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Hasta que se topó de bruces con el caso de la reliquia de san Pantaleón, rodeada de secretismo y salpicada con las muertes que engrosaron el sumario, Mazeres pensaba que las reliquias de Jesús no eran sino leyendas del medioevo utilizadas por algunos novelistas para recrear mundos esotéricos. Sin embargo, constataba que, al día de hoy, algunos científicos de renombre las tomaban en consideración. Con seriedad y temor (sobre todo después de las amenazas del comisario), juzgaba ahora la del monasterio de la Encarnación.

Un día, navegando por Internet en busca de datos sobre la persona del arzobispo Sutherland y sus relaciones con el Opus, como había hecho en otras ocasiones, se tropezó casualmente con la www opuslibros.org de la que algo había oído hablar. Le picó la curiosidad y entró. Se llevó una gran sorpresa. En el frontispicio de la página le apareció de forma destacada unas frases muy sugerentes: "GRACIAS A DIOS NOS FUIMOS. ¿OPUS DEI: UN CAMINO A NINGUNA PARTE?"

Mazeres desde su juventud había mantenido contactos con gente del Opus y, aunque no ingresó en la institución de puro milagro, contaba con buenos amigos dentro. Espoleado por la curiosidad, quiso conocer las opiniones de los que la habían abandonado. Pocos de los que allí escribían firmaban sus cartas y artículos, sin duda por miedo a posibles represalias, cosa que no le extrañó. Sus testimonios rezumaban frustración, mucha amargura y, cosa que le admiró, ningún resentimiento contra la Iglesia. Los articulistas ratificaban con las experiencias de sus propias vidas la fama de secta destructiva que tenía esa corporación.

El Opus ha sido para mí una experiencia negativa, frustrante... Me empequeñeció mental y espiritualmente... Me forjó una idea de Dios que ponía freno a la alegría y a mi salud mental... El Opus me dio mil razones para morir y muy pocas o ninguna para vivir... Cuando salí del Opus, me quité la camisa de fuerza, y volví a la vida.

Quedó alucinado. Siguió leyendo y leyendo sin parar textos sinceros que a nadie con un poco de sensibilidad podía dejar indiferentes y que restallaban en su corazón como un látigo. Alegatos como ésos se repetían con monotonía abrumadora. Había oído historias, susurros aquí y allá, pero ahora, de golpe, tenía reunidos un sinfín de testimonios contados por los mismos que los habían sufrido. No daba crédito. Entre tantos casos, le impresionó el de una numeraria auxiliar, eufemismo para designar a las muchachas cuya vocación a la santidad había consistido en ser sirvientas de los varones del Opus, criadas de por vida y sin paga.

Paseábamos por una aburrida carretera, siempre vigiladas. Me sentía desesperadamente sola. No podía hacer amistades. No podía intimar con ninguna compañera sólo con la "directora de confidencias", que se me había impuesto. Necesitaba una sonrisa, una palabra de aliento, un abrazo. Necesitaba sentir afecto. Nadie me había dado un beso de amor, no sabía qué era un beso en la boca. El cuerpo había que mortificarlo, maltratarlo como un mulo de carga, ocultar, y si era posible, quitarle todos sus encantos. No podía transmitir mis verdaderos pensamientos, pues tenía que entregar las cartas abiertas. A medida que pasaban los días me sentía más y más sola. Nunca había sido libre: primero, mi padre en casa; luego, el Opus. Todos los días rojos del calendario se habían vuelto negros, ninguno era festivo para mí. ¿Cómo las numerarias, siendo nosotras sus criadas, se cansaban tanto que tenían que reposar cada dos por tres? ¿Por qué estaban tristes con tanta frecuencia y tenían los casilleros del comedor donde guardaban sus servilletas llenos de medicamentos que parecían el mostrador de una farmacia? ¿Estaban enfermas? Pero, ay, cuando los casilleros se quedaban pequeños para tantos botes, el Padre y los de la Casa devolvían a esos vegetales a sus familiares, a portes debidos. Entonces, por fin, para unos empezaba la vida y para otros se confirmaba la muerte. Y sobre ellos caía el olvido más inhumano, como si jamás hubiesen existido...

Mazeres también encontró en aquella página web otro hecho estremecedor que denunciaba Alberto Moncada, sociólogo y ex miembro del Opus: "Las peculiares circunstancias en las que viven los numerarios del Opus Dei —escribía—, conducen con frecuencia a frustraciones, depresiones y abandonos... En los últimos tiempos se constata un creciente número de enfermedades mentales e intentos de suicidio, y un peculiar tratamiento de ellas en la Cuarta Planta de la Clínica Universitaria de Navarra".

