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La advertencia del comisario Ortiz era muy seria. Mazeres y sus amigos, que lo conocían bien y sabían que era capaz de llevarla a efecto, decidieron reforzar sus precauciones y andarse con muchísimo cuidado; sin embargo no surtió el amilanamiento que aquél esperaba.
—Ladran, luego cabalgamos —dijo Jorge manifestando más arrojo del que de verdad tenía.
—Sí, pero nos tiene cogidos por los huevos —Marc fue más realista.
—También nosotros a él —replicó Jorge, mostrando el diminuto casete donde había grabado la conversación.
—Dejémonos de huevos —terció el inspector muy serio—. A unas malas, él llevaría las de ganar. Esto se ha puesto más feo de lo que esperaba y no sé si vale la pena continuar en condiciones tan arriesgadas.
—Estamos en el buen camino —insistió Jorge, viendo la parte positiva del hecho—. Si no fuese así, el comisario no habría venido con esta amenaza. El Vaticano, de alguna manera, está detrás de este affaire. Sin embargo sólo tenemos conjeturas sobre cuál pueda ser la finalidad que se propone.
—Suposiciones; nada en claro —constató Mazeres sin disimular la desmoralización que la visita del comisario le había producido.
Antes de despedirse, el inspector pidió a sus amigos que no comentasen nada de lo sucedido con el capellán y menos con Paloma.
—Esta visita nunca existió —les dijo—. Más adelante, ya se verá.
Al cabo de dos días, el padre Méndez telefoneó a la comisaría y dejó recado de que quería hablar lo antes posible con el inspector Mazeres. Cuando le comunicaron el recado, el inspector adivinó que se trataba de algo urgente y prefirió ir al monasterio sin pérdida de tiempo. El padre Méndez tenía sobre su escritorio una fotografía que reproducía la inscripción de la abrazadera del relicario. La estudiaba con la ayuda de su lupa a pesar de que la ampliación, casi de tamaño folio, la hacía innecesaria.
—¿Te veo alicaído, ¿pasa algo? —le preguntó el capellán.
—No, no. Nada —contestó escueto y trató de concentrarse en el papel que le mostraba.

—¿Tú ves alguna anomalía? —le dijo, lleno de euforia.
El inspector se fijó con detenimiento. Le pareció que lo que tenía delante no era sino una toma ampliada de las muchas que Jorge realizó al relicario y entregó a monseñor Bergonzi en Barajas antes de su partida. Supuso que esa ampliación se la habría remitido monseñor junto con alguna carta explicativa. Como pasase el tiempo y el capellán insistiese en el acertijo, Mazeres improvisó la respuesta:
aima (jaima), que es la única que reconozco, parece diferente del resto, como si hubiese sido grabada por distinta mano.
—Eres un buen observador —le contestó—. Monseñor Bergonzi, según escribe en el informe que me adjunta, entregó esa inscripción para que la estudiase el arqueólogo Caprara, un amigo suyo que intervino en el caso de León XIII.
El padre Méndez se detuvo a propósito, intentando provocar el suspense.
—Sí, sí. El caso de León XIII y su doble.
—¿Y? —exclamó el inspector, impaciente, sin interesarse por la historia del papa que ya les había contado monseñor Bergonzi cuando estuvo en Madrid.
—Bergonzi y Caprara —prosiguió el capellán su relato— han llegado a la conclusión de que la palabra aima (sangre), en efecto, no estaba originariamente grabada en la cápsula de la reliquia. Con toda probabilidad fue añadida tiempo después.
—¿Cuánto tiempo después? ¿Años, siglos? —preguntó sin saber por qué formulaba esa pregunta y qué aclaración trascendente podía proporcionar el dato.
El capellán se encogió de hombros y volvió a mirar con su lupa.
—¿Quién añadió esa palabra? —el inspector volvió a preguntar casi por inercia.
—Esas mismas preguntas también se las han hecho monseñor y el arqueólogo vaticano —respondió el capellán— sin atreverse a formular hipótesis alguna.
A continuación, el capellán le pasó un dibujo a plumilla hecho por el arqueólogo Caprara.

