20
Los tres "pantaleones", como el inspector y sus muchachos a sí mismos se llamaban en privado, se enteraron de "El crimen de la calle san Bernardo" por la radio y los periódicos de esa mañana. El comisario encargado del caso hizo unas declaraciones muy escuetas. Insinuó que el inquilino, sin facilitar nombre ni apellidos, llevaba varios días muerto y todos los indicios apuntaban hacia el suicidio pero —añadió el habitual comodín—, no se descartaba ninguna otra hipótesis. Habría que esperar, pues, a los resultados de la autopsia. A Mazeres tales manifestaciones le parecieron peregrinas, y le reafirmaron en su sospecha de que algo muy turbio rodeaba el caso de san Pantaleón. Aconsejó a sus compañeros que se olvidasen de la reliquia por algún tiempo, y por nada del mundo se les escapase su visita a la casa del muerto.
—Punto en boca y a ver cómo se desenvuelven los acontecimientos. Dejemos escampar el chaparrón y ya me pondré en contacto con vosotros —fueron sus recomendaciones.
Cuando Mazeres llamó por teléfono al capellán para informarle de la muerte de Muño-Fierro, la noticia ya había llegado al monasterio de la Encarnación.
—Las monjas están muy consternadas —le dijo el padre Méndez.
—¿Pero cómo se han enterado si los periódicos acaban de salir y han silenciado el nombre del muerto? —se extrañó el inspector.
—Ése es uno de los misterios que, con los años que llevo aquí dentro, no he logrado desentrañar, pero lo cierto es que la comunidad estaba sabedora —le contestó, y añadió—. Federico era muy querido en esta casa. Era un gran bienhechor del monasterio. Las monjas lo han sentido mucho, están apenadas; sobre todo sor Adelgard.
—¿Sor Adelgard? ¿Ha dicho sor Adelgard, la monja alemana?
—Sí, eso es lo que he dicho.
—Aprovechando esta circunstancia —dejó caer Mazeres—, ¿usted podría arreglárselas para que la monja alemana me proporcionase una entrevista? Así podría sonsacarle todo lo que ella conoce de la visita que las SS de Himmler hicieron al monasterio en 1943. ¿Recuerda?
—¿Cómo no lo voy a recordar si fui yo quien te proporcionó esa pista?
—No me cabe la menor duda de que sor Adelgard sabe más de lo que pensamos sobre la reliquia de san Pantaleón. Por otra parte, tengo fundadas razones para sospechar que Muño-Fierro estaba involucrado en ese robo...
—¿Federico? —se sorprendió el capellán.
—Bueno, ya hablaremos con más tranquilidad en otro momento.
El capellán, cuya curiosidad había estimulado el inspector con sus insinuaciones, quedó encargado de gestionar la entrevista con la monja alemana. No le fue difícil convencerla y conseguir la autorización de la madre abadesa.
El locutorio del monasterio de la Encarnación donde, al cabo de unos días, tuvo lugar la entrevista era una sala espaciosa, dividida en dos compartimentos por una reja de hierro forjado que iba del suelo al techo. En el correspondiente al de las monjas, cubría la pared del fondo un enorme cuadro de san Agustín, vestido con una capa de oro y un libro entre sus manos, boca entreabierta y ojos de despistado mirando al cielo. Era el testigo mudo que asistía paciente a todas las conversaciones que se tenían en aquel lugar. En la parte de acá de los barrotes, a través de cuyos huecos apenas si cabía una mano, se situaban los visitantes. La reja, precaución que se tomaba en el medioevo para salvaguardar la virginidad de las monjas, resultaba hoy irrisoria, habida cuenta de la edad provecta de la mayoría de las residentes.
A la hora prevista, la abadesa y sor Adelgard entraron en el locutorio y se sentaron al fondo, a tal distancia que el capellán y Mazeres tuvieron que acercar sus sillas y pegarse a los barrotes si no querían hablar a voces. La Regla monástica ordenaba que la monja que iba a tener comunicación estuviese acompañada de otra religiosa durante todo el tiempo y, en este caso, ese cometido lo desempeñaba la mismísima madre superiora. Después de las presentaciones, la abadesa se retiró discretamente a un rincón, dispuesta a no perderse nada de lo que allí se hablase. Por lo visto la presencia del santo obispo de Hipona no era garantía suficiente. La monja alemana era delgada y alta, más aún si se la comparaba con la rechoncha abadesa, de rostro ovalado y blanco, casi de porcelana, y unos ojos azules escrutadores y llenos de vida a pesar de sus años. Guardaba mucho de la belleza que debió de tener en su juventud. El inspector fue directo al grano. Le hizo un breve resumen de los hechos acaecidos en el monasterio desde el día del robo de la reliquia de san Pantaleón hasta la muerte de Muño-Fierro.
