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Mazeres salió del templo mareado. Los cantos, el olor dulzón de la cera derretida, el calor sofocante, el fervor sudoroso del gentío, los apretujones... Unos minutos más y le da una lipotimia. Salió mareado y sorprendido. De camino a casa, fue formulándose preguntas que era incapaz de contestar. Se le hacía muy cuesta arriba creer en milagros y fenómenos raros que a la gente piadosa le encanta y que la Iglesia, amparándose en dictámenes de dudosa rigurosidad científica, fomenta; pero lo que acababa de ver con sus propios ojos le había impresionado. ¿Qué era aquello y qué explicación tenía?, se puso en guardia, no fuese a caer en la misma trampa que denunciaba. Si ocurre algo que contradice las leyes de la naturaleza, se decía, hay que abrir bien los ojos, situarse a la defensiva y exigir explicaciones a la ciencia. Debía, pues, investigar con seriedad ese fenómeno no sólo por curiosidad, que era mucha, sino porque entraba de lleno en el sumario de lo que había ocurrido en el monasterio escasas horas antes. Para caminar por la vida, amigo Julián, convino consigo mismo, necesitas dos imprescindibles puntos de apoyo: la ciencia y el pensamiento crítico.

—Si el monasterio —se puso a sí mismo la cuestión— posee dos relicarios de san Pantaleón: uno, con un huesecillo, que yo mismo he besado, y otro, con unas gotas de su sangre, ¿por qué los ladrones se decidieron por la sangre, cuando era mucho más fácil y menos complicado llevarse el hueso? El muerto, que es el único testigo que tenemos, no puede contestarme. Y quizá, aun estando vivo, tampoco sabría.

Al llegar a su domicilio, el ascensor no estaba en el zaguán y no tuvo paciencia para esperarlo; sin pensárselo, subió por la escalera los cinco pisos que le separaban de su casa, sorteando los escalones a zancadas de dos en dos. Arrojó la chaqueta encima de una silla y se sentó delante de su ordenador. Pronto un inmenso mar azul (imagen que él mismo había escogido por su efecto relajante) inundó toda la pantalla y parecía querer salirse. Abrió Internet, oráculo más preciso y universal que el de Delfos, dispuesto a formularle la serie de preguntas que venía mascullando. Marcó en el teclado las palabras claves: San Genaro y licuación. La pantalla de su ordenador, a diferencia de las respuestas lacónicas y vagas de los oráculos griegos, le proporcionó páginas y más páginas para que él mismo las consultase y sacara sus propias conclusiones. Así fue como se enteró de que la sangre, una vez coagulada, jamás se licua por sí misma.

—¡Nunca! La afirmación es rotunda, sin excepciones —se dijo, dispuesto a ser muy riguroso en la indagación que comenzaba—. Esto cuestiona, pues, el contenido de las ampollas. ¿Se trata de verdadera sangre de san Genaro o de san Pantaleón lo que contienen esas ampollas? Habrá que ir con mucho tiento, que la Iglesia anda por medio.

A continuación leyó en su monitor una palabra relacionada con la licuación y que leía por primera vez: tixotropía.

—Tixotropía —la silabeó para memorizarla mejor—. Propiedad que tienen algunas sustancias sólidas de licuarse cuando se las agita.

Se quitó la camisa para estar más cómodo y se quedó a cuerpo. Como continuaba sudando, abrió de par en par las puertas del balcón pero tuvo que cerrarlas pues el viento que entraba era poco y caliente. A finales del siglo XIX, prosiguió leyendo en la pantalla, un tal profesor Albini de la Universidad de Nápoles quiso descifrar el milagro de la sangre de san Genaro, aplicándole el principio de tixotropía. Con la mezcla de sustancias tixotrópicas que utilizó sólo obtuvo algo que se asemejaba al color de la sangre, pero no la sangre que se suponía. Muchos años después, en 1991, Luigi Garlaschelli de la Universidad de Pavía, Franco Ramaccini y Sergio Della Sala de Milán, publicaron un artículo en la revista Nature donde describían un curioso experimento de laboratorio que reproducía el fenómeno de licuación atribuido a la sangre de san Genaro.

—¡Nature! ¡Ojo! Se trata de una revista muy prestigiosa —y siguió con la lectura.

