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El antiguo grabado del relicario de san Pantaleón y la fotografía más reciente del mismo relicario se convirtió para el capellán en el clásico juego de los siete errores donde el buen observador, entre dos dibujos aparentemente iguales, debe encontrar las diferencias. El padre Méndez ya había descubierto que la disimilitud sustancial residía en las cápsulas de vidrio, como en su día comentó con el inspector Mazeres. Disparidad casi imperceptible, pero que con la ayuda de una lupa se veía con entera claridad. Ahora había que dar un paso más. ¿Cuándo se sustituyó la ampollita del relicario? ¿Acaso se rompió la primitiva y se reemplazó por la nueva? Con paciencia se puso a repasar y clasificar por fechas las estampas y fotografías del relicario, que en los cajones del archivo del monasterio las había a cientos. Llegó a la conclusión de que la cápsula de vidrio del grabado del siglo XVII se repetía año tras año hasta llegar a 1943. A partir de ese momento, la cápsula del relicario era la actual, la que él siempre había conocido. El padre Méndez quiso cerciorarse bien, no fuese a acabar su descubrimiento en humo de pajas; y realizó nuevas pesquisas. Después de atar todos los cabos, y haber elaborado una teoría, irrefutable a su entender, llamó al inspector para ponerle al corriente.
—Aunque las diferencias apenas sean apreciables en las fotografías —le dijo, reafirmándose en lo suyo—, la ampollita que nos robaron no es la misma que hubo antes.
—Eso, padre Méndez, ya me lo hizo saber la última vez.
—Sí, sí. Pero lo que entonces no sabía es que el cambio de la ampolla del relicario se produjo, exactamente, en 1943 —y recalcó la fecha—. En ese año se produjo el cambio.
—¿Qué tiene eso de particular? —insistió el inspector.
—¡Que qué importancia tiene eso! ¡1943!
Estaban en el ala de los aposentos de los capellanes, en el despacho del padre Méndez. Mazeres, sentado delante de la mesa del padre Méndez, escuchaba atento sus explicaciones con la vista puesta en la página correspondiente del libro de los grabados. La fecha, dada la insistencia con que el capellán la recalcaba, debía de ser una pieza sustancial de la investigación, pero el inspector no caía en la cuenta.
—1943. No hace falta que lo repita —respondió Mazeres, y le preguntó— ¿Qué sucedió ese año? ¿Qué relación guarda con la dichosa reliquia?
El capellán tenía desparramadas sobre su escritorio un sinfín de estampas y fotografías que reproducían el relicario. Se quitó las gafas de medios cristales y, sin dar respuesta a esas preguntas, se asomó a curiosear por la ventana. En el huerto, que de allí se veía casi entero, unas novicias recogían frutas de los árboles y llenaban pequeñas cestas, mientras otras hacían correr el agua entre caballones erizados de cañas emparradas de las que pendían hermosos tomates, algunos ya coloreados. Hasta la ventana subía el olor de tierra mojada. Aunque en teoría las monjitas deberían de trabajar en silencio, se las oía muy animadas y parlanchinas, mariposeando de aquí para allá con las blancas tocas al aire. Estaba claro que para ellas la agricultura no era otra cosa que un entretenimiento. La maestra de novicias, sentada a la sombra de un descomunal magnolio, embebida en su libro de rezos, o simulando leer, hacía la vista gorda.
—Si se les apretasen las tuercas —comentó el capellán, de espaldas, abandonando por un momento el tema que tenían sobre la mesa —y les aplicasen la Regla al pie de la letra como en otros tiempos, el monasterio se vaciaba en menos que canta un gallo.
La Encarnación, como otros muchos conventos, había tenido que abastecerse de vocaciones foráneas, única solución si no quería cerrar.
—¡No hay vocaciones! —se lamentó el padre— No entran alumnos a los seminarios y los monasterios son hoy auténticos geriátricos. Los obispos echan mano de lo que pueden: del Este, de Latinoamérica, de África; pero qué quieres que te diga. La mayoría de estas personas, vocación, lo que se dice vocación, no tienen. Vienen en busca de una vida mejor y en cuanto arreglan los papeles...
—Comprensible —comentó Mazeres y añadió sin pizca de pena—. España, padre, ya no exporta misioneros como en otros tiempos. Ha dejado de ser la reserva espiritual de Occidente, por mucho que algunos cardenales la añoren. Ahora importamos.
—¡Cómo han cambiado los tiempos! —exclamó, melancólico, el padre Méndez.
—Cuénteme qué pasó en 1943 —el inspector, ansioso, recondujo la conversación— Yo aún no había nacido.
El capellán parecía estar muy pendiente de lo que pasaba en el huerto, pero al cabo de un rato volvió a su mesa de trabajo y se sentó.
—Echemos por un momento la vista atrás y hagamos un poco de historia —dijo en plan pedagógico—. En 1943 los aliados desembarcaron en Sicilia... —hizo una de aquellas pausas que tanto irritaban al inspector.
—¿Y...?
—Pero no son los grandes acontecimientos lo que a nosotros interesa, sino la pequeña historia de este monasterio.
—¿Qué ocurrió ese año en este monasterio? —cedió Mazeres a la metodología catequética de preguntas y respuestas que utilizaba el capellán.