—Para esclarecer trama tan enrevesada —insistió— necesitamos su colaboración; que usted nos facilite la información de que disponga.
—¿Yo? ¿Información? ¿Qué clase de información? —se alteró y sus hermosos ojos azules, que acusaban haber llorado poco antes, mostraron recelo— ¿Qué quiere que yo le diga?
La abadesa, desde el primer momento, se había puesto a pasar las cuentas de su rosario, aparentando rezar y desentenderse de la conversación, pero, al escuchar el sobresalto de sor Adelgard, levantó la cabeza. Mazeres, cogido a los barrotes, se acercó lo más que pudo como si quisiera meter la suya, y trataba de ablandar a la monja recalcitrante.
—Hace sesenta años, si no me han informado mal, usted ingresó en este monasterio de la Encarnación —comenzó el inspector, y dejó claro que sabía muchas cosas sobre su vida—. ¿Por qué una novicia joven, como era usted en esa época, abandonó su Baviera natal, vino a España cuya lengua desconocía por completo e ingresó en este monasterio? ¡No le extrañará que yo me sorprenda! Mucho más me choca la circunstancia de que usted y sus otras dos compañeras, ya fallecidas, vinieran en el séquito de unos oficiales de las SS.
—¿Me está usted interrogando?
Sor Adelgard le miró con fijeza.
—¡Por Dios, nada más lejos! Sólo intento poner mi granito de arena para aclarar el robo y las muertes...
Ya no era miedo ni desconfianza lo que había en los ojos de sor Adelgard, sino el brillo de la altivez. Sin hacerse la despistada ni andarse por las ramas, se dispuso a contestarle.
—Nosotras vinimos acompañando la sagrada reliquia encontrada en Bulgaria y que el Reichsfürer de las SS, Henrich Himmler, había decidido poner a salvo en este monasterio.
Mazeres hizo un gran esfuerzo para no exteriorizar lo que ya sabía sobre ese particular y disimular los sentimientos que le había producido esa revelación.
—¿Se puede saber de qué reliquia me está hablando? —preguntó Mazeres en tono funcionarial, lo más neutro posible.
La monja no contestó a la pregunta y sin inmutarse entornó los ojos para mejor bucear en recuerdos ya tan lejanos. Continuó su relato.
—En julio de 1943 supimos que las cosas no iban del todo bien para nuestro país. Habían comenzado los primeros bombardeos sobre las ciudades alemanas —la evocación la puso triste—. La guerra siempre victoriosa parecía sernos adversa. Los generales, en privado, comenzaron a dudar, a darla por perdida. El Reichsfürer de las SS ordenó el repliegue de la Ahnenerbe a un lugar más seguro, Waischenfeld, en Franconia. Pero, unos meses antes, ya habíamos traído la preciosa reliquia a Madrid, a este monasterio de la Encarnación, lugar escogido como el más seguro, con la esperanza de que el temporal escampase y poderla devolver a Alemania. España estaba de nuestra parte y un incondicional del Tercer Reich, el padre Esteban Muño-Fierro (tío del difunto don Federico), había urdido un plan secreto.
—¿El capellán Muño-Fierro? —el inspector se volvió al padre Méndez— ¿Se refiere al que años después sería arzobispo vicario general castrense?
—Sí, Sí —contestó ella antes de que el padre Méndez abriese la boca.
—Supongo que el plan del capellán Muño-Fierro —se adelantó Mazeres para que viera que él ya lo había descubierto— consistió en reemplazar la cápsula de san Pantaleón por esa otra que ustedes trajeron.
—Así es —dijo sin pestañear, como si el cambio de reliquias hubiera sido la cosa más normal del mundo.
—¿Y las religiosas de este convento nunca supieron de ese engaño? —Mazeres bajó la voz y, aunque se dio cuenta de su pifia, no rectificó.
Sor Adelgard se volvió hacia la abadesa que, por medio de alguna seña imperceptible, le aconsejó callar.
