22
Ya se habían encendido las farolas de la calle cuando Mazeres regresó a su casa, después de despedirse del capellán y dejarlo a la puerta del monasterio. Apenas traspasó el umbral y dio al interruptor de la luz, supo que alguien había estado allí. El espejo que colgaba en el recibidor estaba levemente ladeado, el cajón último del chifonnier que nunca utilizaba, entreabierto, y los bastones del paragüero no guardaban el orden habitual. Estos insignificantes detalles llamaron su atención porque rompían la rutina visual a la que estaba acostumbrado. No podía achacarlo a Mercedes ni a Paloma que también tenía llaves, una y otra muy cuidadosas de dejar siempre las cosas en su sitio, Además, en el caso de Paloma, hubiese detectado al instante el olor de su perfume. Así y todo, corrió nervioso, excitado más bien, al dormitorio por si la encontraba recostada en la cama, reproduciendo como otras veces los sublimes desnudos que poblaban el museo del Prado; pero no fue así. Tuvo que rendirse a la evidencia más prosaica: alguien, hábil como Marc con las ganzúas, había abierto su puerta y entrado a robarle.
—¿Pensaría el ladrón que yo estaba de vacaciones? ¿Sabía cuál era mi profesión? ¿Conocía mis hábitos? ¿Desde cuándo me espiaba? —se hizo esas reflexiones a la vez que escudriñaba los otros rincones con detenimiento.
Caminaba pisando fuerte para alertar al intruso si aún estaba dentro y facilitarle la huída. Nunca se sabe cómo puede reaccionar un ladrón sorprendido in fraganti, se dijo con conocimiento de causa. A pesar de que llevaba su arma reglamentaria cargada, sentía miedo.
—Al gato acorralado —se dijo lo que había aprendido de los viejos policías—, no le cierres todas las puertas si no quieres que se te eche encima.
No encontró a nadie. Por el modus operandi dedujo que el ladrón no buscaba dinero u objetos de valor puesto que no se había llevado nada.
—Ha venido a tiro hecho —se reafirmó—. Más que buscar ha fisgoneado con detenimiento. Pero ¿qué esperaba encontrar aquí?
Quizá porque esa misma tarde él y el capellán habían hablado acerca de la reliquia, se le ocurrió que el móvil podía haber sido ése. La idea no le tranquilizó. Si no salía de dudas no podría dormir esa noche, y ya eran muchas las que pasaba en claro. Sin pensárselo más, telefoneó a Jorge que aún vivía en casa de sus padres.
—¿Estabas cenando? Perdona que te haya interrumpido.
—Espera que me ponga en el otro teléfono —Jorge supuso que la llamada era delicada y pasó a la salita—. Qué te pasa.
—Verás. Alguien ha entrado en mi casa esta tarde.
—¿A plena luz del día?
—No sé a qué hora. Al venir esta noche... ¿Me oyes?
—Te escucho.
—Me da la impresión de que el ladrón o quien sea ha venido a por la reliquia.
—¿A por la reliquia? —Jorge se pasó la mano por la cabeza rapada, como solía hacer cuando trataba de encontrar una explicación— ¿En qué te fundas?
—La verdad es que no tengo pruebas.
—¿Echas a faltar algo?
—Eso es lo que más me preocupa; ha escudriñado por todas partes y no se ha llevado nada. Bueno, te llamaba por lo siguiente: ¿Sabe alguien que nosotros estuvimos en la casa de Muño-Fierro?
Jorge estaba de pie junto al veladorcillo del teléfono con la servilleta en una mano y gesticulaba con ella mientras hablaba.
—¿Estás insinuando que Marc o yo nos hemos ido de la lengua?
—No me interpretes mal. Yo no he dicho eso. Pero quería estar seguro.
—Mira, estas cosas no son para hablarlas por teléfono, mejor termino de cenar y me acerco a tu casa a tomar café. ¿De acuerdo?
El inmueble donde vivía Mazeres era antiguo pero lo habían rehabilitado hacía poco y su apartamento, aunque medía menos de sesenta metros, estaba bien distribuido y decorado con gusto. Acababa de cenar, cuando llegó Jorge. Lo primero que hicieron fue inspeccionar de nuevo cada rincón de la casa y no encontraron novedad alguna. Luego, se sentaron en el salón. Jorge con gran familiaridad se acercó al aparador y sacó una botella de güisqui.
—Desde que me telefoneaste —mientras hablaba se sirvió una buena ración sin hielo— he estado dándole vueltas. La única cosa que se me ocurre es que el ladrón, o quien lo haya enviado, te conoce.
—¿Me conoce? —no le agradó ese supuesto.
—Quizá tu chateo por Internet, le dio la pista.
—Pero si mi interlocutor en aquel chat fue Muño-Fierro y está muerto —se sorprendió Mazeres.
—Verás —Jorge trató de explicarle su hipótesis—. Muño-Fierro supo, por la frase griega que le escribiste, que tú estabas en el ajo de la reliquia. Puede que algún otro en aquel chat de esoterismo estuviese también al loro.
—Puede, puede, puede —se puso nervioso el inspector.
—Déjame hablar —y siguió—. Al igual que nosotros pudimos averiguar la dirección de Muño-Fierro, él u otro pudo dar con la tuya. No sólo la policía tiene buenos hackers.
—Tu explicación parece verosímil pero no me tranquiliza —reconoció Mazeres.
—De todos modos, yo me olvidaría de este contratiempo. No es bueno ver fantasmas donde no los hay. Quizá estás demasiado obsesionado con el caso de la reliquia y lo miras todo bajo ese prisma.
Así se zanjó aquel asunto y dedicaron el resto de la velada a hablar de otros temas. Cuando Jorge se marchó, Mazeres se encontraba más tranquilo o al menos eso aparentaba.