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Durante días, estuvo Mazeres dando vueltas en su cabeza a las "Conversaciones de Villa Tevere", como había bautizado la cinta que le entregó Sancristóval. Por el momento, decidió no comentar nada con Paloma ni con los amigos. Antes tenía que reflexionar cómo implicarles más a fondo en las nuevas investigaciones sin comprometerles. Difícil dilema. Ese jueves, ya era casi costumbre, había quedado con Paloma para almorzar juntos y, como no andaba muy apretado de trabajo, decidió pasar por el Prado a recogerla una hora antes de lo previsto. El inspector entró en su despacho de puntillas, haciéndole ver que no quería molestarla.

—No hagas el payaso y siéntate, que no tardo mucho.

Se dieron un beso y él se sentó delante de su mesa. Abrió el periódico mientras ella continuaba con sus asuntos. Por el rabillo del ojo, Mazeres vio que sobre la mesa había una carta con matasellos de Roma. Paloma se dio cuenta y, antes de que le preguntase, sació su curiosidad.

—Me ha escrito monseñor Bergonzi —le dijo con toda naturalidad y le alargó el sobre.

—¿Y eso? —preguntó sin poder disimular un sentimiento confuso de celos.

—Contesta a una que yo le escribí tiempo atrás sobre los Adamitas.

—¿Adamitas? Creía que ya había quedado descartada esa pista. No me habías dicho nada.

—Quería darte una sorpresa. La verdad es que la carta llega ya tarde —le contestó ella, sabiendo que esa iniciativa suya le llenaría de satisfacción.

—¿De qué trata? —fingió no darle importancia.

—Léela tú mismo.

"He rebuscado en las bustias de los siglos XV y XVI, y he encontrado cartas privadas y otros papeles menores que se intercambiaron los obispos de los Países Bajos y la Sede Apostólica. No tienen ninguna importancia relevante pero avalan ciertas intuiciones tuyas. Así, pues, te doy cuenta a continuación de mis pesquisas en el Archivum Historiae Pontificiae por si te sirven de algo.

Los "Homines Intelligentiae", secta a la que perteneció El Bosco, según tú defiendes y pienso que con acierto, fueron partidarios de las doctrinas del "Libre Espíritu" de Aegidius Cantor y practicaban el "amor seráfico", que los inquisidores definieron como caricias interiores.

—Amor seráfico, caricias interiores —leyó con sorna en voz alta el inspector y, sin esperar a que Paloma le secundase con algún comentario, prosiguió.

Según he podido leer en las actas del proceso inquisitorial que en 1411 se abrió contra el carmelita Willem Van Hildernissem, acusado de pertenecer a esa secta, ese "amor seráfico" se diferenciaba poco del amor carnal y consistía en caricias genitales sin penetración ni eyaculación"

—¿Qué te parece lo que escribe monseñor Bergonzi? —interrumpió Paloma la lectura que el inspector hacía de viva voz.

Mazeres no supo si la pregunta se la hacía con segundas, así que, sin contestarle, siguió la lectura en voz baja.

—Lo que más me llama la atención —le respondió, al concluir la carta, mientras la doblaba con cuidado y se la devolvía— es la actitud de los inquisidores ante el relato del fraile empapelado. Cierto que los inquisidores no se creerían eso del "amor seráfico", tener comercio carnal sin pecado.

—Sin embargo —opinó Paloma—, el fraile debió de ser muy convincente para librarse de la hoguera.

Siguieron unos instantes de silencio. El inspector estuvo a punto de descubrirle los nuevos datos sobre el Opus Dei, pista que anulaba por completo la de los Adamitas.

—El Bosco, la secta de los Adamitas, los "Homines Intelligentiae", Pieter Breitner... todo eso ya no sirve para explicar nuestro caso —trató de no herirla—. No sé por qué has molestado a monseñor. La pista del holandés la desechamos hace tiempo, quedamos que era una pista muerta. No entiendo por qué te empeñas en investigar por ahí. ¿O sigues emperrada en que hay alguna relación entre la reliquia de Himmler y la secta de los Adamitas?