—Pero ¿qué clase de reliquia era la que ustedes traían de Alemania? —continuó el interrogatorio— Porque, a juzgar por los hechos ocurridos, debía de tratarse de una reliquia insigne, muy importante, quizá relacionada con el santo Grial.
La hermana Adelgard, al escuchar cosa semejante, no pudo reprimir una sonrisa nerviosa.
—El Grial —expuso la monja a sabiendas de que su interlocutor no entendería nada— es un objeto antiguo y precristiano. Es la piedra caída del Paraíso. No se trataba de eso. Según enseña Otto Rahn, el verdadero Grial es el recuerdo, la memoria de la sangre que acompaña a la humanidad aria a lo largo de su marcha por el mundo.
El inspector Mazeres, en efecto, no entendió nada.
—Lenguaje para iniciados, supongo —le dijo sin mostrar interés alguno para que se lo explicase con mayor detalle.
—La reliquia que trajimos a este monasterio fue una pequeña porción de la sangre de Jesús —la monja con voz apenas audible desveló el misterio.
—¿Sangre de Cristo?
—¡La sangre de Cristo! —respondió con convicción.
—No acabo de comprender —Mazeres se sorprendió y no menos el capellán que en aquella escena se comportaba como un convidado de piedra.
—El Reichführer de las SS, Henrich Himmler —la monja lo nombró con unción— había encontrado esa reliquia en una iglesia de Sofía, ¿Duda usted de su autenticidad?
—No soy experto en cuestiones religiosas. Si no conozco la reliquia, ¿cómo quiere que dude de su autenticidad? De todos modos no soy quien para opinar sobre el tema.
—Sin embargo, muestra escepticismo —se puso la monja a la defensiva—. No, amigo mío. Los científicos de la Deutsches Ahnenerbe estaban convencidos de que las reliquias descubiertas en Sofía eran auténticas. Trabajaban en ello, casi estaban a punto de llegar a resultados sorprendentes, pero sus investigaciones se vieron interrumpidas por la razón que le he dicho...
—¡El revés de la guerra! —repitió Mazeres.
—¡Perdimos la guerra! —se lamentó la monja— El temporal no escampó, como esperábamos, y la reliquia hubo que trasladarla a España y esconderla aquí. Y aquí se quedó hasta que nos la robaron.
—Por lo que deduzco, no se llevaron a cabo los análisis científicos previstos. No sabemos con seguridad si es o no la sangre de Jesucristo —concluyó el inspector.
—Así es —convino sor Adelgard, sin advertir que contradecía lo que había declarado minutos antes, y agregó— ¡Lástima que los archivos de la Deutsches Ahnenerbe fueran destruidos por los aliados o desaparecieran con los bombardeos! Los estudios sobre la reliquia se perdieron. ¡Estaban ya muy adelantados!
—Se perdió una parte de la historia esotérica de Alemania —amplió el inspector el panorama.
—No sé. Lo cierto es que entre los documentos desaparecidos estaba todo lo concerniente a las reliquias búlgaras.
Sor Adelgard, las manos recogidas en el regazo bajo su escapulario, enmudeció transportada a otros tiempos y lugares.
Desde que el nombre de Otto Rhan y de la Deutsches Ahnenerbe surgieron por primera vez, Mazeres había procurado informarse. Sabía que la Ahnenerbe, "Sociedad de estudios para la antigua historia del espíritu", un organismo dentro de las SS, nació en julio de 1935. Que el objetivo principal de esa sociedad era estudiar el origen del germanismo y proporcionar firmes bases científicas a la doctrina oficial del partido nazi. Que llegó a contar con más de 43 departamentos dedicados a la investigación del origen y características del germanismo desde los más diferentes puntos de vista: lengua, literatura, arqueología, antropología, ciencias paranormales, etc. Uno de esos departamentos, y no el de menor importancia, fue el correspondiente a las ciencias esotéricas y mágicas. Friedrich Hielscher, a cuyo cargo estuvo, se negó a revelar nada en el proceso de Nuremberg. Cada uno de esos numerosísimos departamentos gozaba de gran autonomía; pero todos funcionaban bajo el férreo control de las SS. El objetivo fundamental de la Ahnenerbe era triple: buscar las raíces de la raza germánica, restablecer sus auténticas tradiciones y difundir esa cultura. En 1938, un equipo de la Ahnenerbe comenzó una campaña de excavaciones arqueológicas cerca de la frontera danesa, siguieron otras en el Tibet, en la Antártica, en el Cáucaso... Durante la misma guerra, los gobiernos colaboracionistas abrieron sus yacimientos arqueológicos a los nazis. Ese fue el caso del rey Boris de Bulgaria que, en virtud de un protocolo firmado entre él y Himmler, confió a la Ahnenerbe la exclusiva de las exploraciones arqueológicas sobre todo el territorio de su país. Se afirmaba que el régimen nazi gastó más dinero en los trabajos de la Ahnenerbe que Estados Unidos en la fabricación de la bomba atómica.
