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Mucho tiempo pasaron en aquel gabinete, cuanto menos perturbador, sin cansarse de mirar y tocar cachivaches extraños, preguntándose qué haría allí, en el silencio más absoluto y casi a oscuras, Salvador Mira. Después que saciaron su curiosidad, Orbea reclamó la atención de sus amigos.
—Si os he bajado a la bodega y, en concreto, al laboratorio de mi tío —les dijo— ha sido con una intención bien especifica. Durante el almuerzo, os hablaba de ciertas visitas nazis que recibió; del secretismo acerca de lo que buscaban y de lo que trataron; de las extrañas anotaciones en su diario; de su sospechosa muerte. Pues bien, después de haber hecho mis averiguaciones, creo que lo tengo más o menos claro.
Sin dar más pistas los llevó a un extremo de la cueva y, ante un boquete del muro, prosiguió su explicación.
—En las obras de remodelación de la bodega, los albañiles encontraron esta alacena excavada en el muro, tan bien tapiada que nadie se había percatado —Orbea hizo una de sus pausas que tanto le agradaban, y acto seguido les formuló una pregunta a sabiendas de que nadie se la iba a responder—. ¿Qué diréis que había dentro?
—Espera un momento —le interrumpió el inspector que se había percibido de las contradicciones de su amigo—. Al bajar aquí te comportaste como si fuese la primera vez que intentabas abrir esa puerta.
—Bueno, señor inspector, había que poner un poco de teatro a todo esto, ¿no crees? —y les explicó— Sí, en realidad yo ya había bajado y escudriñado todo esto. Pero creí interesante repetir las mismas operaciones y haceros sentir el mismo miedo que yo experimenté. ¿Está satisfecho, vuecencia?
Los otros no sabían cómo reaccionar ante aquella tomadura de pelo.
—Son cosas de Orbea. No ha cambiado —transigió Ivars, encogiéndose de hombros, y los demás sonrieron y lo echarlo a buena parte.
—¿Dónde nos habíamos quedado? —preguntó Orbea.
—En lo que encontraron los albañiles cuando remodelaron el laboratorio de tu tío —dijo Verdeguer en un tono que demostraba que aún le duraba el enfado.
Orbea fue a un extremo y de un baúl polvoriento sacó un antiguo maletín de piel, de esos que los médicos solían usar allá por los años cuarenta, y lo exhibió como un trofeo.
—Este maletín es lo que estaba emparedado. Vayamos arriba —les ordenó—. Allí estaremos más cómodos.
Subieron las escaleras en fila india y en silencio. Como si el instinto les guiase, fueron directamente al salón de la lámpara de Bohemia y se amontonaron alrededor de la chimenea. Habían pasado mucho frío y ahora se calentaban por delante y por detrás para desquitarse. Se sentaron al fin con las piernas estiradas hacia la lumbre. Orbea puso la valija sobre sus rodillas. Los amigos estaban pendientes de él como los niños de las manos de un prestidigitador. ¿Qué extraería de aquel maletín? Sin preámbulos, comenzó Orbea su disertación.
—En primer lugar tenemos este documento —y sacó unos folios mecanografiados y amarillentos—. Están escritos en alemán. Verdeguer que ha estudiado en Colonia, nos los puede traducir.
Verdeguer les echó un vistazo y, gracias a su técnica de lectura rápida, les pudo dar una síntesis al cabo de un rato.
—Estos papeles —les dijo con tono profesoral—, son copia sin duda de un documento original cuyo título reza "Gott Mit Uns", Dios con nostros.
—"Gott Mit Uns" —se le escapó al inspector, pero nadie advirtió su estremecimiento ni pudo sospechar el alcance de su exclamación.
—El documento —siguió el oftalmólogo— habla de unas excavaciones que arqueólogos de las SS, a las órdenes de Himmler, llevaron a cabo en Sofía y de unos frasquitos o ungüentarios que encontraron, cuya inscripción les hizo pensar que podría tratarse de auténticas reliquias de la sangre de Cristo.
Todos los presentes, incluido Orbea, esbozaron una sonrisa burlona y escéptica, excepto Mazeres, que, al escuchar el "Gott Mit Uns" y el contenido que siguió, se percataba de la trascendencia que pudiese tener dicho descubrimiento. Aquellos papeles que el tío de Orbea había guardado durante tantos años, pensó el inspector, no podían ser sino una copia del documento original que monseñor Bergonzi y el arzobispo Sutherland habían encontrado en los archivos secretos de Pío XII y que habían tenido en sus propias manos.
—¿Cómo han podido llegar estos papeles a las manos de tu tío Salvador? —le preguntó el inspector y cruzó una mirada de complicidad con su amigo Escartí, que algo sabía del caso de san Pantaleón—. ¿Qué otras sorpresas nos deparará el misterioso maletín?
—Aquí también hay un puñado de preparaciones —dijo Orbea.
Mientras lo decía, sacó del maletín un puñado de pequeñas láminas rectangulares de cristal con manchas de color oscuro y las colocó sobre la mesa del almuerzo. Verdeguer, el oftalmólogo, cogió unas cuantas, las miró a trasluz y sentenció:
—Son preparaciones ya dispuestas para una observación microscópica. A primera vista, parecen de sangre.
