con mayor seguridad y desenvoltura pero con idéntica cautela. Marc abrió las puertas con maestría.
—¡Comienza a oler! —y se echó la mano a la nariz.
—¿No te parece que exageras un poco? —le recriminó Jorge.
Desde el recibidor, pudieron ver que la luz de la habitación del muerto continuaba encendida. Dudaron si ponerse o no los embozos.
—Toda precaución es poca —dijo el inspector, dando ejemplo.
De puntillas y con las armas desenfundadas recorrieron el pasillo hasta el final. Como Mazeres había sospechado, alguien se les había adelantado y registrado a fondo, incluido el ordenador. Sin embargo no había puesto la casa patas arriba.
—¡Me lo temía! —susurró Mazeres— Cuando nosotros irrumpimos la otra vez el asesino, con toda probabilidad, estaba dentro. Huyó al escuchar que abríamos la puerta. Y tan pronto como vio que no había peligro y que el camino estaba despejado, volvió y reemprendió la búsqueda.
—Sea quien sea el que ha efectuado este registro es una persona ordenada, meticulosa —observó Jorge.
—Volver de nuevo. Tomarse su tiempo con el olor que ya despide el muerto. Debe de tratarse de una persona muy fría y con los nervios de acero —comentó Marc.
—No ha ido a tontas y a locas —convino Mazeres—. Lo ha hecho con método, siguiendo un plan. No creo que se le haya escapado el rincón más insignificante.
Sólo el muerto, con sangre reseca y renegrida, continuaba en la misma posición, mostrándoles la carta de El Papa. La escena les pareció más patética que antes. El inspector se fijó en la pistola.
—Con un arma como ésa, si no es la misma —cayó ahora en la cuenta—, debieron de disparar a Pieter, el holandés del monasterio.
—¿Crees tú que hay alguna relación? —pregunto Marc.
No hubo respuesta. El inspector no dijo más para no distraerles del tema.
—¿Habrá encontrado la reliquia? —preguntó Jorge.
—Es difícil de saber —le respondió Mazeres—. Tampoco nosotros estamos seguros de que Muño-Fierro la poseyera.
—Entonces... —siguió Jorge— ¿No estaremos arriesgando mucho por simples suposiciones?
—Conjeturas, Jorge, conjeturas; que no es lo mismo —le rectificó el inspector.
—¿Qué hacemos? ¿Por dónde empezamos? —preguntó con sequedad Jorge, a quien le había molestado la corrección.
A Marc y a Jorge, como ya dijimos, no les sobraba un gramo de grasa. Claro que su constitución y juventud ayudaban lo suyo. Pero no sólo tenían buena forma física, eran, además, inteligentes, que eso ya no era tan fácil de encontrar dentro del cuerpo. Los dos formaban un tándem perfecto. Jorge era nervioso, inquieto, intuitivo, quizá de niño fue un alumno hiperactivo que llevaría a sus maestros de calle. Marc, en cambio, era mucho más reposado y razonador.
—¿Por dónde empezamos? —repitió Mazeres la pregunta de Jorge— Eso quisiera que me aconsejarais vosotros.
Los balcones estaban cerrados y en el piso hacía un calor insoportable así que a poco se quitaron los pasamontañas, pero siguieron tapándose las narices con sus pañuelos. Después de recorrer por segunda vez las habitaciones para ver si habían dejado algún rincón por escudriñar, se detuvieron en la cocina. La puerta, al abrirse, caía justo sobre la de la despensa y la tapaba, de modo que, de no fijarse bien, ese cubículo quedaba oculto. Aquello les dio una ligera esperanza.
—¿Ya habéis registrado aquí? —preguntó el inspector.
—¿Crees tú que escondería la cápsula de vidrio entre botes de conservas y paquetes de espaguetis? —le respondió Jorge, escéptico.
—¿Dónde la habríais escondido vosotros? —y se respondió—: El sitio más seguro es siempre el menos artificioso; el que está más a mano, a la vista... Eso es de manual.
—Pues vamos a ver —dijeron Jorge y Marc.
La despensa era un armario grande, de poca profundidad y con estantes hasta el techo. Apenas cabía una persona dentro.
—Todo parece en orden —constató Marc.
—Me inclino a pensar que este rincón le ha pasado desapercibido al mismísimo asesino —sugirió Jorge.
Mazeres se subió a la escalerilla de mano que allí mismo había y comenzó por el anaquel más alto a remover latas y paquetes.
—Nunca imaginé que una persona sola necesitase tanta intendencia —dijo al concluir la operación.
—A este paso, corremos el riesgo de que nos cojan con las manos en la masa o muertos por asfixia —Jorge ya se había puesto nervioso.
—Anda, echa una mirada al cuarto de baño y no seas cenizo —le dijo el inspector para mantenerlo ocupado.
—Pero si tan siquiera sé lo que busco —le respondió.
—Un frasquito de cristal, supongo —le replicó sin convencimiento—. Una pequeña cápsula de vidrio, de forma cilíndrica y de unos 4 ó 5 centímetros.
—Vale.
El baño, con su ducha de hidromasaje y otros sanitarios de última generación, era la parte de la casa más modernizada. En un rincón había un armario lacado de color blanco con toda la pinta de ser un botiquín. No se había equivocado. Lo abrió; le dio la impresión de que tampoco había sido explorado. Revisó uno a uno los medicamentos como antes hiciese Mazeres en la despensa.
—No encontraremos la reliquia —levantó Jorge la voz por descuido—, pero podemos elaborar el historial clínico del dueño: termalgin, robaxisal, nolotil, omeprazol...
El registro fue lo exhaustivo y meticuloso que permitían las circunstancias; y su resultado negativo. Ya estaban camino de la puerta, frustrados, cuando Mazeres les detuvo.
—Esperad un momento —y se encaminó a la lámpara de pie que estaba en el despacho del muerto, una de cuyas bombillas estaba floja o fundida.
—No irás a apagar la luz.
El candelabro tenía cinco brazos y cada uno de ellos sostenía un globo de vidrio opaco y dentro un tubo de los de quinqué. Se deducía que las bombillas de su interior no podían ser esféricas sino estrechas y alargadas, de tipo flama/vela. Mazeres quitó el globo en cuestión.
—¡Eureka! —exclamó— Aquí falta una bombilla.
—¿Dónde está el misterio? —se extrañó Jorge— Puede que se fundiese y Muño-Fierro no la repusiera.
Jorge y Marc seguían la operación desde lejos sin alcanzar el objetivo que se proponía. Sin darles mayores explicaciones, Mazeres continuó buscando y, al fin, encontró la bombilla dentro de un jarrón. La enroscó y dio luz.
—No estaba fundida —les dijo y siguió con la explicación—. La reliquia de san Pantaleón es una ampollita de vidrio transparente de forma alargada, de medidas semejantes a una de estas bombillas de vela... Sospecho que a Muño-Fierro se le ocurrió este escondite como el más seguro. Desenroscó la bombilla y en su lugar puso el vial de la reliquia san Pantaleón ¿Capito?
—Y el que lo mató acabó encontrándola —concluyó Marc con escéptico retintín— Un poco rebuscado, ¿no te parece?
Mazeres se calló, no estaba seguro de que su hipótesis fuese tan correcta como para empeñarse en defenderla. El sol con uñas de gato impaciente arañaba ya las rendijas de las ventanas para entrar.