—Como ves, en ese bosquejo falta la palabra aima (sangre).
—Quizá fuese ésa la inscripción primigenia —el inspector aceptó la hipótesis.
—El profesor Caprara —continuó el padre Méndez— indica que la leyenda forma una unidad gráfica circular, de la que desconocemos el principio y el fin, y por dónde debemos comenzar a leer.
—Como la pescadilla que se come la cola.
El capellán, enfrascado en lo suyo, no supo valorar ese comentario del inspector, y siguió con su discurso:
—Por lo que se puede hacer una doble lectura. En el primer supuesto, el texto original podría leerse:
sm ioucou
sm de Jesucristo —tradujo sin ninguna dificultad el padre Méndez.
—Suena un poco raro. No parece que tenga mucho sentido.
—Eso creo yo —asintió el capellán—. Pero es que para nosotros continúa siendo un enigma esas dos letras griegas del principio —y prosiguió—. Otra lectura posible sería:
ioucou sm
sm —leyó ahora Mazeres y se encogió de hombros—. Tampoco le encuentro mucho significado. Más de lo mismo, pero al revés.
—Aunque parezca lo mismo, no lo es. —dijo el capellán—. Por esta segunda hipótesis se inclinan monseñor y su amigo.
—Me da la impresión de que nos estamos perdiendo en un galimatías sin sentido —sentenció Mazeres entre sorprendido y escéptico, sin mostrar entusiasmo alguno.
El Padre Méndez se limitó a leerle a continuación lo que aquéllos proponían en su informe—: "En epigrafía es muy frecuente encontrarse con palabras tácitas que los lectores de la época podían adivinar con facilidad. En nuestro caso, esa palabra oculta u omitida podría ser "reliquia", "relicario" o bien "objeto sagrado" (sacrum). Si aceptamos esa tesis, leeríamos: "(Objeto sagrado o reliquia) de Jesucristo. Esm" —dejó el informe sobre la mesa—. Como ves, ni en uno ni en otro supuesto se alude a la palabra sangre —y subrayó—: No especifican cuál es el contenido de la cápsula.
—Ni especifican cuál es el contenido de la cápsula ni descifran qué diantre son esas dos letras sm (esm). ¿Monseñor y el arqueólogo Caprara dudan de que el relicario de Himmler contenga de verdad sangre de Jesús? —preguntó, ansioso, yendo al grano, el inspector.
—Más que dudar, se abstienen de dictaminar. Sugieren, opinan... pero no se mojan.
El capellán le entregó el informe, señalándole el párrafo donde monseñor Bergonzi le decía todo eso. Mazeres leyó en voz alta:
"Ya que la palabra aima (sangre) parece un añadido posterior, tanto el profesor Claudio Caprara como yo mismo pensamos que la única manera de salir de dudas sobre la verdadera identidad de la reliquia sería analizar su contenido".
—¡Analizar su contenido! —repitió el inspector— ¡Vaya perogrullada! Pero antes tendremos que encontrar la reliquia, esa dichosa cápsula.
A reglón seguido, monseñor Bergonzi aconsejaba que las muestras de la reliquia de Himmler se enviasen a dos o tres laboratorios independientes para que los resultados se pudieran contrastar; y de ningún modo al centro de investigaciones de la Universidad de Navarra, aunque fuese uno de los mejores, pues no se fiaba del Opus Dei. También les sugería la conveniencia de pedir la opinión de los doctores Leoncio Garza-Valdés, Villalaín y Heras Moreno que habían llevado a cabo rigurosos estudios hematológico-forenses sobre la Sábana Santa de Turín y el Sudario de Oviedo.
"Todos estos médicos, concluía monseñor, podían establecer esclarecedoras comparaciones con la supuesta sangre del relicario de san Pantaleón".
El capellán se le quedó mirando.
—¿Qué me dices? —le preguntó al inspector.
—Monseñor Bergonzi habla como si la ampollita de Himmler estuviese a nuestro alcance, como si la tuviésemos nosotros. ¡Qué más quisiéramos! Pero vete a saber en manos de quién está.