—¡La Cuarta Planta! —exclamó Mazeres — ¡Qué buen título para una novela!

Pero lo que Alberto Moncada relataba no eran ficciones de novela sino realidades que él mismo había contrastado. Cuál no sería el asombro del inspector al descubrir hospitalizado en ese Gulag, que el Opus había creado para sus miembros enfermos, a un amigo suyo de sus años universitarios. Su nombre no venía citado tal cual, pero las iniciales y otras circunstancias concordaban con las de Carmelo Gómez de San Román.

—Demasiadas coincidencias. No puede ser otro —se dijo, temeroso de que hubiese corrido la misma desgracia de tantos que aparecían retratados allí, e hizo firme propósito de visitarle.

¿Fue espíritu de compasión lo que le movió o el deseo de comprobar por sí mismo qué había de cierto en todo aquello? Sin pensárselo más, el primer fin de semana cogió su coche y, solo, partió rumbo a Pamplona. A pesar de ser una ciudad que tanto sonaba dentro y fuera de España (gracias, sobre todo, al entusiasmo con que Hemingway describió sus encierros y corridas de toros), era la primera vez que el inspector Maceres ponía sus pies en ella. Los "san fermines" nunca le interesaron y, ahora, tampoco disponía de tiempo para deambular por sus calles y visitar sus monumentos. El objetivo de su viaje a Pamplona se circunscribía a la Universidad de Navarra, en concreto a su prestigiosa Clínica, buque insignia del Opus, que también sonaba dentro y fuera de España. Llegar hasta ella, no tuvo mayor dificultad. El edificio se levantaba a un extremo del inmenso campus, no lejos del CIMA recién inaugurado. Lo difícil fue subir a su Cuarta Planta que, de leerla citada tantas veces en los escritos de Internet, llegó a pensar si no se trataría de una invención literaria. Los varios controles que tuvo que sortear eran muy estrictos, casi una aventura kafkiana. Mazeres nunca antes había pisado un psiquiátrico y no sabía decir si esa planta podía calificarse así. Los anchos pasillos silenciosos y de paredes blanquísimas olían a limpio. Era tal la asepsia que reinaba por doquier que casi resultaba molesta. Los médicos y enfermeras que se cruzó por el camino le parecieron cortados todos por el mismo patrón: circunspectos y envarados, quizá un poco robotizados para su gusto. Sonreían con una sonrisa acartonada como si la llevasen impresa. Todo resultaba demasiado pulcro.

Durante el tiempo que pasó haciendo pasillos, escuchó conversaciones de refilón, habló a escondidas con los enfermos y pudo averiguar que a esa Cuarta Planta llegaban dos clases de enfermos. Por una parte, miembros del Opus, hombres y mujeres, que, debido a la incoherencia entre el ideal que les vendieron y la realidad que vivían, al cabo de los años habían caído en depresiones profundas, neurosis y trastornos psicológicos. La segunda clase de pacientes la integraban los miembros rebeldes que se permitían disentir o criticar a la Institución. Estos "enfermos", peor que los primeros, carecían de "buen espíritu", del espíritu peculiar del Opus, que era casi lo mismo que decir que se dejaban llevar del mal espíritu y, lo que podía ser terrible, que estaban siendo manejados por el demonio. ¡El demonio! En definitiva: constituían una amenaza para la unidad sacrosanta de la Obra.

—Los directivos del Opus —le confesó un enfermo de los hospitalizados, después de tomar grandes precauciones— comparten la tesis de que la desviación ideológica es una enfermedad mental.

—Eso parece una afirmación muy fuerte —se sorprendió Mazeres.

—Observe, observe con detención y se convencerá por sí mismo —y añadió una noticia escalofriante—. En el Opus Dei a nadie se permite abandonar el barco, hay que perseverar hasta la muerte. No hay otra salida.

—¿Perseverar a costa de la salud?

—Los superiores dicen que quien abandona el Opus será infeliz en el mundo y pone su alma en peligro de eterna condenación. Los psiquiatras en lugar de ayudarnos a recuperar nuestra salud nos atiborran de pastillas y se dedican a convencernos de la bondad de la Obra. Muchos enfermos pasan días enteros amodorrados. Otros acaban locos o intentan suicidarse. ¡Triste final el que nos espera!

El testimonio espontáneo de aquel enfermo le pareció exagerado, inhumano, pero coincidía con los que Mazeres había leído en la red. Después de lo que había visto y oído por sí mismo, juzgó que los relatos se quedaban cortos.