—¿Para qué quería Himmler esa supuesta reliquia de la sangre de Cristo? — volvió a la carga el inspector, después de unos minutos de silencio.
Sor Adelgard abrió los ojos, sorprendida de semejante pregunta; como si el otro tuviese la obligación de conocer el meollo del germanismo y del asunto de las reliquias.
—Querido amigo, Jesús fue un ario de pura raza —afloró en ella el alma nazi que llevaba dentro
—¿Cómo? ¿Jesús, ario? —se sobresaltó Mazeres ante noticia tan extraña— Es la primera vez que oigo semejante afirmación. Yo creía que era judío de pura raza.
Sor Adelgard no se inmutó, permaneció inconmovible como el fanático que ni por un momento duda de su verdad.
—Los personas inteligentes y sin prejuicios no tendrán inconveniente en admitirlo —intentó persuadirle con fervor de apologeta—. Su espíritu de sacrificio, su disposición a arriesgar la propia vida en servicio de los demás, su tesón por crear una nueva raza de hombres surgida del bautismo, sus ideas antijudías, sí, sí, antijudías... son características de los héroes arios. Los evangelios nos muestran a un superhombre que odiaba a los judíos.
Estas afirmaciones, expresadas con tal fanatismo, no sólo habían sorprendido al inspector sino que le produjeron profunda desazón. A punto estuvo de echarse las manos a la cabeza. Se contuvo. ¿Eran invenciones de sor Adelgard, fruto de su mente retorcida y de sus prejuicios, o respondían a un adoctrinamiento que había recibido en su juventud? Durante unos momentos pensó que la monja desvariaba. No le cabía en la cabeza que esa teoría descabellada fuese inventada y defendida por los jerarcas nazis.
—Pero el Tercer Reich despreciaba a Cristo —le sugirió.
—Eso es una mentira que propaló la Iglesia Católica, después que perdimos la guerra, para borrar todos los lazos que la unieron con la lucha de Hitler —se enfureció la monja. A pesar de sus casi ochenta años, saltó a defender con fervor sus ideales—. Basta una somera lectura de los Evangelios para darse cuenta de lo que digo —y uno tras otro citó los textos de referencia como si los hubiese memorizado—: ¡Ay de vosotros escribas y fariseos hipócritas! Sepulcros blanqueados. Generación de víboras. Lobos rapaces... Yo conozco a los que dicen ser hijos de Abraham y sólo son hijos de la sinagoga de Satán... Vuestro padre no es Dios sino el diablo... Sobre vosotros caerá toda la sangre justa que habéis derramado... Jerusalén será hollada por los paganos y de su Templo no quedará piedra sobre piedra... ¿Esas frases están sacadas de un discurso del Führer? No. Son palabras salidas de la boca de Jesús contra los judíos —se sosegó, y continuó con tono más moderado—. Yo soy católica. Me eduqué en el credo de la Iglesia, cuyo antisemitismo le es consustancial y viene desde los primeros tiempos. Creo que fue a la edad de 15 años cuando comencé a reflexionar por mí misma. Por doquier veía judíos. Cuanto más los observaba más advertía que se diferenciaban de la demás gente. Siempre fueron parásitos y los mismos pueblos que les dieron hospitalidad a través de la historia acabaron expulsándolos. El judío es traidor, desleal, gran maestro del embuste, lleva la maldad en la sangre. Hacen creer que son una comunidad religiosa pero no, son una raza maldita. Jesús se enfrentó a ellos, destapó su mentira, los condenó, por eso lo crucificaron. Si los judíos llegasen a conquistar las naciones del mundo, su victoria sería el epitafio de la humanidad. Por eso estoy convencida de que, al adherirme al nazismo, luchaba por el auténtico cristianismo. Los judíos, querido amigo, lo enredan todo. Durante siglos, la Iglesia los ha considerado pérfidos, los encerró en ghettos, sólo vio en ellos a enemigos perniciosos. Hitler intentó llevar a término lo que la Iglesia dejó a medias.