A continuación, Orbea metió de nuevo su mano en el maletín, que parecía no tener fondo como la chistera de un prestidigitador, y extrajo un estuche de metal plateado que en otro tiempo se utilizaba para guardar jeringuillas hipodérmicas, lo abrió con cuidado, apartó los algodones en que estaba envuelta, les mostró no una jeringa sino una cápsula de vidrio y se la pasó a Verdeguer.
—¿También esta ampollita contendrá sangre? —preguntó Javier.
Todos se acercaron a curiosear, sin tocarla. Sólo Mazeres se atrevió a cogerla. Cuál no sería su desconcierto al ver la etiquetita amarillenta que llevaba pegada: aimaioucousmurna
El corazón le dio un vuelco.
—Yo aseguraría que son caracteres griegos —dijo, sin que los demás le diesen la menor importancia.
A primera vista, le parecieron los mismos que habían aparecido en el anillo dorado de la relicario de San Pantaleón. Los mismos caracteres griegos que monseñor Bergonzi había visto en los documentos vaticanos. Los mismos del papelito que encontraron en el bolsillo del arzobispo Sutherland. Sin embargo, esta inscripción resultaba mucho más larga.
—¿Es sangre lo que contiene este recipiente? —Orbea repitió la pregunta y se dirigió al único médico que había entre ellos.
—No sabría decirte —le contestó Verdeguer después de observarla un largo rato—. Para estar seguros, habría que analizarla.
A Mazeres le pasaron por la cabeza unas cuantas hipótesis y preguntas que de buen grado hubiese compartido pero, si mostraba excesivo interés, corría el riesgo de desvelar las investigaciones que llevaba a cabo, cosa que de ningún modo debía hacer; así que, sin manifestar más curiosidad que la que mostraban los demás, preguntó:
—¿Cómo vino a parar este maletín a manos de tu tío?
—Esa misma pregunta me he hecho yo un montón de veces; y he leído y releído diario para ver si encontraba alguna explicación.
—¿Encontraste algo? —se precipitó el inspector, impaciente.
—Hay anotaciones confusas. En una ocasión escribe que este maletín perteneció a un tal Fritz Hollmann, médico militar alemán que, a lo que he podido deducir, estuvo en un campo de exterminio. Al parecer, ese médico confió su maletín y otras pertenencias suyas a una enfermera con la que mantenía relaciones sentimentales.
—¿Quién era el tal Fritz Hollmann?
—Y yo qué sé.
—¿Quién era esa enfermera a quien le confió su maletín? ¿Qué relación tenían uno y otra con tu tío? —se aturulló Mazeres.
—Ésas son cuestiones que no he podido aclarar; pero hay otras. ¿Por qué esa enfermera entregó el misterioso maletín a mi tío? He ahí una pregunta que me he hecho y no he encontrado respuesta. ¿Por qué mi tío se lo trajo a España y lo emparedó? Todo un galimatías de enigmas. En otra nota, escrita muchos años después, puede que a raíz de alguna de las visitas que le hicieron los nazis argentinos, dice mi tío que el maletín perteneció a Helmut Gregor...
—Fritz Hollmann... Helmut Gregor... ¿Se trataría de la misma persona? —se preguntó Mazeres.
—No sé qué pensar, pero lo cierto es que mucha gente extraña se ha interesado por este maletín.
—Por lo que contenido del maletín, se sobreentiende —aclaró el inspector.
—Claro, claro —y le propuso—. ¿Por qué no te llevas el maletín y analizas todas estas cosas en tus laboratorios? Así sabremos qué es lo que esta gente buscaba.
El inspector abrió los ojos de una manera descomunal o al menos tuvo esa sensación, pues eso era lo que en aquel momento más deseaba. A punto estuvo de decirle "me has leído el pensamiento" pero fue otra su contestación.
—No me parece muy ortodoxo utilizar para uso privado unos servicios públicos —fingió desinterés— Ya veré qué se puede hacer.
Atardecía y había que ir pensando en el viaje de vuelta.
—Es casi de noche. Podéis quedaros. Hay camas para todos —insistió Orbea en que se quedasen a pasar la noche y partieran al día siguiente.
Cada uno, sin que se hubiesen puesto de acuerdo, encontró una excusa. Aquel caserón deshabitado, el misterioso laboratorio y las historias de los nazis, las cenizas de los muertos esparcidas tan cerca y, quizá, el espíritu del tío de Orbea, supuestamente asesinado, vagando por allí... no era una oferta tentadora En resumidas cuentas, tuvieron miedo. Habían pasado un día excitante, surrealista, pero no querían que la noche se les echase encima. Más de uno debió de preguntarse cuál había sido, a fin de cuentas, el objeto concreto de la reunión. ¿Un almuerzo de viejos amigos, sin más? ¿Una excusa para que Orbea les restregara por la cara la finca que había heredado? ¿Meterles miedo en el cuerpo? Fuera cual fuese su intención, el inspector se volvía a Madrid con parte de aquel misterioso maletín. Contento y, a la vez, desconcertado.