El inspector, sentado hasta ese momento delante del escritorio de su novia, no esperó contestación. Se levantó y fue hacia la ventana. Desde allí tenía una bonita vista de la iglesia de los jerónimos que, sin ser una maravilla, era una de las escasas iglesias de Madrid que tenían un cierto interés.

—No sé qué pensar —respondió ella, dubitativa—. Puede que tú tengas razón, pero después de leer la carta de monseñor, no estoy yo tan segura. Los datos que aporta monseñor...

Paloma tomó la carta y leyó el párrafo que le había creado incertidumbre.

"También he podido comprobar que el rey desnudo del tríptico de la Epifanía no es otro sino el Gran Maestre de los Adamitas, el hebreo Jacobo de Almaengien, que tomó las aguas del bautismo, ya adulto, en 1494, en presencia de Felipe el Hermoso, Duque de Borgoña. A partir de su bautismo, Almaengien se llamó Philippe Van Sit Jans... A tenor de ésos y otros datos que poseo, llego a las siguientes conclusiones: 1) que en tiempos de El Bosco estaba viva la secta de los Adamitas. 2) que su Gran Maestre fue ese criptojudío, amigo del pintor y de Felipe el Hermoso".

—Eso ya lo sabíamos —Mazeres interrumpió displicente la lectura.

—Sí, sí; pero lo que ahora no tengo tan claro es el papel de Pieter Breitner en este fregado de la reliquia de San Pantaleón —añadió ella.

El Tríptico de la Epifanía, al que se refería monseñor en su carta, fue el último de los grandes trípticos que pintó El Bosco y estaba en el museo del Prado. Paloma pensó que podía exponerle mejor su replanteamiento si tenían delante el cuadro, así que invitó al inspector a pasar a la sala. Mazeres no era un apasionado de la pintura y para hacerla rabiar hacía comentarios despectivos como afirmar que Tapies y otros pintores modernos eran bodrios creados por los críticos a base de un metalenguaje que ni ellos mismos entendían. Paloma para no discutir, lo desarmaba, dándole la razón. Una vez ante el tríptico, exclamó Mazeres con ganas de provocarla:

—Al menos, aquí se ve algo; no como en Tàpies.

Paloma, que no quería enredarse en discusiones ajenas al objetivo que se proponía, evitó entrar al trapo. Le explicó con concisión las tres tablas para centrarse en la del medio.

—El Bosco pintó al rey Melchor como un anciano sacerdote, revestido con una magna capa roja en acto de realizar un servicio divino. Está de rodillas, inclinado en actitud devota, con las manos juntas y a distancia respetuosa de la Virgen. A sus pies ha depositado su ofrenda de oro. Gaspar, a la izquierda de Melchor, cabello castaño, más joven que su compañero, y también de rodillas, lleva en sus manos una bandeja de plata con el incienso. Detrás de estos dos reyes, Baltasar, piel oscura y cabello rizado, acompañado de un servidor negro con túnica roja y cabeza coronada de flores, espera su turno de pie, solemne y garboso. Lleva en sus manos un frasco en forma de globo que guarda la mirra —incidió mucho en esa palabra, reforzándola con una larga pausa como si ahí radicase el quid de la cuestión, y siguió—: Pieter Breitner afirmaba en un artículo que esta Epifanía no era un cuadro religioso sino esotérico que sólo los iniciados serían capaces de interpretar.

—Lo siento, querida. Los tiros ya no van por ahí —dijo el inspector muy seguro—. La pista del holandés, de El Bosco, de los Adamitas... resultó una pista equivocada que nos desvió del buen camino y nos hizo perder mucho tiempo.

—Entonces, ¿qué papel juega Pieter y su muerte en todo este sarao del robo de la reliquia de san Pantaleón? —le reprochó ella— ¿Yo de ti no estaría tan seguro? El tríptico, en opinión de Breitner —siguió—, representa "La Exaltación de la Mirra".

—¡La exaltación de la mirra! ¡Amor seráfico! —exclamó, burlón, el inspector.