Para su experimento, los sabios italianos eligieron cloruro de hierro, carbonato de calcio, cloruro sódico y agua destilada, sustancias que los alquimistas del siglo XIV también podían haber obtenido con facilidad. En efecto, el cloruro de hierro lo podían encontrar en las lavas volcánicas; el carbonato de calcio, en las piedras calizas; el cloruro sódico en la sal común y el agua destilada, en el agua de la lluvia. Esos cuatro elementos, mediante una técnica llamada diálisis, daban como resultado una solución coloidal de Hidróxido de Hierro, cuya propiedad tixotrópica reproducía el fenómeno de la licuación. Sin embargo, el experimento Garlaschelli tenía un punto débil. ¿Cómo podían los antiguos alquimistas que crearon la supuesta sangre del santo conocer la diálisis cuando su uso se estableció en el siglo XIX? Esta dificultad, para sorpresa de Garlaschelli, ya la había resuelto en el siglo XVII el médico y químico belga Van Helmont al demostrar con experimentos que la sal diluida en agua podía pasar a través de una vejiga. Con toda probabilidad el propio Hipócrates, muchos siglos antes que Van Helmont, ya usó ese método de filtraje. Luego los alquimistas del XIV bien pudieron conocer y aplicar la técnica de diálisis, con menos sofisticación si se quiere pero con idéntico resultado.

Mazeres estaba tan entusiasmado con los descubrimientos que hacía que se olvidó de prepararse la cena y, lo que era peor, a punto estuvo de tirar del cajón y echar mano a su cajetilla de cigarrillos que reservaba para casos de extrema emergencia. La tentación del tabaco la superó y, para saltarse la cena, buscó en el refrigerador una cerveza y algunas cosas de picar. Siguió con la lectura.

El ensayo de Garlaschelli fue asombroso. La sustancia tixotrópica que obtuvo era muy parecida a la de la sangre de San Genaro en textura, color y otras propiedades. Bastaba agitar con suavidad el tubo de ensayo, como hacía el sacerdote con el relicario, para que la masa gelatinosa se licuara. En 1992, el propio Garlaschelli y Michael Epstein aplicaron un nuevo test a la reliquia napolitana. Consistió en comparar el espectro de la sustancia tixotrópica de Garlaschelli y el espectro de la sangre de san Genaro realizado noventa años antes. En efecto, en 1902 el científico Angel Zoritae sometió el contenido de las ampollas a un examen espectroscópico. Después de varias pruebas, Zoritae y los otros científicos que habían sido testigos de su experimento llegaron a la conclusión de que se trataba de sangre humana. Curiosamente, el espectro de Garlaschelli mostraba características similares al de Zoritae. Y, lo que era más sorprendente, uno y otro coincidían de manera genérica con el espectro de la sangre humana auténtica. Sin embargo, también esta prueba tenía sus puntos débiles. Primero, Zoritae y los científicos de 1902 no contaron con un equipo de alta precisión para llevar a cabo su experimento. Segundo, no emplearon la fotografía para registrar el espectro. Tercero y más grave, la supuesta sangre de san Genaro no fue retirada de su ampolla para el experimento por lo que éste quedó contaminado por el vidrio...

Ensimismado en estas cosas, Mazeres no había advertido la hora que era y fue su estómago, al que el tentempié y la cerveza no habían logrado engañar, el que tuvo que reclamarle de modo apremiante su ración. Ya no era tiempo de entrar en la cocina y ponerse a guisar, así que decidió bajar al bar.

—Ponme un pepito de ternera y unas aceitunas partidas —dijo con familiaridad al camarero que lavaba vasos detrás de la barra.

—¿Y para beber? —le preguntó, mientras secaba sus manos en el delantal.

—Un vaso de vino tinto.

—¿Te va bien "Sangre de Toro"?

—Para sangres estoy yo.

—¿También tú boicoteas los productos catalanes?

—Vamos anda, no me hagas hablar. Ponme "Sangre de Toro".

Aquel bocadillo de pan crujiente pringado de aceite, con la ternera y ajos tiernos dentro, le recordó los que le preparaba su madre los domingos antes de ir a la catequesis parroquial. En ningún otro bar de Madrid había encontrado ese sabor de su infancia. Lo devoró con verdadera delectación pues no hay mejor bocado que el que se acompaña con buenos recuerdos. Pidió luego un café muy cargado con la intención de pasarse buena parte de la noche cara a su ordenador. Antes de subir a su casa, en el portal mismo, llamó a Paloma para decirle lo mucho que la quería y echaba de menos y cómo le gustaría jugar con ella, metidos los dos en la bañera ahora que hacía tanto calor. Un vecino que en aquel momento hubiese bajado a echar la bolsa de la basura y, cotilla, se hubiese detenido a escuchar la conversación, sólo hubiese oído vocablos deshilachados, quizá anodinos, pero que al inspector, que los sabía descodificar, le enardecían. Subió en el ascensor, entró en casa, corrió a su dormitorio, se tendió en la cama y, sin dejar de hablar y escuchar por el móvil, se entregó de lleno a escuchar las palabras de suaves y aterciopeladas de Paloma. Esa modalidad erótica, nueva para él, le encantaba.