El padre Méndez se guardó la respuesta y tensó la pausa más de la cuenta.
—¿Qué pasó en 1943? —insistió de nuevo Mazeres, cada vez más impaciente.
El capellán tomó el bastón que tenía junto a su escritorio y apoyó sobre él sus manos como si necesitase apuntalar su cuerpo entero. Al inspector le pareció que en todo aquello había mucho teatro.
—En 1943 —comenzó a hablar como el maestro que dicta una lección—, ni tú habías nacido ni yo era capellán del monasterio de la Encarnación; ni tan siquiera vivía en Madrid. Como supondrás, hasta ahora, poco o nada me había preocupado el relicario de san Pantaleón; como tampoco el resto de las reliquias que aquí se almacena. Nada sabía acerca de los avatares qué había corrido este relicario. Por eso eché mano del Cronicón del monasterio.
Mazeres, que había abandonado el tabaco (ponía su voluntad en ello sin demasiado entusiasmo), sacó unos caramelos de menta y, después de ofrecérselos al padre Méndez, se metió uno en la boca. Aspiró el frescor.
—Es para calmar los nervios, si puedo —confesó.
—Durante la guerra civil —continuó el capellán mientras con parsimonia quitaba el envoltorio del suyo—, no sé la fecha con exactitud, los milicianos entraron en la Encarnación como Pedro por su casa. Aún quedan dos o tres monjas que vivieron esos sucesos. Gracias a Dios, no quemaron el monasterio, como hicieron con otras iglesias; sin embargo se perdió gran parte del Archivo...
—Pero en 1943 gobernaba Franco —observó, impaciente, Mazeres—. Hacía cuatro años que había terminado la guerra., ¿no es así?
—Lo sé. Lo sé. No creas que me he despistado.
Cogió el cronicón de vientre abultado, que hasta entonces había dormido en un ángulo de la mesa, se puso los lentes y buscó el año en cuestión.
—Este viejo cronicón está dividido por meses y años —explicó, mientras lo manejaba—, como no tiene índice ni tampoco sabemos a ciencia cierta lo que buscamos... Aquí está —dijo, se detuvo en una página concreta y le pasó el libro—. Como la letra manuscrita es pequeña y enrevesada, será mejor que leas tú.
25 de Mayo de 1943.
Hoy, por la mañana, dos oficiales alemanes de alta graduación, pertenecientes a las SS., han venido a nuestro monasterio. Les ha acompañado en todo momento nuestro capellán, el padre Esteban Muño-Fierro. Por una dispensa papal, tramitada por el Nuncio Gaetano Cicognani, ha quedado en suspenso la estricta clausura de nuestro monasterio para que estas ilustres personalidades pudiesen recorrer todas nuestras dependencias. Han visitado la iglesia, el claustro alto y bajo, el huerto y la capilla de las reliquias, donde han permanecido largo rato admirando con devoción las muchas que allí guardamos. Finalmente en el locutorio, la reverenda madre abadesa, rodeada de toda la comunidad, les ha saludo con efusión y ha departido unos momentos con ellos.
—Basta —dijo el capellán y con sus manos apoyadas en el bastón se quedó rumiando el texto. Luego añadió—: Conciso pero lleno de sugerencias, ¿no te parece? —Como al inspector, con el manuscrito abierto entre sus manos, no se le ocurriese comentario alguno, continuó— Te estarás preguntando ¿quiénes eran esos personajes de las SS para que el nuncio de Pío XII los honrase levantando la estricta clausura del monasterio y cuál fue el motivo de su visita?
El inspector oía pero no escuchaba. Su mirada perdida delataba que estaba pensando en otras cosas.
—¿Quién era ese capellán Muño-Fierro, antecesor suyo, que acompañó a los de las SS? —dijo, al fin, como si esa pregunta que el capellán no había formulado fuese para él la más importante.
—¿Muño-Fierro? —y le contestó con laconismo intencionado—. Un fascista, amigo de Franco. Llegó a ser arzobispo castrense. Con eso me parece que contesto tu pregunta.
El inspector siguió rumiando sin añadir comentario alguno. El capellán, que le miraba por encima de sus medios cristales, siguió con su exposición:
—A la monja que escribió esa gacetilla del cronicón, no le pasó desapercibido el hecho de que el capellán Muño-Fierro y los oficiales de las SS se encerrasen en la capilla de las reliquias durante un largo rato. Lo subraya de manera deliberada. ¿Simple devoción, como escribe ella?
El inspector Mazeres seguía sin entender por dónde iban los tiros.
- Algo debió de suceder, desde luego —convino Mazeres, a la espera de que el capellán no abusase más de sus suspenses.
—Querido amigo, a partir de esa enigmática visita de las SS. a este monasterio el 25 de Mayo de 1943 —el padre Méndez recalcó una vez más la fecha y añadió con aire solemne— la cápsula de la reliquia de san Pantaleón no fue la misma.
—¿Está diciendo que, a partir de la visita de las SS al monasterio, se produjo un cambio de ampollitas en el relicario?
—Exacto. Eso es lo que estoy afirmando.
—Un dato interesante.
—Por lo menos muy curioso.
—Padre Méndez, tendrá que averiguar si la visita de los nazis y el relicario de san Pantaleón tienen alguna relación o el cambio de ampolla es pura casualidad.