—No te burles, por favor y atiende. Según una antiquísima tradición oriental, los Magos ofrecieron al Niño la mirra y la fórmula secreta para transformarla en un brebaje misterioso.

—¡La mirra, la mirra! Chorradas, Paloma, chorradas. Alucino.

La carta de monseñor y la leyenda que Paloma le estaba contando le parecían una manera tonta de perder el tiempo. Se había puesto nervioso y a punto estuvo de desvelarle la pista del Opus que echaba por tierra todos aquellos castillos levantados en el aire; pero tuvo que reprimir su impaciencia. Todavía no había llegado el tiempo oportuno.

—Me parece que estamos mareando la perdiz —le dijo en tono poco cariñoso.

—La secta de los Adamitas —insistió impertérrita Paloma, convencida de que no podía darse por zanjada la pista del holandés— iba en busca de esa prodigiosa mirra de los Magos, cuyos efectos ensalzaban. Los que tuvieron la dicha de probarla, aun estando en este mundo, fueron transportados de manera prodigiosa al paraíso terrenal y disfrutaron de todos los placeres de la carne... Como ves, Julián, entre El Tríptico de la Epifanía —lo cogió del brazo y lo pasó al otro lado donde, espalda contra espalda, estaba el otro tríptico— y El Jardín de las Delicias hay una estrecha relación. La mirra de los Magos desataba la pasión carnal y elevaba los orgasmos a la enésima potencia. El Jardín de las Delicias, reproduce los efectos que causaba esa resina... Un paraíso terrenal donde los humanos, desnudos, disfrutan de toda clase de lujuria.

—Una orgía desaforada y sin fin.

—Julián, no me cabe la menor duda de que los Adamitas (los de entonces y los de ahora), buscaban ese opium dei, brebaje maravilloso.

—¡Opiumdei! Paloma, por favor, no sigas.

—Déjame que termine y después opinas.

Paloma hubiese querido describir iconográficamente el cuadro y aportarle un cúmulo de detalles que relacionaban la mirra de los Magos con El Jardín de las Delicias y, lo que era más sorprendente aún, con el brebaje alucinógeno que bebió Jesús en la cruz pero desistió, al ver que Mazeres se encrespaba cada vez más.

—Según Pieter Breitner —se limitó a añadir—, la figura más enigmática y perturbadora de esta Epifanía es ese cuarto rey que asoma en el umbral de la cabaña semidesnudo. Para unos autores se trata del rey Herodes, para otros, del Anticristo.

—¡El Anticristo! Lo que nos faltaba —y, a renglón seguido, preguntó con sonsonete, sin el menor interés— ¿Por cuál de esas interpretaciones se inclinaba Breitner?

—Julián, yo siempre te he escuchado con respeto y con paciencia. Nunca he calificado de tonterías las cosas que me has contado sobre el caso San Pantaleón. Y algunas, no me lo negarás, han sido auténticas estupideces —se notaba que estaba herida, luego se sobrepuso con esfuerzo y, como si no hubiese pasado nada, siguió—: Pieter Breitner propone dos hipótesis. El cuarto rey, o bien representa a Adán que, según el antiquísimo "Libro de la Caverna de los Tesoros", habría sacado del Paraíso la mirra del árbol sagrado. Esa mirra que, como te digo, les abrió los ojos y les hizo disfrutar como dioses. O bien representa al sumo sacerdote de la secta de los Adamitas. Sea cual sea la interpretación correcta, lo cierto es que ese personaje asiste al misterio de la Epifanía, o lo que es lo mismo a la milagrosa transmutación de la mirra en un brebaje misterioso.

—¡El opiumdei! La mirra se transmuta en un brebaje misterioso. ¡Ya! —y, señalando, escéptico, El Tríptico de la Epifanía, añadió— ¿Y todo eso que dices está metido en este cuadro?

—Julián, si no tuvieses tantos prejuicios y me dejaras que te lo explicase, lo verías.

—Dime ahora tú una cosa. ¿Qué tiene que ver la dichosa mirra de los Adamitas con el caso de san Pantaleón? ¿No crees que te has metido en un lío de mucho cuidado?