—¿Estás bien mi amor? —preguntó Paloma al escuchar su respiración entrecortada.

—En la gloria.

Reflejado en el espejo del armario, vio a un Julián radiante y satisfecho. Luego, llenó de besos el pequeño teléfono y se despidió de Paloma. Mientras tomaba una ducha templada, se sorprendió cantando no sabía muy bien qué, pero cantando. Desnudo como estaba, volvió a sentarse ante el ordenador.

Los científicos que se ocuparon del fenómeno de la licuación no habían llegado a una solución satisfactoria. La respuesta definitiva sobre el milagro de san Genaro sólo se obtendría cuando la jerarquía eclesiástica autorizase el estudio directo sobre la sustancia contenida en las ampollas. ¿Estaba dispuesta la Iglesia a someter la supuesta "sangre" de san Genaro a los rigores de la ciencia? De todas formas, quedaban sin resolver otras cuestiones no menos sugestivas. ¿Se conocería alguna vez cuál fue el origen de aquellas "sangres", quién fue su inventor y cuáles sus propósitos?

A medida que el inspector ampliaba sus informaciones acerca de la sangre de san Genaro, perfectamente aplicables a la de san Pantaleón, crecían aún más sus dudas sobre la reliquia robada. ¿Para qué querrían aquellos ladrones sacrílegos la sangre de san Pantaleón? El caso, ésa era la verdad, cobraba una dimensión excitante, de ésas que hacen subir la adrenalina. Entre la conversación de Paloma, que todavía sentía vibrar por todo su cuerpo, y el estrés de la investigación, Mazeres podía reventar si no encendía un pitillo. Así que abrió el cajón de su mesa y sacó la cajetilla. Tragó el humo de la primera calada y luego, con la boca en forma de o, lo fue expulsando a golpecitos rítmicos. Uno detrás de otro, los buñuelos de humo ascendían al techo, como nubecillas encadenadas. "Después de un buen polvo, no hay placer mayor que un cigarrillo". Mientras observaba cómo se deshilachaban lentamente los buñuelos, volvió al ordenador.

—¿Por qué habiendo dos reliquias de san Pantaleón —estrujó el celofán de su cajetilla y lo arrojó a la papelera— los ladrones escogieron la de su sangre? ¿Qué misterio encerrará esa supuesta sangre para que haya un asesinato por medio?

La calada que dio mientras se hacía esa pregunta fue tan profunda que debió de llenar por completo sus pulmones pues al expulsar el aire llenó de humo toda la habitación. Aspiró el olor con gran fruición y se le apareció la imagen de Paloma. De inmediato, Ernesto se estremeció. ¿Se trataba de una asociación de ideas, de un reflejo condicionado? No dedicó ni un segundo a dilucidar la hipótesis, y aplastó con fuerza el cigarrillo para evitar distracciones. Más sereno, volvió a la cuestión que él mismo se había planteado:

—¿Por qué los ladrones escogieron el relicario de la sangre?

No encontró respuesta, pero sí otra pregunta.

—Si a los ladrones, por las razones que fuesen, les interesaba el fenómeno de la licuación, ¿por qué no fueron a Nápoles y robaron la sangre de san Genaro de renombre mundial? Allí se guardan dos ampollas, se licuan más veces al año y el efecto dura más tiempo.

El cigarrillo, mal apagado, continuaba humeante. Con aquella colilla encendió otro. Mazeres se excitaba por momentos. El caso, a medida que se iba planteando cuestiones, le fascinaba más.

—¿Por qué eligieron la reliquia de la Encarnación? ¿Qué tiene la sangre de san Pantaleón de Madrid que no tenga la de san Genaro?

Las preguntas resultaban difíciles de contestar. Por otra parte, sin embargo, perfilaban una pista verosímil. Mazeres había llegado casi al convencimiento de que detrás del robo no había una secta satánica en sentido estricto, como había insinuado el capellán del monasterio, sino una de esas sectas pseudo científicas o de "extraterrestres" que tanto habían proliferado en los últimos tiempos, y eso, por eliminación, suponía un avance en las pesquisas.

—Pero ¿qué secta? —se preguntó irritado por su impotencia.