La hermana Adelgard, no hacía falta preguntárselo, continuaba siendo una nazi convencida, de pura cepa. Una valkiria. Si las otras dos monjas alemanas, ya fallecidas, habían sido tan aguerridas como ella, la sagrada reliquia que habían traído a Madrid había estado bien custodiadas. El capellán y Mazeres escucharon su perorata sin interrumpirla ni poner objeciones. ¿Hubiese tenido algún sentido? Además, el inspector no había solicitado la audiencia para discutir sobre las doctrinas nazis, sino para aclarar las incógnitas del caso de san Pantalón.
—Por todo lo que usted nos cuenta —le siguió la corriente—, lo que Himmler pretendía era demostrar con hechos científicos el origen ario de Jesús y con ello conseguir un gran valedor para su causa.
—En efecto. Ese era el Heilige Experiment que debían llevar a cabo los científicos de la Ahnenerbe. Así me lo reveló Otto Skorzeny en una de las visitas que me hizo.
—¿Otto Skorzeny, el coronel de las SS que lideró el increíble rescate de Mussolini, prisionero de las fuerzas aliadas? —preguntó el capellán que parecía haber leído algún libro sobre ese asunto.
—El mismo. Vivía de incógnito aquí en Madrid y murió en 1975.
El padre capellán apoyada su barbilla sobre el bastón que mantenía entre sus piernas, intervino poco. Miraba a uno y a otro lado de la reja, según quien hablase, y escuchaba con gran atención. Sólo en algunos momentos asintió con su cabeza.
Al inspector le resultaron estrafalarias y sin fundamento las afirmaciones que había hecho la monja. De todos modos, si no se trataba de demostrar genéticamente el origen ario de Jesús, ¿para qué demonios quería Himmler la supuesta reliquia de su sangre? ¿Qué pretendía hacer con ella?
—Pasemos ahora a otras cuestiones —continuó el inspector su interrogatorio— ¿cuál cree que ha sido el móvil del robo? ¿Conocía alguien este secreto?
—¿Se refiere a la sustitución de las reliquias? —precisó la religiosa.
—Sí.
—Yo no sé nada. No puedo responder a esa pregunta.
Sor Adelgard se puso nerviosa, retorciéndose las manos debajo del escapulario y no le contestó, pero su mutismo la delataba.
—Se sospecha —lanzó el inspector ese farol— que Federico Muño-Fierro estaba implicado en el robo de la reliquia y que la causa de su muerte está relacionada con ello.
Durante la conversación, la religiosa alemana había mostrado gran entereza de ánimo. De repente, se vino abajo. Estalló en un llanto incontenible. La abadesa se levantó, se colocó de pie a su lado y posó su mano protectora sobre su hombro. Nadie hubiese dicho que la anciana, que ahora lloraba con pena semejante, era la misma que, instantes antes, parecía tan altiva. El capellán y Mazeres se miraron sorprendidos, sin comprender a qué venían esas lágrimas. Las rejas que los separaban acrecentaron aún más su sentimiento de impotencia.
—Pero, ¿qué pasa, hermana Adelgard? —susurró el capellán con dulzura, e intentó consolarla.
—¡Ya basta! El tiempo de la visita ha terminado —exclamó autoritaria la superiora, molesta del giro que había tomado la conversación, y tiró del brazo de sor Adelgard para que abandonase el locutorio.
—Federico era mi hijo —balbució sor Adelgard como pudo.
—¿Su hijo? —de poco más al capellán le da un soponcio.
El capellán y el inspector se quedaron de piedra, sin dar crédito a lo que oían.
—¡Encuentren al asesino! —añadió suplicante.
La abadesa, antes de traspasar el umbral de la puerta del fondo, casi arrastrando a la monja, se volvió hacia la visita y la fulminó con su mirada. A san Agustín, el obispo de Hipona, acostumbrado a escuchar tantas y tantas cosas, no parecía que le hubiese impresionado aquel oscuro secreto de familia.
Ya fuera del locutorio, el inspector preguntó al padre Méndez:
—¿Sabía usted que Federico Muño-Fierro era hijo del arzobispo castrense?
—Ese ha sido un rumor que siempre ha corrido por las sacristías —después de una breve pausa, añadió, meditativo—: Por mi condición de sacerdote conozco muchos secretos de este monasterio que el sigilo sacramental me impide revelar. Que Federico fuese hijo de sor Adelgard, me entero ahora.