—¡Y tanto que tiene que ver lo que te estoy diciendo con la reliquia de san Pantaleón, es decir la de Himmler. Ahí es adonde yo quiero ir a parar, y no me dejas —le contestó y respiró ufana—. Por lo que intuyo, la mirra de los Magos, manipulada según la receta alquímica que ellos mismos proporcionaron, se convierte en poción milagrosa.

—¡El opiumdei! ¿Otra vez vuelves sobre lo mismo? Me lías.

—Los Reyes Magos, en su visita a Belén, entregaron al Niño Jesús la mirra como materia médica y un recetario secreto para utilizarla.

—¡Vamos, anda! —se le escapó.

Paloma se sentía muy molesta ante la desconfianza que sin ninguna consideración mostraba el inspector. A pesar de todo, persistía, convencida de que le haría entrar en razón.

—Los documentos que me ha mandado monseñor Bergonzi confirman todo mi planteamiento. Por otra parte, los evangelios remarcan mucho la persona de Jesús como la de un sanador, la de un taumaturgo acreditado...

—Ahora, va y resulta que Jesús fue un curandero: lo que me faltaba oír. ¿Estás insinuando que Jesús hizo uso de la mirra que los Magos le ofrecieron en Belén para sus curaciones prodigiosas? ¿No dijiste que ese opiumdei era una droga erotizante, que disparaba la lujuria?

—Esa mirra tenía efectos polivalentes. Eso es lo que trato de hacerte comprender —Paloma adelantó esa afirmación sin argumentarla, cosa que el inspector, pendiente de otras cosas, tampoco le pidió. Siguió con su tesis—. Jesús utilizó la mirra para obrar sus curaciones y quizá también la utilizó en la cruz, por eso los Adamitas, como otras sectas cristianas de los primeros tiempos, afirmaban que Jesús no experimentó dolor alguno en la cruz sino todo lo contrario.

—Claro, ese brebaje le produciría un orgasmo sinfín que lo transportaría al quinto cielo —ironizó el inspector.

Paloma, pasando por alto una vez más sus pullas, continuó:

—Los apóstoles, después de su muerte, continuaron esa misma tradición de sanar enfermos. ¿Heredó algún grupo ese recetario? ¿Iban los Adamitas en busca de la mirra prodigiosa? —lanzó al aire esas preguntas sin contestarlas y, después de una larga pausa, expuso un dato que a ella le resultaba sorprendente—. Julián, quizá José de Arimatea fue el depositario de la mirra, de esa sagrada pócima, y no, como se dice, el guardián del cáliz de la sangre de Jesús.

—¿Que pretendéis demostrar tú y monseñor? —se burló el inspector— ¡Qué veleidades son ésas! Creía que el caso de san Pantaleón te lo habías tomado en serio —y siguió con sus reproches—. Habías trabajado sobre la hipótesis de que la secta de los Adamitas buscaban la sangre de Cristo para clonar al verdadero Adán y, ahora, cambias de opinión y te embarcas en una teoría de lo más rocambolesca: los Adamitas buscaban la mirra de la sagrada lujuria. ¿En qué quedamos?

—Tú sabes, mejor que nadie, que jamás se debe cerrar una pista a no ser que haya evidencia de error o sea excluida por otra de mayor grado de certeza.

Mazeres, molesto porque su novia acababa de darle una lección, le contestó en tono brusco:

—Paloma, pongamos los pies en tierra y dejémonos de quimeras. Buscasen lo que buscasen los Adamitas, el papel de Pieter Breitner en el robo de la reliquia quedó clarísimo. Pieter fue un mero instrumento que el comisario Ortiz, como el mismo confesó, utilizó para introducirse en el monasterio de la Encarnación por el túnel; y punto. Continuar por esa vía fantasiosa de El Bosco, de Pieter y de los Adamitas es perder soberanamente el tiempo. No van por ahí los tiros, créeme.

—¿Tan seguro estás? —le contestó, muy agraviada— No puedes hablar así y echar por tierra la teoría de la mirra, cuando aún no has recuperado la reliquia ni conoces a ciencia cierta cuál es su contenido.